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Alfredo: 10

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ACTO II

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La Pasión.


Galería con asientos, jardín, en el fondo del volcán.


1.ª

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ROBERTO, ÁNJELA.


ROBERTO.- Pero ¿es posible que Rujero...?

ÁNJELA.- Rujero, padre mío, no sabe más que nosotros. Como nosotros estraña la mudanza de su amigo: esa tristeza reservada y silenciosa, en que se ha trocado su anterior melancolía, tan espansiva, tan amable. En vano se ha atrevido a dirijirle algunas preguntas; Alfredo es ya otro, hasta para él... Pero vos ¿no calculáis?

ROBERTO.- Nada, nada, Ánjela..., mi entendimiento se confunde, y no acierta a descifrar ese carácter extraordinario. Ningún motivo racional hay para tan repentina mutación. Hasta pocos días hace, todos sus escuderos, sus colonos, sus vasallos, eran a su vista hermanos, amigos, compañeros. Sus modales eran la misma dulzura..., sus consideraciones para conmigo parecían más bien las de un hijo respecto a su padre, que las de un barón poderoso respecto a un escudero suyo... Actualmente todo se ha cambiado. Sus palabras son duras, sus disposiciones ásperas, sus oídos se cierran a nuestros consejos, sus miradas y sus maneras son desdeñosas..., ya no somos en fin sino sus escuderos y vasallos, ni él es ya sino un Señor, como todos los Señores que oprimen nuestros desgraciado país.

ÁNJELA.- Demasiado cierta es esa descripción... Aun yo misma, ¡objeto siempre de sus inocentes atenciones...! Pero no seamos injustos, padre mío: no le juzguemos con precipitación... Tal vez la noticia intempestiva de la muerte de su padre...

ROBERTO.- No lo pienses, Ánjela... Antes de recibir esa noticia, estaba ya casi persuadido de ella; y lejos de causarle efecto, sólo servía para hacerle más dulce y más interesante.

ÁNJELA.- Casi persuadido, decís..., pero conservaba todavía la esperanza, y no se veía abrumado por una certidumbre cruel... ¡Es tan bella la esperanza!... Esa dama inglesa fue quien vino desgraciadamente a destruirla... Desde que ella entró en este castillo, no parece sino que se ha inficionado su atmósfera...

ROBERTO.- ¡Ánjela!

ÁNJELA.- No sé por qué, padre mío..., pero yo no puedo amarla... Es hermosa, muy hermosa..., y sin embargo me causan un miedo..., ¡me hacen un mal sus ojos cuando los clava en los míos! Casi, casi se me hiela la sangre en el corazón... Y, a la verdad, no sé por qué... También es un poco triste, y gusta de vivir retirada... ¡Si la vierais!... Siempre anda sola; siempre buscando los sitios más ocultos... ¡Es natural!..., ¡tan joven y ya viuda!...

ROBERTO.- ¡Silencio! Ánjela, ¡silencio!... Alfredo se acerca.

ÁNJELA.- ¿Cuándo había yo de pensar que me daría miedo sólo de mirarle?