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Alfredo: 23

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7.ª

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BERTA, ALFREDO.


BERTA.- ¡Alfredo mío!

ALFREDO.- ¡Berta..., qué conmovida estás!

BERTA.- No: no es nada..., ya no es nada... Lo estaba hace un instante..., pero llegó nuestro amigo, y sus palabras me han animado... ¡Cuánto le debemos, Alfredo!

ALFREDO.- Sí, Berta: le debemos mucho. -Cuando mis antiguos vasallos, mis escuderos, hasta Rujero mismo, a quien he colmado de tantas distinciones, nos miraban con aversión, con horror tal vez..., este griego sólo nos ha consagrado una fidelidad sin límites, y está multiplicando sus servicios por nuestra felicidad... Apenas indicamos un deseo, y ya le vemos cumplido por él... Hoy mismo..., si vamos a lejitimar la pasión que nos devora; si vamos a recibir las bendiciones de la Iglesia..., a su celo, a su eficacia lo debemos. -Ignorantes y supersticiosos los sacerdotes de esta isla, se negaban a santificar nuestro enlace, arrastrados por las necias preocupaciones del vulgo, y por un respeto servil acia ese viejo imbécil que ocupa la silla de Palermo... ¡Y bien!, nuestro amigo ha hecho venir un sacerdote de su patria, ese varón de eminente sabiduría, que ha escuchado con benignidad, que ha escusado nuestras faltas, que ha disipado nuestros temores, que va a pronunciar sobre nosotros la bendición que nos unirá lejítimamente...

BERTA.- Y que acabará con nuestros remordimientos... ¿No es verdad, Alfredo?

ALFREDO.- Sí: amor mío..., acabará... ¿No lo esperas tú también?

BERTA.- Lo espero..., y esa esperanza es lo único que me apega a la vida... ¡Ay!, ¡qué feliz voy a ser cuando esté tranquila, libre y tranquila mi conciencia!, ¡cuántos tesoros de amor y de ventura voy a encontrar en tu compañía!... Todo, todo lo que nos rodee, hasta las fieras, hasta las plantas, hasta los seres insensibles, van a tener envidia de mi felicidad... El sol nacerá todos los días brillante y majestuoso..., la noche se levantará siempre amable y placentera..., mi vida, mi vida toda va a ser una continua ilusión, un sueño inacabable de placeres... Brotará la rosa bajo nuestras pisadas..., un aroma purísimo embalsamará el ambiente que respiremos..., una música etérea, celestial, vagará en torno de nosotros... El mar nos tenderá sus ondas apacibles..., el bosque nos dará su melancólico murmullo..., el universo entero sus jemidos de amor y de esperanza... ¡Ah! Cuando la primavera haya rociado sus dones en esta tierra de bendición..., en el sosiego de la noche..., a la dulcísima luz de la luna..., en esa playa, donde las perezosas oleadas se estrellan tan blandamente..., al vago y tierno sonido de tu harpa, que dilatará una brisa leve y aérea como la memoria del placer..., ¿no es verdad, Alfredo?..., ¡entonaremos el himno de los amores, y tu corazón y el mío se confundirán en aquella inefable delicia...!

ALFREDO.- ¡Por piedad, Berta!, ¡por piedad!... ¡Más despacio!... Ten compasión de mí... Tú me haces espirar de placer.

BERTA. (Con el mayor sobresalto).- ¡Ay!

ALFREDO.- ¡Berta!

BERTA.- ¡Perdón!, ¡perdón!, ¡misericordia!

ALFREDO.- ¡Berta!

BERTA.- ¿No la has oído?..., ¿esa voz?... ¡Perdón!... ¡No más!, ¡no más!... Alfredo, sálvame..., ¿no la oyes?... «¡Frati...!»

ALFREDO.- ¡Calla, Berta!, ¡calla!... ¡Desdichada!... ¡Desdichados uno y otro!... ¡Qué palidez!... ¡Berta!

BERTA.- ¿No volverá a sonar?..., ¿lo esperas, Alfredo?... ¡Ay! Nunca ha sido tan espantosa..., nunca se ha clavado tan fuertemente en mis entrañas... ¿No volverá a sonar?... ¿Crees tú que termine, cuando haya caído sobre nosotros la bendición del sacerdote?... ¡Alfredo!... ¡Qué desdichada soy!... No me dejes..., no te separes de mí un solo momento... ¿Crees tú que acabará este suplicio?

ALFREDO.- Sosiégate, Berta: calma esa ajitación a que te abandonas, y que es tan funesta para ambos... ¡Yo no sé cuál va a ser nuestra suerte..., rodeados sin cesar de esa sombra que no nos deja un solo instante, que nos persigue más en los momentos de más ventura!... ¡Fatalidad de maldición! ¿Qué me importa el poseerte, el disfrutar de la felicidad suprema, si en el mismo delirio del placer ha de derramarse esa copa emponzoñada, para convertirlo en un infierno de dolores?... ¡Si yo pudiese aniquilarla!..., ¡si pudiese, aunque fuera a fuerza de crímenes!... ¡Imposible! Está escrito que no podamos ensordecer a esa voz, que no tengamos defensa contra ese puñal que llevamos en nuestro seno...

BERTA.- ¡Conque no hay salvación, Alfredo! ¡Conque estoy condenada a este suplicio perdurable!... ¡Y yo formaba esperanzas lisonjeras..., esperanzas sólo de deleite por el porvenir!... ¡Dios míos!, ¿por qué he venido a este castillo?... Tú vivías inocente y feliz; yo..., no era dichosa..., ¡pero tampoco sufría este martirio imponderable!

ALFREDO.- ¡Berta!

BERTA.- ¡Cuánto debes maldecir mi llegada! Ella nos ha traído la perdición de ambos..., el asesinato..., el incesto..., ¡horrorosa comitiva que venía en pos de mí...! ¿Porqué no he permanecido eternamente en las mazmorras de Damieta?, ¿porqué no sumerjieron los mares mi navío, antes de arribar a estas playas?, ¿porqué no me consumió el rayo que vi estallar sobre la cima del Carmelo?... ¡Yo hubiera sido virtuosa lejos de tu lado..., tú hubieras sido feliz, a no habernos conocido!

ALFREDO.- No, eso no..., jamás. Desecha esos pensamientos impíos, indignos de ti, indignos también de Alfredo... Nuestro destino ha sido horroroso; pero es necesario que se cumpla: ...yo no lo repudio, yo no renuncio a él. Nuestra vida está dominada por el mal..., enhorabuena: le sufriremos..., mas no dejaremos de amarnos..., no nos arrepentiremos de nuestra pasión... -Mira, Berta..., mi corazón padece tanto como el tuyo..., esas voces que resuenan para ti, también están incesantemente atronando mis oídos..., esos fantasmas que te persiguen, también están de continuo ante mis ojos... ¡Pues bien!, yo los prefiero, yo prefiero estos horrores, a esa inocencia vana e insípida de que me hablabas... ¿No los prefieres tú también, hija del norte? ¿Quisieras tú por ventura, a precio de esa triste inocencia, abandonar un corazón como el mío, separarte para siempre de la mitad de tu ser, hasta olvidar la memoria de tantos momentos de felicidad?

BERTA.- ¡Alfredo! ¡Alfredo mío!

ALFREDO.- No lo quisieras..., no puedes quererlo... Ya te lo he dicho, Berta: un destino sobrenatural nos une..., un destino que nos hiciera el uno para el otro... Es desgraciado, sí..., o a lo menos lo ha sido hasta ahora... ¿Quién sabe si mañana será más venturoso? El tiempo puede borrar mil preocupaciones que combatimos en vano..., la bendición de la iglesia...

BERTA.- ¡Ay!, en esa..., en esa sólo está mi esperanza. ¡Si ella nos volviese la calma que hemos perdido!... ¡Con qué placer daría yo de limosna la mitad de mis bienes, por conseguirla sin separarme de tu lado!

ALFREDO.- Esperémosla..., esperémosla aún... Nuestro amigo nos la promete...