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Almas honradas

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Almas honradas
de Arturo Reyes


Dolores se sentó, meditabunda, en el murete adosado a la fachada del edificio y posó, distraída, la mirada en el bellísimo paisaje.

Un espléndido sol otoñal ponía sus áureas pinceladas en la riente perspectiva, en las doradas cúspides de los montes, en las floridas laderas, en las que acá y acullá blanqueaban los nevados caseríos; en los grandes macizos de verdores que festoneaban las márgenes del río, salpicados de rojas adelfas y de blanquísimos rosales.

Dolores, que podría contar veinte abriles, era de cuerpo cenceño y gentil, de semblante agraciado y de tez en que la vida desbordaba en cálidas entonaciones; de ojos de mirar risueño, de boca fresca y fragante y de pelo abundantísimo, cuidadosamente recogido bajo un pañizuelo color de grana, como de color de grana era el zagalejo que cubría su airosa figura, adornada además con un corpiño de percal rameado, amplio delantal de mallorquín y recios zapatones de vaqueta.

Cuando más embebecida parecía estar en sus meditaciones, poco gratas al parecer, destacose en el umbral de la casa la figura desmedrada y sarmentosa de su padrino, el señor Frasco, el Zorzales, un viejo de grandes ojos azules, de tez rugosísima y de blanquísimos cabellos.

Qué, ¿se va osté ya, padrino? -le preguntó, incorporándose rápida y acercándose al anciano la muchacha.

-Sí, mi prenda -repúsole aquél con acento cariñoso-. Voy a dalle un vistazo al jabal y un meneón a los yeros.

-Menester es que se vaya su mercé dejando de tantísimo matarse, que no está ya su mercé pa meterse en tantísimas jonduras, que ya es mucho lo que ha meneao su mercé las aspas de su molino.

-Sí que ties razón, pero es que el día en que yo no me puea menear, ese día me muero de reconcomia -díjole con expresión distraída el viejo, el cual, tras poner una mirada inquieta en uno de los edificios más cercanos, que blanqueaba en una loma próxima, continuó dirigiéndose a la muchacha:

-Miá, que cuando venga el Breñas me le mandas en seguiíta aonde yo esté, que estaré en el «Tajo del Tardío».

Y dicho esto penetró el viejo en la casa, de la que volvió a salir a poco al hombro la azada, y momentos después se perdía de vista por entre los verdinegros olivares que parecen jadear eternamente trepando, torcidos y retorcidos, por la empinada vertiente de la pintoresca montaña.

Arrojó el Zorzales la azada en la tierra removida recientemente y sentose cejijunto y sombrío sobre una de las desigualdades del terreno, reflejando en su rostro la terrible lucha que libraban en su corazón, de una parte, su conciencia, y, de otra, las razones con que pretendía acallar su voz inflexible y acusadora y -¡Güeno! -musitó con voz sorda y colérica-; güeno que tú me gritaras si yo juera el mesmo que jui; si ahora, como entonces, estuviera sortando por ca poro de mi cuerpo un borbotón de resina y de ca martillazo el corazón me aupara toíta la tabla del pecho, que otra hubiera sío la verea que yo hubiera pisao de ser yo lo que jui; pero es que, con razón, ya no quiée pelear conmigo el Pintao, porque es que yo ya estoy jechito una lástima; pero es que yo no podía consentir tampoco en llevarme al otro mundo la ofensa que a mí me jizo, porque es que la cosa es de las que chorrean sangre, y si él se aterminó a jacer aquella charraná con la hija de mi hermana, jue porque sabía que no había un hombre que le cobrara en plumas de las alas e su corazón su mala chanaíta, y a la probetica Remedios su deshonra fue la que se la llevó a la seportura, y aluego que la muerte por mo de la cual anda juío la jizo de muy malilla manera, porque el probe de Tobalo estaba ya en el suelo cuando le tiró con la cachicuerna, y Tobalo era un mozo que yo estimaba de verdá, y aluego que eso de venirse a esconder cuasi a dos pasos e mis cubriles, es venir a mojarme las orejas con saliva, y sobre to, que yo tenía el deber de elatarlo, y como tenía el deber, pos por eso lo he delatao.»

No obstante estos razonamientos, no conseguía el viejo hacer callar aquella voz que tan tercamente hacíale oír sus acusadoras inflexiones desde que horas antes diera orden al Breñas de llevar la carta delatora al jefe del puesto cercano.

El sol empezaba a ocultarse tras los picachos de la montaña, y sus últimos rayos incendiaban el celaje, dándole tonos de púrpura y de oro. Ya seguramente el Breñas habría entregado la carta al sargento Torrente, y pronto se dirigiría éste hacia casa del Naranjero, donde podría sorprender al matador de Tobalo, y su delator podría verle pasar atado codo con codo por delante de su casa.

Algunas gotas de frío sudor surcaron la frente del Zorzales, y tirando, al pensar esto, violentamente el cigarro que fumaba, echose al hombro la chaqueta y la azada y se encaminó hacia su hogar, abrumado, más que por el peso de los años, por uno misterioso que angustiábale el corazón y llenábale de sombras el pensamiento.

-Qué, ¿viée osté mu cansao? -le preguntó Dolores saliendo a su encuentro en la cuesta y aliviándole del peso de la azada.

-Sí, que con razón ice la copla que pa las cuestas arriba quieo mi mulo -repúsole el Zorzales, pretendiendo enmascarar con una sonrisa su profundo desasosiego.

-Cuando yo le digo a su mercé que no está ya su mercé pa meterse en esas trabajeras...

El viejo penetró en la casa y se sentó sombrío y silencioso junto a la amplia chimenea.

-Pos yo, tan y mientras acaba de cocer la puchera, voy a tender la ropa que acabo de traer del río -dijo Dolores, dirigiéndose hacia la puerta del hogar.

El viejo, que no podía permanecer sentado, empezó a pasear inquieto y febril por el interior de la cocina, alumbrada por los últimos resplandores del crepúsculo vespertino, y sin atreverse a asomarse al umbral de la casa por temor, sin duda, a ver pasar por delante de él y escoltado por la Guardia Civil, al matador de Tobalo y burlador de su sobrina.

Además de su conciencia, abrumaba su espíritu el pensar lo que dirían de él sus antiguos camaradas cuando se enterasen de que no había encontrado medio mejor y más generoso de realizar su venganza que delatar al fugitivo al jefe del puesto, y antojábasele ver las miradas de reproche y desdén con que todos le acogerían.

Concluido que hubo Dolores de tender la ropa, penetró ligera como una ardilla y con la copla en los labios en la casa, y minutos después colocaba limpio mantel sobre la blanca mesa de pino, y

-Qué, padrino, ¿se han hecho ganas de comer? -le preguntó con acento alegre como el cantar de un pájaro.

-No, hija, que no tengo ni chispita de ganas de abrir la boca -repúsole sombríamente el Zorzales.

Dolores posó en él sus grandes ojos, en que desbordaban la ternura y la malicia, y acercándose a él de repente y sentándosele sobre las rodillas, rodeole el cuello con un brazo, y

-¿Qué le pasa hoy a mi viejo parral sin pámpanas ni racimos? ¿Qué le pasa a la presona más quería que Dios puso en sus pejuares? -le preguntó con voz zalamera.

El viejo, a la caricia del único ser que hacíale grato el triste invierno de su vivir solitario, sintió que el secreto de su traición forcejeaba por brotar en sus labios, y no sintiéndose con fuerzas para oponerse a aquella expansión de su angustiado espíritu:

-Pos sí -dijo con voz turbada-; me pasa algo que no sé cómo decírtelo, y es que me parece que al cabo de cuasi ochenta años de estar mirando a toíto er mundo cara a cara, voy a arrematar por no poer mirar ni a mi sombra frente a frente.

-¿Usté? -exclamó llena de asombro Dolores- ¿Usté no poer mirar a la gente cara a cara?

-Yo, sí, yo -murmuró sombríamente el viejo; y después, tras breves instantes de silencio, exclamó con acento reconcentrado-: Camará, y en qué horita más negra que escribí yo anoche esa carta maldecía.

-¿Qué carta? ¿La del señó Bartolo?

-No, hija mía; la del señó Bartolo, no; la que tú le diste esta mañana al Breñas pa que se la llevara en seguiíta al comandante del puesto de «Vizcaíno».

Dolores miró con expresión triunfal al viejo, cogió su rostro rugoso entre sus manos, endurecidas en los diarios quehaceres, quedósele mirando de hito en hito, y tras un brevísimo silencio,

-Vamos a ver, ¿qué daría usté ahora por no haber mandao a su destino esa carta? -le preguntó.

-¡Qué sé yo lo que daría!

-¿Daría usté un beso?

-Un millón de besos daría yo -dijo el viejo mirando lleno de ansiedad a la muchacha, la cual, poniendo cerca de los labios de aquél la sonrosada mejilla y urgándose ésta con un dedo, le dijo sonriendo picarescamente:

-Pos encomience usté a besar, que yo iré llevando la cuenta.

Y ya empezaban a asomar en el pálido horizonte algunas estrellas cuando exclamó el señor Frasco el Zorzales con acento de súplica:

-Chiquilla, por los ojitos e tu cara, que ya van más de dos mil millones y ya me duele jasta el corazón, a pesar de que, como dice la copla,


Mismamente dos panales
tiée mi niña por mejillas,
llenos de miel de rosales.