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Amadeo I/XII

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XII

Sí; tan ligera, que la conocí antes de media noche en el escenario, y a la madrugada estábamos ya casados requetecivilmente... No debería yo contar estas cosas; pero allá van para descargar mi conciencia, mostrando a mis lectores la locura de aquellos años juveniles. Confieso mis pecados con la mira saludable de que en ellos se vea la procedencia de mis fieros quebrantos y desdichas, y de ello tome ejemplo la juventud para que se aparte de los caminos que no conducen a la moral... Pues, señor, llevaba yo media semana en las alegrías de príncipe consorte, cuando una tarde me encontré en la Plaza de Matute con aquella Lucrecia de quien ya hice mención, bonita y vaporosa rubia bermeja amiga de Felipa..., la que conocí asociada a un jugador de oficio que llevaba la pechera y los dedos cuajados de brillantes. Al jugador le había salido la mala, y se lo llevaron los demonios. Lucrecia se me presentó desolada. La compadecí, le prodigué los consuelos que mi alma generosa me sugería, y por último, observando que su pena no tenía más alivio que el contármela a mí, decidime a protegerla; hablamos, nos entendimos, y punto concluido.

Mi doble juego de amor fue descubierto a los pocos días por las dos apasionadas hembras, a quienes yo engañaba y entretenía con toda clase de sutilezas o equilibrios. El resultado fue que estalló el conflicto una mañana... Encontrándose en la calle de Santa Isabel se acometieron, se arañaron, se dijeron cuanto dos bravas mujeres pueden decirse en caso tal, y se arrancaron recíprocamente mechones de sus respectivas cabelleras, negra la una, rojiza la otra. El culpable de aquella mujeril trifulca, que los periódicos narraron como un caso de risa y festejo, fue el bendito chiflado don José Ido, a quien entregué dos cartas, una para cada cual, y el desventurado filósofo las trabucó y... Ya comprendéis lo demás... Cuando enterado de la zaragata increpé al mensajero por su descuido, me respondió con fría y angelical serenidad: «Francamente, naturalmente, yo pensé, señor don Tito, que usted, en vez de regañarme, me agradecería la equivocación, porque así, enzarzadas la una con la otra, se ve usted libre de las dos, y quedará en franquía para mejor arreglo con una sola».

No dejé de apreciar en su justo valor esta sutil filosofía; pero, ¡ay!, del lance mujeriego no me resultó el beneficio que el candoroso Ido presumía, sino todo lo contrario... Sucedió que cuando se hallaban Lucrecia y Pepita en lo más recio de su pelea, acudió a separarlas y a poner paz una señora que con su criada venía de hacer la compra en el mercado de los Tres Peces... Logró el armisticio entre ellas; oyó las razones de cada cual, y con humanitaria diligencia vino a mí para gestionar avenencia y concordia con una de ellas, ya que con las dos no podía ser. Y cómo se arreglaría la desconocida señora en su arbitraje, que de las sucesivas conferencias resultó que llegué a un modus vivendi con las dos separadamente, y luego me entendí con la mediadora, que era mujer agradable, viuda en buena edad y de no poca sal en la mollera... Yo no sé qué tengo, señores que me leéis, no sé qué tengo... Lo mismo es hablar yo con una mujer, que esta se pone tierna y no tarda en enloquecer por mí... No sé lo que tengo, repito, no sé...

De lo que acabo de referir, salió, como podréis suponer, mayor desventura mía, y el trabajo hercúleo de tener que triplicarme con diarias fatigas y combinaciones. La más amada de las tres era la que fue mediadora. Trataba yo de que fuera la única; pero tales dificultades y trapisondas me salieron al paso en mi tentativa de moralidad, que hube de seguir bailando, como decía el otro, en el triple trapecio de Trípoli, hasta que la desdichada derivación de tales hechos dio su funesto resultado... Antes de que pasaran dos semanas de este horrible trajín, Lucrecia fue asesinada por el empresario de timbas que había sido su amante, y aunque no me alcanzaba ni alcanzarme podía culpabilidad en el crimen, por el lugar y ocasión en que fue perpetrado, no me libré del espanto y consternación propios del trágico suceso. Pocos días después descubrió la princesa mi triple juego, y alborotada se plantó en mi casa, y cual furiosa rabanera, vertió sobre Nicanora y el pobre Ido las más groseras injurias. Lo que me dijo a mí me está escociendo todavía... Y por último, compasivo lector, mi tercera, que yo tenía por primera, no pudo menos de abrir sus enamorados ojos a estos escándalos, y me despidió de su trato, ya que no de su corazón, derramando lágrimas amarguísimas.

Era una viuda tierna, bastante supersticiosa, tirando a mística. Llamábase Delfina. Su padre fue un excelente confitero que tuvo gran parroquia en Madrid. Su marido fundó y disfrutó la más elegante Funeraria de esta Corte, industria que la viuda traspasó, mediante conquibus, al que había sido primer dependiente del fundador. Con este provecho y lo que heredó de su padre, Delfina disfrutaba de un buen pasar; vivía holgadamente, y daba socorros a parientes pobres, suyos y de su marido... Entendía yo que aquellas granjerías tan diferentes en forma y fondo habían dejado en la infancia y juventud de la buena señora la impresión de las cosas familiares adheridas a la existencia. Por esto decía de ella mi amigo Roberto Robert que era dulce y tétrica..., y que en su carácter veía un ataúd lleno de yemas y tocino del cielo.

Algo de verdad había en estas paradojas. Mi amiga era suave y borrascosa; con sólo minutos de diferencia mordía y acariciaba. Ferviente devota de San José, a quien pedía todo lo que anhelaba, creía mil profanos disparates. Cuando en misa sacaba el cura casulla verde (lo que sólo en contados días se ve), doña Delfina se llenaba de terror, y de la iglesia salía persuadida de la proximidad de grandes daños y calamidades. Creía en el mal de ojo y en las recetas para impedir sus terribles efectos, y era fuerte en fórmulas cabalísticas para conseguir de la Santísima Trinidad la pronta cura de tercianas y cuartanas.

Refiriendo a mi persona estas extravagancias, diré que la viuda me quería y me apartaba de su trato; tan pronto era la benigna divinidad que por mí se interesaba, como la fiera sacerdotisa que arrojaba sobre mí siniestros augurios y maldiciones... Termino el retrato con estas noticias que, si por el momento no interesan, podrán tener algún valor en lo que más adelante relataré. Delfina Gil era natural de un pueblo próximo al que tuvo el honor de verme nacer. A no pocas personas de mi familia conocía, y huroneando en el pasado sacaba remotos entronques de sus antecesores con el claro linaje de los Livianos.

Adelante con mi cuento. Las resultas de la referida borrasca mujeril, y la extraña doblez del carácter de Delfina, mi benéfica protectora por un lado, por otro mi fiscal implacable, me llevaron a un estado de intensa melancolía. Vagaba yo mañana y tarde por los barrios extremos y las afueras de Madrid, hablando a solas, o pronunciando discursos férvidos ante la soledad agreste. El casual encuentro con algunos amigos me sacó del pozo de mis meditaciones, llevándome a la política, que es eficaz medicina de tristezas. El trajín de las opiniones propias y ajenas, que en mil casos no nos llegan a lo hondo del ser, nos restablece a una normalidad vividera, y al suave pasar de las horas y los días... Sin saber cómo llegué a verme metido en el hervor de la campaña electoral. Corría Febrero, Marzo le siguió en aquel afán; yo, avispado o embrutecido, que esto no lo sé, por la propaganda, me metí más en ella. No era que yo pretendiese la diputación; pero amigos míos pedían sus votos al pueblo, y quise poner en la lucha todos mis esfuerzos, interesándome particularmente por Nicolás Estévanez, que presentaba su candidatura en uno de los distritos de Madrid.

En aquellos días de ciego furor sectario, quedó formada la magna Coalición o piña electoral para derrotar al Gobierno. Componían la Junta Mixta, o si se quiere, el pisto manchego, tres individuos por cada uno de los cuatro partidos de oposición: por el carlismo tres neos hidrófobos; por el alfonsismo tres reverendos caballeros de los de alba camisa, únicos poseedores de lo que se llama dotes de gobierno, esto es, planchado con brillo; por los radicales tres añejos progresistas, y por los republicanos los más culminantes del partido. Omito los nombres para no contribuir a que llegue a la generación venidera el fuerte olor del vinagre en que se hizo esta ensalada o gazpacho...

Menudeaban las reuniones, las prédicas y las asambleas. Yo fui a las que celebraron los republicanos en el teatro de la Alhambra, y sin hacerme de rogar, por impulso instintivo y comezón declamatoria, en todas hablé... Me oían con vivo interés, me aplaudían a rabiar. Luego, mi ardor y los aplausos me llevaron a la exageración de mi énfasis, a emplear argumentos retorcidos y dislocados y a burlarme de la lógica. Una noche defendí el contubernio electoral, y a la siguiente lo combatí con saña... Sin saber cómo, se me salían del pensamiento a la boca las ideas de aquel fantástico programa que supuse dictado por Ruiz Zorrilla en la hechizada gruta de Graziella. Todas las zarandajas de mi Credo radicalísimo iban cayendo de mis labios sobre el auditorio, como lenguas de fuego sobre el montón de combustible. Una noche, a la salida, Santamaría y Luis Blanc me dijeron: «Chico, no hables más. Te exaltas demasiado. Procura serenar tu entendimiento».

Estas suaves reprimendas de mis amigos, y otras más agrias de algún primate de los que ocupaban la mesa, conminándome con no concederme la palabra si seguía por aquel camino, me redujeron un triste silencio. Salíame yo por las tardes a los barrios del Sur y de allí a las afueras, y dondequiera que veía un grupo de seis o siete personas, me detenía y les predicaba... No tardé en encontrar prosélitos; llevaba tras de mí una pandilla de hombres y mujeres que me incitaban a que les arengase, y yo, diciendo para mí aquí que no peco, soltaba el surtidor de mi desordenada oratoria. No ponía ningún freno a mis ideas, y lo menos que les decía era que el mejor Gobierno era el no-gobierno... Cuando a mi casa me retiraba fatigado y ronco, y en la soledad de mi cuarto con fría reflexión pensaba en mis discursos, me asaltaba la sospecha de que en mi cerebro había ocurrido alguna conmoción, que desmontara o por lo menos sacara de sus quicios las piezas del mecanismo pensante. Y cavilando más en esto cada noche sobre el agasajo de las almohadas, creí dar con la razón de tales sinrazones. Si en efecto yo iba camino de la demencia o de la chifladura, la causa no podía ser otra que el desequilibrio en que estaba mi ser por la interrupción de mis conquistas y de los dulces efectos de ellas, o sea, el trato con el bello sexo.

Firme en esta tesis, me propuse volver a las amenidades amorosas. Sí, sí; el amor es la vida, y además la razón, y el perfecto funcionar armónico de nervios, sangre, masa encefálica, estómago, pulmones, etc... ¿Qué hice? Visitar a Delfina Gil y abordarla bruscamente con arrumacos sentimentales, suaves arrullos, miradas incendiarias, y sobre todo ello puse las florituras y fermatas de un vocabulario de seducción que, dicho sea sin falsa modestia, sé manejar como nadie... Pues Delfina no me hizo caso. Hallábase en un estado de espíritu incompatible con mis malvadas pretensiones. Sufría el ataque de virtud furiosa y empedernida, que solía durarle diez o doce días y a veces meses enteros. Seria y desdeñosa, me dijo que llamase a otra puerta, y al verme salir, me retuvo para echarme esta suave indirecta del padre Cobos: «Estás mal de la cabeza, pobre Tito. He notado el desorden de tus razonamientos. Tus amigos se alarman oyendo los disparates que dices en los metingues. Será preciso aislarte, tenerte en encierro y observación hasta que entres en caja. Escribiré a tu familia, enterándola de tu mal. Allá dispondrán si vienen a buscarte y te llevan al pueblo, que sería lo más acertado, o me autorizan para ponerte en cura». Yo me reí... «Adiós, adiós...».

Al pie de la letra tomé el llama a otra puerta, y de la calle de la Magdalena me fui tan campante a la de Tabernillas. Sabía que en aquellos barrios moraba mi antigua socia Felipa, que aún me guardaba ley, demostrándomelo en repetidas ocasiones con recaditos de amistad y aun con menudos obsequios... Busca buscando, la encontré en la calle del Águila, más negra y agitanada que antes, por efecto del negocio de carbón a que se dedicaba en compañía de un hombre robusto, tiznado y carbonífero, llamado Bernabé Díaz. A mis halagos contestó Felipa que no contara con ella para nada contrario a la fidelidad que a su Bernabé debía. Hallábase, pues, en pleno periodo de virtud; era feliz, trabajaba de sol a sol, y no cambiaba su actual vida de activa tranquilidad por otra de escándalo y deshonor. Pregunté si se casaría con Bernabé, y me dijo: «En eso andamos. Las damas catoliconas nos están trabajando el casorio. Yo lo deseo. Me espanta la idea de llegar a vieja sin tener un arrimo y vivir en ley...».

Ya me iba cargando tanta virtud... ¿Por ventura tendría yo que hacerme también virtuoso para recobrar mi equilibrio?... De la carbonería pasé a la taberna próxima, donde tuve la satisfacción de encontrarme a mi amigo y casi pariente, Sebo por mal nombre, rodeado de toscos ciudadanos, entre los cuales estaba el tal Bernabé, presunto esposo de Felipa. Trataban de la elección por aquel distrito (Latina), el más republicano de Madrid. Sebo, agente electoral de la Coalición, recomendaba la candidatura de Estévanez, que era predicar a convencidos, pues en aquel barrio pobre, liberal y entusiasta, gozaba don Nicolás de gran predicamento. Metí yo al instante mi cuarto a espadas en la reunión, haciendo del candidato el más fogoso panegírico que aquellos hombres inocentes habían oído. Y fue grande mi satisfacción oyendo lo que a la salida de la tasca me dijo Telesforo: «Mi antiguo señor, el Marqués de Beramendi, me ha mandado que apriete de firme para sacar a Estévanez, pues aunque no le trata ni le ha visto nunca, le tiene en gran estima por su honrada convicción, y por lo derecho y firme que va camino del Progreso, sin mirar atrás».

Desde aquel día, me metí en el trajín electoral, y tuve la dicha de oír de los autorizados labios de don Nicolás, en las reuniones del teatrito de la calle de Las Aguas, parrafadas y apóstrofes tan tremendos como los que a mí me valieron poco menos que la excomunión de la Asamblea del partido... Si a mí me tuvieron por loco, no lo estaba menos Estévanez, y esto me consolaba. O ser revolucionario de verdad, o no serlo. Si nuestra sociedad reclamaba, con su hondo malestar, renovación completa, nada se haría si no demolíamos el vetusto y apuntalado edificio para reconstruirlo con nuevos planos, nuevos materiales y arquitectos nuevos. Sacáramos estos de la nada, no del personal existente... Antes de crear un nuevo mundo, hiciéramos un delicioso caos.

No canso a mis lectores refiriendo al detalle una campaña electoral en que apenas hubo pelea, por la excelente disposición del popular distrito y el arranque del candidato. Sin gastar una peseta le sacamos, con 8.000 votos de ventaja sobre el contrincante sagastino. Los electores eran gente sencilla, proletaria, que no ambicionaba destinos ni prebendas, voz y voluntad auténticas del pueblo soberano. La Coalición triunfó en Madrid, con dos republicanos, Estévanez (Latina) y Galiana (Hospital); cuatro radicales, Montero Ríos (Palacio), Ruiz Zorrilla (Centro), Martos (Congreso) y Becerra (Audiencia); el único ministerial que tuvo acta fue el General Beránger (Hospicio). En provincias, los amaños de Sagasta dieron a este una mayoría gregaria; mas no pudo ahogar el empuje de las minorías. Sólo el carlismo trajo treinta y cinco puntos... Y estos sí que eran puntos negros.

Seguí en relaciones de cordial amistad con Estévanez, que no se envanecía de su triunfo, ni creía que en el futuro Congreso pudieran hacerse campañas eficaces para la idea republicana. En nuestras charlas, tuve el gusto de oír de su boca las apreciaciones más exactas de la realidad política en aquellos días. La revolución estaba muerta por haber perdido en gran parte la savia progresista que le dieron los trabajos del 67 y el triunfo del 68. Los alfonsinos habían ganado terreno con la traída de un Rey extranjero; contaban a la sazón con lo más florido de la oficialidad del Ejército. Todo cuanto veíamos despedía olor a muerto. Los Gobiernos de don Amadeo no salían de la norma y pauta somníferas de los Gobiernos anteriores a la Revolución. Los vicios se petrificaban, y las virtudes cívicas no pasaban de las bocas a los corazones. Administración, Hacienda, Instrucción Pública, permanecían en el mismo estado de quietismo y pereza oriental. No salía un hombre que alzara dos dedos sobre la talla corriente. Hacía falta un bárbaro, como Pizarro, que sin saber leer ni escribir, creó un mundo hispano en la falda de los Andes.

Estas ideas me cautivaron. Sí, hacía falta un bárbaro que creara otro mundo hispano. Pero aquel bárbaro no era yo, que poseía regular cultura, sabía escribir, y echaba sin ton ni son discursos elocuentes... Hacía falta un mudo, que hablara con los hechos y con la piqueta, demoliendo los viejos muros, sin pedir permiso a las letras de molde; un mudo, sí, que entendiera de cirugía política, y supiera leer lo escrito con caracteres de fuego en el alma de la Nación... Debajo del pesimismo de mi gran amigo, latía, como es de ley en todo ser superior, un fuerte optimismo. No desconfiaba de la idea, sino de los hombres que en el telar político, llamándose ministeriales o de oposición, tejían la misma tela frágil y descolorida, tan fea y tan mala por el derecho como por el revés... En suma, que la oposición republicana, aliándose con los Nocedales y Barzanallanas, se contagiaba de esa legalidad indigesta que siempre resulta infecunda, y cándidamente hacía el juego a sus naturales enemigos. Los arañaba; pero no supo darles, como debía, muerte y sepultura... Mientras más lecciones de estas cosas me daba mi amigo, más me enamoraba su carácter. Lo que aún tengo que decir de él quédese en remojo todavía, pues me urge contar un suceso de importancia, que a mi ver cae dentro de la fase humorística de la Historia. Sígame, si gusta, el benigno lector desde este capítulo al que inmediatamente le sigue.