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Amadeo I/XXVI

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XXVI

Con potente acción de mi voluntad sobre mis sentidos logré desembarazarme de aquel mundo quimérico, y me restituí a la vida normal, volviendo a mi casa y a la comunicación afectuosa con mis amigos. Valero de Tornos, alfonsino, y Ramón Cala, republicano, me llevaron al Congreso, y en pasillos, tribunas y Salón de Conferencias noté agitación y vocerío que me recordaban el gran barullo, pronóstico de Ferreras. Por aquel cálido y tempestuoso ambiente corría como centella esta frase lumínica: El Rey abdica. Pepe Ferreras, que por su autoridad y claro sentido de las cosas formaba corrillo en cuanto hablaba, puso el paño al púlpito y nos dijo: «Don Amadeo se va; don Amadeo vuelve la espalda a este pueblo de orates y nos deja entregados a nuestras propias locuras. No creáis, como algunos dicen, que a la Reina le cuesta trabajo desprenderse del Trono español. Es todo lo contrario». Como sobre este punto se moviera ligera discusión en el corrillo, el buen zamorano, mascando un puro rebelde al fósforo y a las quijadas, prosiguió así:

«Por una dama discretísima, la más afecta a Su Majestad la Reina, he sabido que esta planteó a su marido la cuestión en forma concluyente. No tenía ya paciencia para soportar los desprecios del patriciado de señoronas, que habían manifestado con descortesía su fanatismo y su inferioridad mental. ¿Querían Borbones? Pues dárselos. La santa Señora, que siente nostalgia honda de su tierra y de su casa ducal, saldrá de aquí dejando memoria eterna de sus virtudes. A cambio de esto no se llevará ni una hilacha. Huye de nosotros para librarse de los dos fantasmas que llenan su alma de terror: el carlismo y la Internacional. Anhela sacar a su esposo y a sus hijos de un país donde no hay hombres que sepan domar las pasiones, y establecer un Gobierno que sea garantía de la libertad y de la paz... Estos sentimientos y razones han ganado el ánimo del Rey, que, como ustedes saben, no tiene ambición. La Corona no le deslumbra; por conservarla y traer a la razón a los elementos que componen esta olla de grillos no quiere emplear la fuerza, ni derramar sangre española. Por tanto, es irrevocable su resolución de abdicar la Corona, y así lo ha manifestado a don Manuel Ruiz Zorrilla... Así lo ha manifestado... así lo ha dicho».

Más tarde, recorriendo distintas cavidades de aquel horno de pasiones y disputas, me encontré a otro corrillo donde Llano y Persi y don Santos La Hoz vaciaban en los oídos las noticias más recientes: el Rey había encargado a don José de Olózaga el mensaje de abdicación; mas no habiéndole gustado la forma y algunos conceptos del documento, encargó nueva redacción de él a don Eugenio Montero Ríos. Llegó en esto la noche, y el zumbar de colmena aumentaba en el Congreso. Metiéndome en todos los corrillos vi al propio Rivero esculpiendo, con su voz dura y su gesto autoritario, la Historia de España en aquella memorable noche del 10 al 11 de Febrero de 1873. Por la voz, el ceño y el ademán, don Nicolás María Rivero era un cíclope ceceoso que hablaba dando martillazos sobre un yunque. Oponíase airadamente a la pretensión de Zorrilla que, acariciando aún la esperanza de disuadir al Rey de su propósito, intentó suspender las sesiones de Cortes. Rivero, firme y tozudo en la idea contraria, quería reunir Senado y Congreso, constituyendo así la Asamblea Nacional (llamada por algunos Convención), que al recibir la renuncia del Rey asumiría todos los poderes.

Como teníamos jarana para toda la noche, me fui a cenar con Ramón Cala y don Santos la Hoz a la taberna de la calle del Turco, donde es fama que se dieron cita los matadores de Prim. Volvimos al instante al Congreso, que estaba en sesión permanente. En las inmediaciones del edificio, por Floridablanca y Carrera de San Jerónimo, había gentío expectante. Relajada la disciplina de ujieres y porteros, entraban, salían y andaban por aquella casa los ciudadanos, en revuelta familiaridad con diputados y senadores. Corrían de grupo en grupo noticias estupendas. En uno se aseguraba que ya no había nada de lo dicho, que el Rey se quedaba entre nosotros, ganoso de nuestra felicidad; en otro decían que los constitucionales procuraban entenderse con el Gobierno para buscar la consabida y tan acreditada fórmula de concordia, que permitiera seguir turnando mansamente en los pesebres del presupuesto; más allá oímos que Serrano enviaba un recadito al General Moriones para que acudiese a Madrid con algunas fuerzas.

En estas contradicciones y resoplidos del gran barullo de Ferreras se pasó la noche. Me fui a dormir a mi casa, y en la mañana del 11 traté de volver a mi puesto o atalaya de la Historia. Pero a la familiar licencia de la tarde y noche anteriores para franquear el edificio, había sustituido un rigor extremado. Los ujieres no dejaban pasar ni una mosca, y hube de mantenerme en la calle observando los grupos que circundaban el templo de las leyes. Allí me encontré con las furibundas mesnadas de Mateo Nuevo, de García López y con muchos individuos de la Junta Suprema del Consejo de la Federación Española. Vi cuadrillas de hombres armados, inquietos y vociferantes. Busqué ávidamente entre la multitud a Nicolás Estévanez, y no le hallé ni nadie me dio razón de él. Ya perdía yo la esperanza de colarme en el Congreso, cuando mi buena suerte me deparó a Moreno Rodríguez, a cuyos faldones me agarré para romper la terrible consigna porteril. En las tribunas no se cabía. Cuando pude meter el hocico en la de la Prensa, con terribles ahogos y apreturas, ya se había leído el mensaje de abdicación de Amadeo I. Poco después conocí el documento y pude apreciar su entonación viril y el amargo lamentar de un Rey que no logró la paz y ventura de sus pueblos. Quejándose de la crudeza implacable con que luchaban los partidos, decía: «Si fuesen extranjeros, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería yo el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean y se agitan por su bien, y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males».

En otro lugar se expresaba de este modo: «Nadie achacará a flaqueza de ánimo mi resolución. No habría peligro que me moviera a desceñirme la Corona si creyera que la llevaba en mis sienes para bien de los españoles...». A renglón seguido pedía, en su nombre y en el de su esposa, que se indultase a los autores del atentado de la calle del Arenal. Y terminaba, con frase patética, haciendo renuncia de la Corona por sí, por sus hijos y sucesores, y despidiéndose de la noble y desgraciada España con toda la efusión de su alma generosa. Suspendieron la sesión para redactar la respuesta que las Cortes debían dar al Rey dimisionario. Crecía la efervescencia en el interior del Congreso, y fuera la inquietud popular era ya imponente. Para calmar los ánimos, salió Figueras a una ventana, por la calle de Floridablanca, y pronunció una breve arenga, cuya síntesis era esta: «De aquí saldremos muertos o con la República votada».

Encargado Castelar de contestar al Rey, redactó en breve tiempo un elocuente mensaje. Se reanudó la sesión. Presidía Rivero; a su lado se sentaba Figuerola, presidente del Senado. Los escaños rebosaban de legisladores de diferentes capacidades y cataduras. Todo lo que allí pasaba era irregular y contrario a la Constitución, según la cual no podían deliberar juntas en ningún caso las dos Cámaras. Sobre el fondo de un silencio majestático fue leído el mensaje de Castelar, un adiós ceremonioso al Rey caballero, que prefería la paz de su hogar al tumulto de una Patria hirviente y postiza. El estilo grandilocuente y ampuloso del orador poeta lucía en todo el documento. Flores y más flores arrojaban las Cortes sobre la persona del Soberano dimitente y de su augusta y amada esposa. Se les despedía con galas retóricas, lindísimas y bien olientes, ofreciéndoles, como poético galardón, la ciudadanía de un pueblo independiente y libre. Ite, missa est.