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Amadeo I/XXVIII

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XXVIII

Momentos después, mi Tita y yo, por virtud del poder milagroso que llevábamos en nuestras almas, nos convertíamos en gatitos diminutos y recorríamos, con jugueteo y brincos invisibles, la Saleta, la Antecámara y Cámara, y otras regias estancias. Un hado benéfico, protector de nuestro sagaz espionaje, nos permitió ver el solemne desfile que era fin y principio, engarce o eslabón entre dos interesantes etapas históricas. Delante iban damas y palaciegos rodeando a las servidoras que conducían a los dos niños mayores, Manuel Filiberto, ex-Príncipe de Asturias, de cuatro años de edad . En torno a esta criatura se agrupaban los Marqueses de Dragonetti y otras personas de alta jerarquía, italianas y españolas. Detrás iba don Amadeo grave y sereno, sin expresar pena ni alegría, vestido de viaje. La corona y atributos monárquicos se habían quedado en el suelo del Despacho del Rey, al pie del retrato de María Luisa.

Daba el brazo el Monarca dimisionario a su digna y santa esposa, doña María Victoria, envuelta en pieles. No se le veía más que el rostro pálido, con marcadas huellas de dolencia reciente. No parecía pesarosa de abandonar la colosal vivienda que fue para ella lugar de ansiedad y martirio. A los que fueron sus servidores despedía con sonrisa graciosa y afable. Creímos que les decía: «No me llevo más que lo mío, marido y mis hijos. Os dejo todo lo vuestro, una corona que no ambicioné y un título de Reina que no fue para mí más que una palabra vana».

Rodeaban a los Reyes personas finchadas de estas que llaman hombres públicos. No transcribo nombres porque no estoy bien seguro de acertar en mis designaciones. Había entre ellos algunos militares que en ocasión distinta enumeré en estas páginas. Confundido entre la turbamulta, y como si quisiera ocultar con su persona su desconsuelo, iba Ruiz Zorrilla, con luto y resignación en el rostro macilento. En la cola de la procesión vi a mi adorada señora Mariclío, tan grande que no había techo de suficiente alteza para su figura majestuosa. Vestía la clámide griega, calzaba el coturno y ceñía su frente la diadema cuyos reflejos iluminaban el Espacio y el Tiempo. Su rostro clásico, sus labios mudos y sus ojos divinos decían: «Al fin encontré la página hermosa. Ahora soy quien soy».

El momento más triste y grandioso de aquel éxodo fue el descender de la comitiva por la Escalera de Honor, entre alabarderos rígidos, sin música ni voces que turbaran el fúnebre silencio. Sólo el rumor de las pisadas marcaba el lento caminar de una época, declinando hacia los senos del Tiempo que traen la sanción de los actos y el juicio de la Historia.

Y nada más... Se obscureció la escalera, se obscureció el Palacio, apagose el ruido de las pisadas. Nos vimos envueltos en tinieblas de panteón...


 
 
FIN DE AMADEO I
 
 

Santander-Madrid, Agosto-Octubre de 1910