Amalia/Cómo Don cándido se decide a emigrar, y cuáles fueron las consecuencias de su primera tentativa

De Wikisource, la biblioteca libre.

Cómo Don cándido se decide a emigrar, y cuáles fueron las consecuencias de su primera tentativa

Pero no bien nuestro secretario privado tuvo un pie en la vereda, y otro sobre el alto escalón de la portería del convento, cuando una mujer, con sus gruesos rizos negros en completo desorden, y cuyo gran pañuelo de merino blanco con guardas rojas arrastraba la punta de su ángulo cuatro o seis dedos más abajo de la halda del vestido, le tomó el brazo y exclamó:

-¡Ah, qué felicidad! Son los dioses del Olimpo los que me han conducido por esta senda. ¡Oh! Ya no tenemos que temer del hado, pues que he hallado a usted.

-Señora, usted se equivoca -dijo Don Cándido estupefacto-, yo no tengo el honor de conocer a usted, ni creo que usted me conoce a mí, a pesar del hado y de los dioses del Olimpo.

-¡Que no os conozco! Vos sois Pílades.

-Yo soy Don Cándido Rodríguez, señora.

-No, vos sois Pílades; como Daniel, Ulises.

-¿Daniel?

-Sí, ¿ahora se hace usted el que no me conoce? Yo soy la señora Doña Marcelina, en cuya casa hizo usted parte de aquella estupenda tragedia en que...

-Señora, por el amor de todos los santos, cállese usted que estamos en la calle.

-Pero hablo despacio, apenas me oye usted mismo.

-Pero usted se equivoca. Yo no soy... yo no soy...

-¿Qué no es usted? ¡Oh! Más fácil hubiera sido a Orestes desconocer su patria, que a mí el desconocer a mis amigos; y sobre todo cuando están en peligro.

-¿En peligro?

-¡Sí, en peligro; se piensa hacer una hecatombe con usted y con el señor Don Daniel! -exclamó Doña Marcelina levantando su dedo índice a la altura de los ojos de Don Cándido; ojos que vagaron del cielo a la tierra, y de doña Marcelina al vestíbulo de la portería.

-Entre usted, señora -la dijo Don Cándido tomándola de la mano, entrándola y haciéndola sentar a su lado en un escaño.

-¿Qué hay? -continuó-. ¿Qué especies de profecías espantosas y terríficas son las que salen rápidas y tumultuosas de la boca de usted? ¿Dónde he conocido yo a usted?

-Contestaré, primero: que conocí a usted una mañana en casa de mi protector Daniel, y que otra vez lo vi a usted salir del zaguán de mi casa en aquella noche en que...

-Despacio.

-Bien. Agrego a usted que en este momento el cura Gaete está durmiendo la siesta en mi casa.

-¡En los infiernos debiera estar durmiendo!

-Despacio.

-Prosiga usted, buena mujer, prosiga usted.

-Durante la comida ha blasfemado contra usted y Daniel. Ha hecho brillar en su mano un puñal más grande que el de Bruto; y, con los furores de Orestes, ha jurado perseguir a ustedes con más encarnizamiento que Montegón a Capuleto.

-¡Qué horror!

-Pero hay más.

-¿Más que matarnos?

-Sí, hay más: ha jurado que desde esta noche, él y cuatro más van a espiar a usted y a Daniel para asesinarlos donde los encuentren.

-¡Desde esta noche!

-¡Oh! Al lado del pensamiento de Gaete es nada este verso de Creón:

Moriré, morirás, morirán ellos, Todos perecerán...

-¿Conoce usted la Argia, señor Don Cándido?

-Déjeme usted de comedias, señora -dijo Don Cándido pasándose la mano por su frente bañada de sudor.

-No es comedia, es una estupenda tragedia.

-¡Qué más tragedia que la que me pasa, Santo Dios! -exclamó Don Cándido.

-Y lo peor de todo es que Daniel y usted serán víctimas inocentes inmoladas a Júpiter.

-¿Inocentes? Yo, a lo menos, lo soy. Pero veo que en mi destino hay algo de raro, de extraño, de fenomenal. Fluctúo entre los sucesos como un débil barquichuelo a merced de las ondas. ¡Oh, fortuna, fortuna! No tienes tú la culpa, sino yo, yo que abandoné mi profesión, que hoy podía servirme para tener áncoras de salvación en mis discípulos. Porque ha de saber usted, señora, que yo he sido maestro de enseñanza primaria, y tenía adoptados los mejores métodos: a las ocho se entraba en clase; a las diez los niños iban a recreo mientras yo almorzaba; mi almuerzo era generalmente puchero, huevos y café con leche, sin vino, por supuesto, porque esta bebida embota las facultades mentales, razón por la cual los ingleses no tienen entendimiento; después duraba la clase hasta la una, hora en que los niños volvían a su casa y yo dormía un poco, no el sueño de ese infernal cura Gaete, que debe ser agitado por un enjambre de venenosas serpientes...

-Despacio. Pueden oírnos aquí mismo. Vivimos sobre un volcán, y yo, aunque mujer, soy quizá el ser más comprometido por mis antiguas relaciones y opiniones políticas. ¿Me conoce usted?

-No, señora, ni quiero conocerla.

-Pues estoy comprometida hace tiempo.

-¿Usted?

-Yo. Todos mis amigos han sido víctimas. Acercárseme y tener sobre su cabeza la cuchilla del ángel exterminador, es todo una misma cosa. Yo, mis amigos y la desgracia componemos las tres unidades de la tragedia clásica, según me lo explicó tantas veces el célebre poeta Lafinur, que sabía que con nada se me contentaba más que con darme lecciones de literatura. No puedo ni hablar con las personas sin que caigan en desgracia luego.

-¿Y eso me dice usted recién? -dijo Don Cándido tomando su sombrero y su caña de la India, que había puesto a su lado sobre el escaño, y preparándose a marchar de prisa.

-¡Deteneos, presunta víctima! -exclamó Doña Marcelina.

-¿Yo? ¿Al lado de usted?

-¿Y qué sería de vuestra vida y de la de Daniel si no hubiera yo volado a prevenirles el inmenso riesgo que están corriendo?

-¿Y qué será de mí si continúo hablando con usted?

-De todos modos usted ha de morir. El hado es implacable.

-El diablo es quien se la debía llevar a usted, señora.

-Conteneos, temerario: si no habláis conmigo, morís por la mano de Gaete; y si habláis conmigo, morís por la mano de las autoridades.

-¡Cruz! exclamó Don Cándido mirando a Doña Marcelina con despavoridos ojos, y cruzando los dos índices de sus manos.

-¡Ah! ¿Cuándo no se ha visto A la beneficencia haciendo ingratos?

-contestó Doña Marcelina con esos dos versos de un poeta español.

-Adiós, señora.

-Deteneos. Sólo la necesidad me obligaba a llegar a la casa del señor Don Daniel; los dioses me han hecho encontraros; ¿me juráis volar a su encuentro para comunicarle la catástrofe que os amenaza a los dos?

-Sí, señora, voy a verlo dentro de una hora. ¿Pero me jura usted, por su parte, no volver a pararme en la calle, páseme lo que me pase?

-¡Lo juro sobre la tumba de mis abuelos! -exclamó Doña Marcelina extendiendo su brazo y ahuecando la voz, cuyos ecos se perdieron bajo las bóvedas de la pequeña portería del convento de las Capuchinas.

Poco después Don Cándido bajaba a largo paso por la calle del Potosí, dobló por la de la Florida; tomó por la de la Victoria, y descendió al Bajo por la plaza del 25 de Mayo, dejando la fortaleza a su derecha.

Eran ya las tres de la tarde; hora en invierno en que los porteños no abandonan jamás su vieja costumbre de salir al sol, sean cualesquiera los sucesos políticos que sus rayos alumbran.

La alameda estaba cuajada de gente. Cinco tiros de cañón disparados por la batería, que desde el principio del bloqueo se había colocado en el Bajo del Retiro, tras el magnífico palacio del señor Laprida, que entonces ocupaba Mr. Slade, cónsul de los Estados Unidos, habían arrebatado de las calles a cuantos las transitaban en aquel momento, y traídolos a averiguar la causa de los cañonazos.

Ella no era otra, sin embargo, que la que daba lugar todos los días a iguales detonaciones; es decir, la aproximación a la costa de alguna ballenera francesa que sondeaba el río, o venía a reconocer algún lugar convenido, donde debía atracar bajo la oscuridad de la noche para recibir emigrados. De esas balleneras, sin embargo, ninguna fue echada a pique por las tres grandes baterías de la costa; y los artilleros de Rosas se contentaban con ver los estragos que hacían los proyectiles en las agitadas olas del gran río.

Esta vez la embarcación francesa sobre quien la batería del Retiro había hecho sus cinco tiros, fuese por jactancia del oficial que la mandaba, o porque para ello traía órdenes, habíase aproximado, a favor de la creciente del río, casi a tiro de fusil de la capitanía del puerto, quedando por consiguiente bajo los tiros de la fortaleza y de la batería del Retiro.

Toda la gente se apiñó sobre las toscas del desembarcadero; el peor de todos los de este mundo, porque no han querido hacerlo bueno.

-Vienen pasados -decían unos.

-¡A degüello con ellos en cuanto bajen! -exclamaba Larrazábal.

-¡El anteojo! -gritaba Ximeno desde las toscas a los oficiales de la capitanía del puerto.

-¡Es desembarco! -gritaban otros.

-Campo, que van a hacer fuego las baterías -decía desde su caballo un socio popular que dominaba con su talla toda la multitud de a pie, de a caballo y de carretas.

La ballenera entretanto arrió de repente su vela tiriana, a doscientas varas de la orilla del agua, y quedó a la capa con sus remos.

Todos estaban en expectación.

Pero no era ella sola el objeto de la mirada universal.

A cincuentas varas de la arena sobresalía del agua la negra y lustrosa superficie de una gran tosca adonde no se podía llegar sin haber atravesado esa distancia, con el agua hasta la pantorrilla cuando menos. Y parado sobre esa especie de isla, el punto más cercano a la ballenera, llamó de improviso la atención de todos un hombre vestido con un largo levitón blanco, con su sombrero en la mano, una caña de la India en la otra; y que indudablemente había atravesado a pie cuarenta varas de agua, sin que nadie lo echase de ver, pues que sólo por el agua se podía llegar a la peña.

Él era, como el lector conoce ya, nuestro Don Cándido Rodríguez, que al salir del convento concibió el proyecto de emigrar aunque fuese en una tina de baño, según él mismo se decía en la larga conversación que trajo consigo mismo.

-Este es tu día, Cándido -se decía sobre la peña-, la providencia te ha traído hasta este lugar. Ea, valor. En cuanto esa embarcación salvadora se aproxime más, corre, precipítate, vuela sobre este río, y ponte bajo la poderosa protección de esa bandera.

El miedo, que es el peor consejero del mundo, inspiraba de ese modo a nuestro desgraciado amigo, que no echaba de ver que a su retaguardia tenía cien o más jinetes federales, que con un par de rebencazos a sus caballos habrían llegado hasta él en dos minutos, al primer paso que diera hacia la embarcación, como sucedió en efecto.

El oficial de la ballenera paseaba su anteojo por aquella multitud de más de mil personas que había sobre el muelle, y todas las miradas se dividían entre él y Don Cándido, cuando el estallido del cañón dio sobre los nervios ese golpe eléctrico que acompaña siempre a la impresión del sonido violento, y cuatro pirámides sucesivas de agua, que se elevaron a pocas varas de la embarcación, arrebataron la mirada de todos, que prorrumpieron luego en un estrepitoso aplauso al tiro de la fortaleza.

En ese momento la ballenera izó su vela, y, como para tomar el viento sur necesitó dirigirse un momento hacia el oeste, todos creyeron que se venía sobre el muelle, y el primero que participó de esta preocupación fue, desgraciadamente, nuestro Don Cándido. Y desplegarse la vela, y bajar de la peña, entrarse al agua, y empezar a andar río adentro con el agua a la pantorrilla, todo fue la obra de un segundo.

Pero no bien acababa de poner sus pies en ese improvisado baño, cuando la ballenera viró de bordo y tomó al este, volando más bien que navegando con la brisa del sur. Y a ese mismo tiempo, mientras Don Cándido abría tamaños ojos y cruzaba sus manos, cuatro caballos levantaban nubes de agua, corriendo a gran galope sobre él.

Don Cándido volvió la cabeza cuando ya estaba rodeado de los cuatro verdaderos federales, en cuyos semblantes no pudo adivinar otra cosa nuestro pobre amigo que su última hora.

-Usted se iba -le dijo uno de ellos alzando sobre la cabeza de Don Cándido el cabo de fierro de un inmenso rebenque.

-No, señor, venía -contestó Don Cándido haciendo maquinalmente profundas reverencias a los jinetes y a los caballos, o más bien, a los caballos y a los jinetes, siguiendo el orden de una rigorosa cronología moral.

-¿Cómo es eso que venía, y se iba usted para adentro del río?

-Sí, mis distinguidos amigos federales; venía de casa del señor gobernador delegado, de quien soy secretario.

-¿Pero usted iba a alcanzar la ballenera? -le interrogó otro.

-No, señor, líbreme Dios de ello; quería acercarme solamente, lo más posible, para ver si la ballenera traía gente de desembarco en el fondo, para volver a avisarlo a los heroicos defensores de la Federación e incitarlos a triunfar o morir por el padre de cuantos hijos tiene Buenos Aires, y por el señor Don Felipe y su respetable familia.

Una grita estrepitosa contra los franceses y en loor de la Federación y de los federales sucedió al discurso de Don Cándido, en la multitud de marineros del puerto y carretilleros que se habían acercado, con el agua a la rodilla, hasta el lugar de aquella escena en que todos esperaron ver un desenlace trágico.

El coronel Crespo, el comandante Ximeno, Larrazábal y todos cuantos estaban sobre la pequeña barranca de la capitanía, no sabiendo lo que pasaba, y queriendo saberlo cuanto antes, dieron tan fuertes gritos e hicieron tan violentas señas a los de a caballo, que uno de estos hizo subir a Don Cándido a la grupa, medio cargado por algunos comedidos entusiastas de los que allí había. Y he aquí que condujeron en triunfo hasta la alameda al impertérrito secretario de Su Excelencia, que se había arrojado al agua para observar el fondo de la ballenera francesa.

Inútil es decir todas las felicitaciones que recibió Don Cándido. Pero no podemos callar que, a pretexto de estar mojado, el maestro de Daniel se despidió muy pronto de sus decididos amigos, y que por una reacción natural en su organización, la debilidad sucedió al coraje artificial con que logró salvarse del peligro que había corrido; y que tuvo que entrar a tomar una taza de café a un hotel inmediato a la capitanía, para poder llegar después a casa de Daniel como pensaba, a echarle en cara las consecuencias que estaba sufriendo, después de la vida política a que lo había arrastrado, y a prevenirle que la vida de los dos estaba expuesta a ser sacrificada en hecatombe, como decía Doña Marcelina.