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Amalia/De cómo Don Felipe Arana explicaba los fenómenos del magnetismo

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De cómo Don Felipe Arana explicaba los fenómenos del magnetismo

No bien atravesó el patio el señor jefe de policía, cuando el cura Gaete, que lo vio por entre los cristales de la puerta del salón, se despidió de las señoras y se fue derecho al gabinete del ministro gobernador, que por un principio de republicanismo recibía a todo el que se entraba hasta él, sin ceremonias ni edecanes.

La cabeza de Medusa, o la aparición del alma de su padre, no habrían producido en nuestro Don Cándido Rodríguez: la impresión que la cara del cura Gaete; pues su espíritu, tan abrumado de impresiones desgraciadas después de algún tiempo, sufrió una revolución tal, que estuvo el hombre por dar vuelta a la silla y ponerse de espalda al gobernador y al cura de la Piedad.

Pero entre el caos de ideas que surgió en su cabeza, de aquella malhadada aparición, adoptó por fin la de bajar la frente hasta tocar con el papel, y escribir con una rapidez asombrosa; aunque, en obsequio de la verdad, es necesario decir que no escribía, sino que rasgueaba sobre el papel.

Don Felipe Arana era amigo de todos los hombres de iglesia; pero con el cura Gaete existía en Don Felipe otro vínculo no menos atrayente, o quizá más atrayente, que el de la amistad y todos cuantos ligan los corazones humanos, por cuanto ese vínculo era el miedo; un miedo abrumador que sentía, tanto por la lengua difamadora de Gaete, cuanto por sus íntimas relaciones con la Mashorca.

Así fue que al verlo entrar salió a su encuentro con las dos manos estiradas, cual si fuese a tropezar con él, más bien que a saludarle. Pues que por un resultado necesario del sistema de Rosas, sus mejores servidores estuvieron siempre temblando recíprocamente unos de otros; y todos juntos, del mismo hombre a quien servían y sostenían.

-¡Qué milagro, padre, qué milagro! -exclamó Don Felipe sentándose a su lado; pero desgraciadamente el cura Gaete vino a quedar frente a frente con Don Cándido.

-Vengo a dos cosas.

-Hable, padre. Sabe que yo soy uno de sus más antiguos amigos.

-Eso lo hemos de ver hoy.

-Hable, hable no más.

-La primera cosa a que vengo, es a felicitarlo.

-Gracias, muchas gracias. ¡Qué quiere usted, todos debemos prestarnos a lo que manda el Señor Gobernador!

-Cabal. Al fin, nosotros nos quedamos aquí mientras él va a darles de firme a esos traidores.

-¿Y la segunda cosa, padre?

-La segunda es una orden que quiero me dé usted para que prendan a unos impíos unitarios que me han ofendido.

-¡Hola!

-Y a toda la Federación.

-¿Sí?

-Y hasta al mismo Restaurador.

-¿También?

-A todos.

-¡Qué insolencia!

-He estado más de diez veces a ver al Gobernador antes de irse, pero no he podido hablarle.

-¡Ha estado tan ocupado estos últimos días!

-Pero Victorica no está ocupado, y sin embargo, no ha querido prender a los que le he dicho, porque dice que no tiene órdenes.

-Pero si es caso extraordinario, debe hacerlo.

-No lo hace porque nunca ha querido hacer nada de lo que yo, o los demás socios, le decimos.

-Sus deberes quizá...

-No, señor, ¡qué deberes, ni qué deberes! No lo hace porque no es tan federal como nosotros.

-Vaya hombre, vaya, calma.

-No quiero calma, no, señor. Y si usted no me da la orden, yo no respondo de lo que puede suceder.

-¿Pero qué es lo que hay? -preguntó Don Felipe, que maldecía el momento en que le había entrado tal visita.

-¿Qué es lo que hay?

-Sí, vamos a ver, que si es cosa que merece la pena...

-Y verá usted si merece. Oigame usted, señor Don Felipe.

-Diga usted, pero con calma.

-Oiga usted: tengo por el barrio de la Residencia unas antiguas amigas mías que me cuidan la ropa. Fui una noche a verlas, hará como dos meses; levanté el picaporte, entré y volví a cerrar la puerta. El zaguán estaba oscuro, y...

Y el cura Gaete se levantó, entrecerró la puerta del gabinete que daba al zaguán, y dirigiéndose a Don Cándido le dijo:

-Venga, paisano; póngase aquí -señalando un lugar cerca de la puerta.

Don Cándido temblaba de pies a cabeza, la palabra se le había atragantado, y perdida la elasticidad de los músculos de su cuello, no volvía la cabeza a ningún lado.

-¡Eh! Con usted hablo -continuó Gaete, venga, hágame el favor de pararse aquí, que no es un perro el que se lo pide.

-Vaya usted, Don Cándido, vaya usted -dijo Arana.

Don Cándido se levanto y marchó, duro y derecho, hasta el lugar que indicaba Gaete, ni más ni menos que como el Convidado de Piedra.

-Bueno, ahí -dijo Gaete. Yo entré, pues, al zaguán que estaba oscuro, y ¡tras!, tropecé con un hombre.

Y Gaete caminó hacia Don Cándido y se dio contra él.

-En el momento saqué mi puñal; este puñal federal, señor Arana -dijo Gaete sacando un gran cuchillo de su cintura-, que me ha dado la patria como a todos sus hijos para defender su santa causa. ¿Quién está ahí?, pregunté, y yo le puse la punta del puñal sobre el pecho.

Y Gaete la puso en efecto sobre el pecho de Don Cándido.

-Me respondió que era un amigo; pero yo, que no entiendo de amigos en zaguanes a oscuras, me le fui encima y lo cacé del pescuezo.

Y Gaete se prendió de la corbata de Don Cándido con su mano izquierda.

Don Cándido fue a hablar, pero se contuvo; pues todo lo que más le importaba era no hablar; y tuvo que resignarse a sufrir en silencio la pantomima de Gaete, jurando en su interior que ese sería el último día de su residencia en Buenos Aires, si tenía la dicha de que no fuese el último de su existencia en el mundo.

Gaete continuó:

-Pero a tiempo que le iba a encajar, se me cayó el cuchillo. Fui a alzarlo, y a tiempo que me agachaba, otro hombre se echa sobre mí y me pone una pistola en la sien; y allí desarmado yo, y con la muerte en la cabeza, se pone a insultarme, y a insultar al Restaurador y a la Federación. Y después de decir cuanto se le vino a la boca, me metieron a la sala entre los dos hombres, me encerraron, porque casualmente las mujeres habían salido, y después se mandaron mudar.

-¡Oh, es una insolencia inaudita! -exclamó Don Felipe.

-¿No se lo decía, pues?

-¿Y quiénes eran?

-Ahí está la cosa. No pude saber nada, porque se habían entrado con llave falsa a esperarme, cuando vieron que las señoras habían salido, pero después he dado con uno; lo he conocido por la voz.

-¿Ha oído usted una cosa más original, señor Don Cándido?

Don Cándido hizo una mueca como diciendo: ¡Asombrosa!

-¿Pero qué tiene usted, hombre? Está usted como un muerto.

Don Cándido llevó la mano a la cabeza y se golpeó la frente.

-¿Ah, le duele a usted la cabeza?

Don Cándido contestó afirmativamente.

-Bien, apunte usted la queja del señor cura Gaete, retírese entonces.

Don Cándido volvió a la mesa y se puso a escribir.

Gaete prosiguió:

-Este suceso casi me costó la vida, porque me levantaba de dormir la siesta después de haber estado de comida con cuatro amigos, y esa noche casi tuve una apoplejía.

-¡Oh, si ha sido una cosa terrible!

-Pero ya he conocido a uno como he dicho a usted, y si nadie me hace justicia, aquí está quien me la ha de hacer -dijo Gaete señalando el lugar de la cintura en que acababa de guardar su cuchillo, bajo un enorme chaleco colorado.

-¿Y quién es?

-No, señor. Déseme la orden de prisión con el nombre en blanco, que yo lo pondré.

-¡Pero hombre!

-Eso es lo que yo quiero.

-¿Acabó usted, señor Don Cándido? -dijo Don Felipe, que no sabía por dónde salir de aquel laberinto.

Don Cándido contestó afirmativamente.

-A ver, léaselo usted al señor cura Gaete.

Don Cándido hesitaba.

-Lea usted, hombre de Dios, lea usted lo que ha escrito.

Don Cándido elevó su pensamiento a Dios, tomó el papel y leyó:

-«Queja elevada al Excelentísimo Señor Gobernador delegado por el muy digno y respetable, esclarecido patriota federal, Reverendo...»

-¡Che! -exclamó Gaete, abriendo tamaños ojos y extendiendo el brazo hacia Don Cándido.

-¿Qué hay? -preguntó Arana.

-Este es el otro.

-¿Quién?

-Éste, éste. Este es el otro del zaguán.

-¿Está usted en su juicio? -exclamó Arana.

-Ya están los dos -dijo Gaete frotándose las manos.

-¡Pero hombre!

-Sí, señor Don Felipe. Éste, éste es el otro.

-¿Yo? ¿Yo querer asesinar al muy digno y respetable cura de la Piedad? -exclamó Don Cándido revistiéndose de una entereza que él habría llamado asombrosa, descomunal, inaudita.

-¡Toma! Hable otro poquito.

-Está usted en error, mi apreciable y estimado señor. El acaloramiento, la irritación...

-¿Cómo se llama usted?

-Cándido Rodríguez para servir a usted y a. toda su respetable familia.

-¿Familia? ¡El mismo! Ya están los dos.

-Señor cura Gaete, siéntese usted -dijo Don Felipe-. Aquí debe haber alguna cosa extraordinaria.

-Claro está, Excelentísimo Señor -dijo Don Cándido, cobrando ánimo-, yo estoy por creer que este respetable cura ha tenido algún sueño sugerido por el enemigo malo.

-¡Yo le he de dar sueño!

-Despacio, señor Gaete. Este señor es un hombre anciano, de cuya probidad y juicio tengo repetidísimas pruebas.

-Sí, está bueno.

-Oiga usted: la palabra sueño que acaba de pronunciar mi secretario me inspira una luminosa idea.

-No entiendo de ideas, señor Don Felipe. Este es uno y el otro es quien yo sé.

-Oiga usted, hombre, oiga usted.

-Vamos a ver, oigo.

-¿Usted comió con unos amigos ese día?

-Sí, señor, comí.

-¿Durmió usted la siesta?

-Dormí la siesta.

-Entonces no sería nada de extraño que todo cuanto usted refiere haya sido una escena de sonambulismo.

-¿Y qué diablos es eso?

-Yo se lo explicaré a usted: el sonambulismo es una cosa descubierta modernamente, no recuerdo por quién. Pero se ha probado que hay muchas personas que conversan dormidas, que se levantan, se visten; montan a caballo, pasean, y todo esto dormidas; que sostienen conversaciones, que ven y hablan con personas que no están delante, y hasta hay algunos que se han batido y dado contra las paredes, creyendo que brigaban con sus enemigos; y a todo esto se le da el nombre de sonambulismo, o magnetismo.

-Dice muy bien el Excelentísimo Señor Gobernador. Y es en Alemania donde se trabaja con más perseverancia por descubrir esos fenómenos íntimos, secretos, misteriosos del espíritu humano. Y es en las dignas personas como la del respetable señor cura Gaete, de temperamento nervioso, ardiente, impresionable, en quienes se obran con más frecuencia esos portentosos prodigios de la Naturaleza. De lo cual la ilustración del Excelentísimo Señor Gobernador deduce con mucha propiedad, que el estimable señor cura Gaete ha pasado por algún momento de sonambulismo.

-¿Usted se quiere jugar conmigo?

-¿Yo, mi respetable señor?

-Señor Don Felipe, ¿usted no es el gobernador delegado?

-Sí, hombre, sí, pero para este caso...

-Para este caso usted me hará justicia, y si no hace prender a ese hombre y a quien yo sé, yo me voy mañana a Santos Lugares a poner la queja al Restaurador.

-Haga usted lo que quiera, pero yo no puedo hacer prender a nadie sin orden de su Excelencia.

-¿Ni a este hombre tampoco?

-Menos. Déme usted pruebas, señor Gaete, pruebas.

-Pero si es el mismo.

-¿Lo vio usted?

-No, pero lo oí.

-Sueño, sonambulismo, mi querido señor -dijo Don Cándido.

-Yo lo he de hacer dormir a usted, pero por toda la vida.

-¡Pero, señor Gaete, un sacerdote! -dijo Arana-, ¡un hombre de las condiciones de usted, hacer así acusaciones sin pruebas; querer así distraer la atención del gobierno en momentos en que todos estamos ocupadísimos con la invasión del cabecilla Lavalle!

-¿Sí? Pues yo también estoy ocupadísimo con la invasión que me hizo este hombre y su compañero.

-No ha sido este hombre, no puede ser, no fue.

-Él fue, señor ministro Arana.

-No fui yo, señor cura de la Piedad -dijo Don Cándido alzando la voz por primera vez, al verse bajo la poderosa protección del gobernador delegado.

-Usted fue, en su cara se lo digo.

-No.

-Usted.

-Repito que no; y protesto una y tres veces contra la ofensa que me hace el poder eclesiástico, gratuita, humillante y calumniosa.

-Despacio, paz, paz -dijo Don Felipe.

-En la calle le he de decir yo que me alce la voz -continuó Gaete, echando una mirada aterradora a Don Cándido.

-No acepto ese desafío, pero nos mediremos cuerpo a cuerpo en el campo de los tribunales.

-¡Paz, por amor de Dios, Paz! -exclamaba Don Felipe.

-Señor ministro, yo me voy, y he de ver al Señor Gobernador.

-Haga usted lo que quiera.

-Hasta más ver, señor mío -dijo Gaete mirando a Don Cándido y dando la mano a Don Felipe.

-Vaya usted, hombre sonámbulo.

-Sondiablo lo he de hacer yo a usted.

-Vaya usted, visionario.

-A que...

-Vamos, retírese, padre, retírese.

Y empujando suavemente a Gaete lo sacó Don Felipe fuera del gabinete, mientras Don Cándido no cabía dentro de su levitón blanco, después del heroísmo con que acababa de portarse.

-Ese hombre es un energúmeno, Excelentísimo Señor -dijo Don Cándido al ver entrar a Don Felipe-. Doy a Vuecelencia las más rendidas gracias, Excelentísimo Señor, por la noble y justísima defensa con que ha honrado la causa del más leal y sumiso de sus servidores.

-¡Qué! ¿Sabe lo que hay en plata, Don Cándido?

-El talento innato, profundo y cultivado de Vuecelencia me ilustrará.

-Lo que hay en plata es, que este cura Gaete, que no es tan metódico como debiera serlo, tomó demasiado vino con los amigos a que se ha referido, y después tuvo alguna pelotera por ahí; no se acuerda con quién se peleó, y se le ha puesto que es usted.

-¡Oh, cómo admiro y venero el talento de Vuecelencia, que encuentra siempre y con tanta facilidad las causas ocultas de los fenómenos visibles!

-El hábito, mi amigo, el hábito de tratar con tanta gente.

-No; el talento, el genio.

-Algo puede haber de eso, pero no tanto como me atribuyen -dijo Don Felipe bajando humildemente los ojos.

-¡Justicia al mérito!

Además, estamos en una época de tolerancia y de olvido con los errores pasados, y yo quiero que mi gobierno delegado sea inspirado por una política de fina benevolencia para con todos. Mañana pueden quizá cambiar los acontecimientos, y yo quiero que se recuerde con placer el programa de mi pasajero gobierno.

-¡Sublime programa!

-Cristiano, que es lo que yo quiero que sea. Pero ahora es preciso que se vaya usted a ver las monjitas y haga lo que le encargué.

-¿Ahora mismo?

-Sí, no se debe perder tiempo.

-¿Y no cree Vuecelencia que este cura desnaturalizado me está esperando en la bocacalle?

-No lo creo porque sería un grande desacato. Pero en todo caso tome usted sus precauciones.

-¡Oh, las tomaré! Mis ojos se multiplicarán, no tenga cuidado Vuecelencia.

-No quiero que haya sangre.

-¡Sangre! Yo le juro a Vuecelencia que haré todo cuanto de mí dependa para que no corra una gota.

-Bien, eso es lo que yo quiero. Váyase usted a ver las monjas, y vuelva a la noche.

-¿A la noche?

-Sí.

-Es la hora del crimen, Excelentísimo Señor.

-No, no ha de haber nada, vaya no más, que me voy a recostar un rato, antes que Pascualita haga poner la comida.