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Amalia/De cuarenta, sólo diez

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De cuarenta, sólo diez

En la noche siguiente a aquella en que la policía federal comenzó a hacer de las suyas en la Casa Sola, y en que Luisa recibió por premio de su oración una inspiración que salvó a todos, varios hombres se habían ido reuniendo desde las ocho de la noche en un largo almacén de efectos por mayor, contiguo a una hermosa casa de altos que dominaba casi toda la calle de la Universidad.

Los que llegaban llamaban de un modo especial, y la puerta del almacén se abría para cerrarse en el acto.

Apenas allá en el fondo se distinguía la débil claridad de una luz, colocada tras una pila de cajones de vino y en redor de la cual iban juntándose los que llegaban. Y a pesar de la distancia que mediaba entre la calle y el fondo del almacén, en que se hallaban, la conversación, aunque animada, se sostenía, sin embargo, en voz baja. Pero esta precaución se explicaba por la circunstancia de que la casa de altos, a que pertenecía el almacén, y con la cual se comunicaba por una puerta al patio, era habitada en esa época por una familia federal. Pero lo que sí sorprendía, era ver que habían quitado de la parte interior de la puerta los efectos que había amontonados contra ella y desclavado una gruesa tabla que cruzaba las hojas, y, por último, llamaba la atención, más que todo cuanto se ha descrito, una hilera de fusiles, puesta cerca de la puerta del patio, entre unos barriles de vino y la pared.

Todo este aparato, en aquel lugar, bajo tal misterio, a semejantes horas y en aquellos tiempos, era más que suficiente para que la muerte se dejara de andar revolviendo los cabellos de cuantas cabezas allí había.

-Las diez -dijo uno, acercando su reloj a la vela de sebo que ardía sobre un candelero de metal, puesto en el suelo.

-Mejor -repuso otro, levantándose y dando algunos pasos.

-Sí, cierto -agregó un tercero-, si no hubiera nada, ya lo sabríamos a estas horas.

-Yo creo que la entrada no será hasta la madrugada -observó otro levantándose también, pues que todos estaban sentados sobre cajones de vino, en redor de la vela.

-Pero, ¿cómo es que no vienen los demás?

-Pero es que no sabemos cuántos somos.

-¿Te lo ha dicho Belgrano?

-No.

-Tampoco me ha dicho Bello el número de los que debíamos reunirnos.

-¿Y qué importa el número?

-¡Toma si importa! ¿Cree usted que con los que estamos aquí podemos hacer gran cosa? -repuso el que allí parecía el mayor de todos, no obstante que apenas representaba treinta y cinco años; teniendo en toda su figura un no sé qué de aire militar.

-Yo sé lo que ha de ser -dijo otro.

-¿Qué? -preguntaron varios.

-Que Bello y Belgrano han de haber señalado varios puntos de reunión en esta misma manzana, o en la misma cuadra, tal vez; y concertado la seña para el momento en que nos hagamos dueños de esta casa, y nos subamos a la azotea como a casa nuestra, a pesar de los gritos que quieran dar sus dueños, si es que los federales tienen fuerzas para gritar dentro de algunas horas.

-Eso parece una explicación -repuso el personaje de aire marcial-. Porque -continuó- no es que con diez o doce hombres no podamos apagar los fuegos de todas las azoteas de esta calle, desde el lugar en que nos vamos a colocar, en caso que haya quien quiera hacer fuego sobre Lavalle, sino que si tenemos que salir a operar fuera de aquí, por cualquier accidente, entonces no bastan los que somos.

-Yo, por ejemplo, haya o no combate, me voy, con cuatro más que ya estamos convenidos, en cuanto pase la fuerza por esta calle.

-¿Ve usted? Ya quedamos menos. ¿Y dónde diablos va usted?

-A casa de Rosas.

-¿Quiere usted prender a Manuela?

-No, por el contrario, trataría de defenderla si alguien quisiera insultarla.

-Y yo también.

-Y yo -dijeron algunos jóvenes.

-¿Pero entonces qué quiere usted hacer con la casa de Rosas? -repuso aquél, el más grave de todos-, ¿cree usted que los rosinos se irán a esconder allí?

-No, no creo tal zoncería.

-¿Y entonces?

-Los papeles.

-¡Ah!

-Los papeles; eso es lo que yo quiero.

-Muy buen provecho le hagan a usted, amiguito mío; pero me parece que ellos, y la carabina de Ambrosio, han de valer lo mismo.

-Para los militares, puede ser; para los escritores, no -contestó el joven de los papeles algo picado.

-¡Pues! Y como vamos a deber a los escritores la caída de Rosas, justo es que ellos continúen la obra -repuso con aire burlón el que lo tenía de militar.

-Puede ser que no se equivoque usted.

-¡Por supuesto, un cañonazo de gacetas haría un estrago terrible en el campamento de Rosas!

-Eso ya es personal, caballero.

-Pero, señores, por amor de Dios -dijo otro que no había hablado todavía-; ¿es posible que no podamos estar juntos cuatro argentinos, sin que nos pongamos en anarquía? ¿Todavía no hemos vencido a Rosas, y ya nos ponemos a disputar sobre si el elemento militar ha sido más poderoso, para derrocarlo, que la propaganda literaria?

-Es que...

Un golpe en la puerta interrumpió la respuesta, y llamó la atención de todos, mientras se fue a abrir, porque se había llamado del modo convenido.

Un instante después, Daniel y Eduardo estaban rodeados de los diez personajes que allí había.

Los dos jóvenes venían de poncho, y con grandes divisas federales en el sombrero. Pero ambos, y más especialmente Daniel, tenían en su rostro una expresión de dolor y de despecho, marcada por el pincel de la Naturaleza, con toda la verdad y la elocuencia de sus obras maestras. Se leía, puede decirse, en la cara de aquellos jóvenes todo cuanto pasaba en su alma en ese instante. Y tanto, que el presunto invasor a los papeles de Rosas no pudo contenerse y les dijo:

-La cara de cada uno de ustedes es un boletín de Rosas, en que nos da cuenta de la derrota de Lavalle.

-No -contestó Daniel-. No, Lavalle no ha sido derrotado. Es más que esto.

-¡Diablo! El más no se me había ocurrido hasta ahora -repuso otro.

-Y, sin embargo, así es -replicó Daniel.

-Pero explicaos, con mil santos -exclamó el defensor de los militares.

-Nada más fácil, amigo mío -contestó Daniel, y prosiguió- Lavalle ha emprendido su retirada a las seis de la tarde de hoy, desde Merlo. Y a mi juicio esto importa la derrota de nuestra causa por muchos años, cosa que es de más importancia, sin duda, que la derrota de un ejército.

Un largo silencio sucedió a aquella declaración. Un frío glacial heló la sangre en el corazón de todos. Esa noticia era precisamente la que menos se esperaba.

Eduardo rompió el silencio.

-Sin embargo -dijo-, Bello no ha dicho todo. Es cierto que Lavalle ha contramarchado. Pero entiendo, según las mismas noticias de Daniel, que va a dar un golpe a López, que le está incomodando su retaguardia, para volver después, libre de ese inconveniente, a operar sobre Rosas.

-Claro está -repuso otro-. Ahora ya entiendo. Quiere decir que todo el susto que nos ha dado Bello no tiene más fundamento que la demora del triunfo por algunos días.

-Indudable -dijeron todos.

-Cierto.

-Pensad como gustéis, señores -replicó Daniel-. Para mí esto es concluido. La empresa del general Lavalle, para tener éxito, debía obrar, más sobre la moral, que sobre la fuerza material de Rosas. El momento se ha perdido. La reacción del espíritu vendrá en el numeroso Partido federal, y repuesto de su primera impresión, será diez veces más fuerte que nosotros. Dentro de dos horas, en este momento mismo, el general Lavalle podía tomar a Buenos Aires. Mañana ya será impotente. López lo sacará de la provincia. Y entretanto, Rosas levantará otro ejército sobre su retaguardia.

-¿Pero cómo se sabe su retirada? -preguntó uno.

-¿Me creéis, o no? Si me creéis, evitad preguntas cuya respuesta a nada conducirá -contestó Daniel con sequedad-; básteos saber que hoy, 6 de setiembre, ha emprendido su retirada, después de haber llegado hasta Merlo; y que la retirada la he recibido hace media hora.

-Bien, es preciso comunicársela a los otros.

-¿A cuáles otros? -preguntó Eduardo.

-¡Pues qué! ¿No hay en el barrio alguna otra reunión de nuestros amigos?

Daniel se sonrió de un modo cruel, puede decirse, pues que la ironía y el desprecio se dibujaron en su expresivo rostro.

-No, señores -contestó-, no hay más reunión que la presente. Hace quince días que tuve la palabra de cuarenta hombres para este caso. Después se me redujo a treinta. Ayer a veinte. Ahora os cuento y no hallo sino diez. ¿Y sabéis lo que es esto? La filosofía de la dictadura de Rosas. Nuestros hábitos de desunión, en la parte más culta de la sociedad; nuestra falta de asociación en todo y para todo; nuestra vida de individualismo; nuestra apatía; nuestro abandono; nuestro egoísmo; nuestra ignorancia sobre lo que importa la fuerza colectiva de los hombres, nos conserva a Rosas en el poder, y hará que mañana corte en de tal la cabeza de todos nosotros, sin que haya cuatro hombres que se den la mano para protegerse recíprocamente. Será siempre mentira la libertad; mentira la justicia; mentira la dignidad humana; y el progreso y la civilización, mentiras también, allí donde los hombres no liguen su pensamiento y su voluntad para hacerse todos solidarios del mal de cada uno, para congratularse todos del bien de cada uno, para vivir todos, en fin, en la libertad y en los derechos de cada uno. Pero donde no hay veinte hombres que unan su vida y su destino el día en que se juega la libertad y la suerte de su patria, la libertad y la suerte de ellos mismos, allí debe haber por fuerza un gobierno como el de Rosas, y allí está bien y en su lugar ese gobierno... Gracias, amigos míos, honrosas excepciones de nuestra raquítica generación, que tiene de sus padres todos los defectos sin ninguna de las virtudes. Gracias otra vez. Ahora ya no hay patria para mañana, como la esperábamos. Pero es preciso que la haya para dentro de un año, de dos, de diez, ¡quién sabe! Es preciso que haya patria para nuestros hijos siquiera. Y para esto, tenemos desde hoy que comenzar bajo otro programa de trabajo incesante, fatigoso, de resultados lentos, pero que darán su fruto con el tiempo. El trabajo de la emigración. El trabajo de la propaganda en todas partes, a todas horas, sin descanso. El trabajo del sable en los movimientos militantes. El trabajo de la palabra y de la pluma donde haya cuatro hombres que nos escuchen en el exterior, porque alguna de esas palabras ha de venir a la patria en el aire, en la luz, en la ola. Mi presencia todavía es necesaria en Buenos Aires por algunas semanas; pero la vuestra, no. Hasta ahora he tratado de ser el dique de la emigración. Ahora la escena ha cambiado, y seré su puente. Al extranjero, pues. Pero siempre rondando las puertas de la patria. Siempre golpeando en ellas. Siempre haciendo sentir al bárbaro que la libertad aún tiene un eco; teniéndolo siempre en lucha para gastarle su fuerza, sus medios, su terror mismo. He ahí nuestro programa por muchos años. Es un combate de sangre, de espíritu, de vida, al que vamos a entrar. Aquel que sobreviva de nosotros, cuando la libertad sea conquistada, enseñe a nuestros hijos que esa libertad durará poco, si la sociedad no es un solo hombre para defenderla, ni tendrán patria, libertad, ni leyes, ni religión, ni virtud pública, mientras el espíritu de asociación no mate al. cáncer del individualismo, que ha hecho y hace la desgracia de nuestra generación. Abracémonos y despidámonos hasta el extranjero.

Las lágrimas corrían por el semblante de todos, pocos momentos antes tan llenos de esperanzas y sueños de libertad y triunfo, y un momento después sólo quedaba en aquel lugar de tan tristísimo desengaño el encargado de cerrar las puertas y guardar las armas.

Al cerrar este capítulo, en que la novela ha sido una verdadera historia; pues que tal reunión tuvo lugar en efecto en la noche del 6 de setiembre de 1840, con algunos de los incidentes que se han referido, queremos apoyar las palabras del héroe del romance sobre su gran tema de asociación, con lo que existe en Inglaterra en un solo ramo de las asociaciones inglesas; en ese imperio cuyo poder y grandeza no tiene otra base que la asociación en todo y para todo.

Sólo con espíritu y tendencias religiosas y humanitarias, existen en Inglaterra las siguientes sociedades:

Sociedad para preservar la vida de los hombres contra toda clase de accidentes, el agua, el fuego, etc. Sociedad para garantir del incendio las vidas de las personas sorprendidas por esta calamidad. Sociedad para recoger los náufragos. Sociedad para prevenir los malos tratamientos a los animales, brutalidades que hacen feroces a los hombres, y que hacen a los animales, nuestros auxiliares en la vida, un suplicio de los servicios que nos prestan. Sociedad de mejora de la suerte de los labradores. Sociedad para propagar la instrucción en las clases industriosas. Sociedad para mejorar el estado sanitario del pueblo en la capital. Sociedad para inspirar el gusto del aseo al pueblo, abriéndole en los cuarteles populosos y pobres, casas de baños gratuitos, o casi gratuitos, con lavanderías, secadores calientes, en donde la mujer indiferente, y el hombre sin ropa blanca de remuda, pueden por dos sueldos bañarse en agua tibia, lavar, secar su ropa o la de su familia. Sociedad para facilitar a los obreros y a los mercaderes de menudeo los medios de cerrar temprano sus talleres o sus bodegones, y pasar la prima noche entretenidos en lecturas sanas, y entretenimientos domésticos útiles a sus costumbres y a su salud. Sociedad de templanza para prevenir en el pueblo el abuso de los licores embriagantes, y suprimir así la miseria y el embrutecimiento, consecuencia de la borrachera. Los miembros de esta sociedad, para dar el ejemplo al pueblo, se abstienen ellos mismos de vino y de cerveza, sujetándose a privaciones que sólo el sentimiento religioso puede explicar. Sociedad para la extinción del vicio, fundada por Wilberforce, el emancipador de los negros. Gasta sumas considerables para la propagación por la prensa de la moral y del sentimiento religioso en las clases pobres o ricas de la Gran Bretaña. Sociedad para la tutela moral y religiosa de los hijos de los sentenciados y de las mujeres perdidas. Sociedad con un inmenso capital para la educación, mantenimiento y colocación de los hijos legítimos. Sociedad para recoger las mujeres enfermas o desechadas de las casas sospechosas. Sociedad para la conversión de las prostitutas. Sociedad para el asilo de mujeres que, habiendo cometido faltas, quieren volver a la mejor vida y a prácticas religiosas. Sociedad para ofrecer refugio a mujeres o niñas expuestas, por su edad y su escasez, a las tentaciones del vicio. Sociedad para la supresión de las casas infames. Sociedad para suministrar un hogar y trabajo a las mujeres virtuosas, y a los sirvientes sin colocación. Sociedad para enseñar su religión y un oficio a las mujeres arrepentidas. Sociedad para la protección gratuita por las leyes de las mujeres perseguidas o maltratadas por los que tienen autoridad sobre ellas, y que abusan. Sociedad de aprendizaje gratuito para los presos jóvenes castigados por delitos correccionales. Sociedad para la extinción del crimen por medio de la instrucción y de la propiedad, propagadas en las clases más habitualmente criminales. Sociedad para la reforma de las prisiones, y la construcción por suscripción de prisiones correctivas y casas de trabajo. Cinco o seis sociedades para la reforma de las costumbres de las mujeres presas. Sociedad para apoderarse, a la expiración de la condena, de las personas castigadas por una primera falta, a fin de impedir las reincidencias, y ponerlas en el camino de las buenas costumbres y del trabajo. Sociedad para prevenir la mendicidad por medio de socorros inmediatos y continuos a domicilio. Sociedad para visitar regularmente las familias menesterosas de cada parroquia o de cada barrio. Sociedad de informe para ilustrar la caridad privada sobre las personas que por medio de cartas solicitan limosnas. Sociedad para abrir asilo de noche a los individuos que se encuentran desprovistos de alojamiento y de fuego durante el invierno. Sociedad para establecer dormitorios y cocinas económicas, para los obreros que momentáneamente se hallan sin hogar. Sociedad para suministrar a las familias pobres de obreros el pan y el carbón a precio más bajo y sin ganancia para el vendedor al menudeo, en todos los barrios de Londres. Sociedad de servicio de sopa sustanciosa para los que mueren de hambre. Sociedad para buscar y visitar a todos los extranjeros de cualquiera religión que sean, y a cualquier país que pertenezcan, para socorrerlos en su abandono. Sociedad para leer al pueblo la santa escritura. Para las viudas sin apoyo y sin recursos. Para los presos por deudas. Para los marineros estropeados o inválidos, etc., como cien sociedades más.