Amalia/El traje de boda
El traje de boda
Era el 5 de octubre.
La ciudad, pintada toda de colorado, estaba vestida de banderas: invención del dictador para cada festejo federal. Ese día era el aniversario de un dolor de muelas que le privó, el año de 1820, entrar a la plaza con el cuerpo de milicia que mandaba en el ejército del general Rodríguez; y que Rosas festejaba, sin embargo, como un gran hecho militar el que su cuerpo se hubiese batido sin él.
Pero dejemos la ciudad un momento; y desde la barranca de Balcarce, antes de descender contemplemos la naturaleza un momento también.
La luz es un océano de oro en el espacio.
El firmamento está trasparente como la inocencia.
El aire es suave y acariciador como el aliento de una madre.
Los prados están risueños y matizados con todos los colores, bajo la luz clarísima que los baña: es el manto de la esperanza extendido sobre la tierra, con toda su riqueza, con todos sus caprichos, como el cendal de las ilusiones, sobre el alma enamorada de la mujer en su primera vida.
Todo allí es bello, suave y amoroso; es el contraste vivo de la naturaleza moral de la ciudad vecina.
Pero bajemos.
Hay una cosa más bella y amorosa todavía. Hay un contraste más vivo y más latente; una mistificación de la fortuna o de la desgracia; o mas bien, una bellísima ironía de cuanto está sucediendo en esos momentos: Amalia.
Amalia mintiendo felicidad, sin creerla ella misma.
Amalia bella como nunca. Apasionada como el alma del poeta. Tierna como la tórtola en su nido. Derramando una lágrima del corazón sobre su propia felicidad, y feliz con su llanto. Misterio de Dios y del destino. Presa disputada por la desgracia y por la dicha, por la vida y la muerte.
Entremos.
El salón de la encantada quinta ha recobrado su elegancia y su brillo. La luz del sol, bañando, amortiguada por las celosías y cortinas, el lujo de los tapices y los muebles; las nubes de ámbar que exhalaban las rosas y violetas entre canastas de filigrana, jacintos y alelíes entre pequeñas copas de porcelana dorada, y el silencio interrumpido apenas por el murmullo cercano del viento entre los árboles, todo hacía el salón de Amalia una mansión, al parecer destinada a las citas del amor, de la poesía y la elegancia.
Allí no estaba la diosa de aquella gruta. Con su cabello destrenzado pero rodeando en desorden su espléndida cabeza, vestida con un batón de merino azul oscuro con guarniciones de terciopelo negro, sujeto a su cintura por un cordón de seda, que hacía traición al seno de alabastro, y al pequeño pie, oculto entre unas chinelas colchadas de raso negro, la joven estaba en su tocador, con su pequeña Luisa. Y estaba allí entre un mundo de encajes, de riquísimas telas y de trajes extendidos, unos sobre los sofás, otros sobra las sillas, y otros colgados en los espejos de los roperos.
Bella siempre, bella de todos modos, su fisonomía estaba más animada que de costumbre. El cabello de sus sienes levantado, la naturaleza parecía hacer alarde de las perfecciones de aquella cabeza, de quien la imaginación no halla modelo sino en las imágenes bíblicas. Sus ojos, que parecían siempre alumbrados por una luz celestial, que se escurría por la sombra aterciopelada de sus pestañas, como el primer rayo del alba por las sombras que aún bordan el oriente, participaban también de la animación de su rostro.
Todo era extraño en ella.
En el momento en que nos acercamos estaba parada delante a uno de sus guardarropas, en cuya puerta de espejo había colgado un magnífico vestido de blondas, con lazos de ancha cinta, blanca también, a la cintura y a las mangas.
Lo miraba. Tomaba la halda con sus dedos de rosa, y la alzaba un poco, como examinando mejor aquella nube, aquel vapor de un precio y de un gusto inestimables; mientras que la niña seguía todos sus movimientos tocando y examinando también cuanto miraba y tocaba su señora.
-Este, Luisa. Este es el más elegante -dijo al fin Amalia mirando por todos lados el precioso vestido.
-Sí, yo creo que sí, señora. ¿Quiere usted probárselo?
-Sí, pues. Dame un viso -y al pedir esto, desató el cordón de seda de su cintura y se quitó el batón, descubriendo sus hombros y sus brazos, como tentaciones del amor, como prodigios de un artífice que debió enamorarse de su propia obra.
En dos minutos un crujiente viso de raso blanco cubría aquellas formas encantadoras, y era prendido sin dificultad a su leve cintura por las manos de la graciosa Luisa.
-El vestido ahora -dijo Amalia pasando ligera como una fantasía a pararse enfrente de un espejo de siete pies de altura, colocado en el suelo; y el vestido pasó luego por su cabeza como una blanca nube abrillantada por el sol. Y era una verdadera diosa entre una nube, cuando los encajes cayeron sobre sus brazos y su seno, y el transparente traje se dilató sobre el viso de joyante seda.
Una vez prendido a su cintura, Amalia ya no era Amalia, era una joven enamorada de las puerilidades del lujo y del buen gusto. Se miraba, se oprimía la cintura con sus manos, daba vueltas su preciosa cabeza para mirar su espalda en el grande espejo, o se colocaba entre los dos de sus roperos.
Luisa, entretanto, tocaba el vestido, lo englobaba, y sus ojos estaban en un movimiento continuo, de la cintura al pie de su señora, de la cintura a los hombros, de los hombros al rostro.
-¡Magnífico, señora, magnífico! exclamó al fin la niña, separándose algunos pasos como para verla de más lejos.
Pero, de repente, Amalia meneó su cabeza, hizo un gesto con sus labios, y dijo:
-No; no me gusta.
-Pero, señora...
-No; no me gusta, Luisa. Este es más bien un vestido de baile. Además, está corto de talle.
-No, señora, al contrario, está largo.
-Y grande de cintura.
-Le mudaré los broches en un momento.
-No; no me gusta. Despréndelo.
-Pues, señora, no hay otro más lindo -dijo Luisa desprendiendo el vestido.
-No importa, pero habrá otro más a mi gusto.
-Va usted a elegir el peor.
-No importa; déjame. Esto es un delirio como otro cualquiera, y hoy quiero tenerlo por la primera vez de mi vida, y sin duda, por la última.
-¡Válgame Dios, señora, siempre pensando cosas tristes! Verá usted como en Montevideo va a todos los bailes, al teatro, a todas partes, y hemos de tener todos los días que hacer lo mismo que hoy -repuso Luisa, colocando el vestido sobre una silla.
-No, Luisa, me basta con hoy. Hoy por todos los días de mi vida. Dame aquel otro vestido.
Y Luisa tomó de sobre un sofá un traje de moaré blanco, con tres guarniciones de fleco, formado del mismo género, con anchos encajes de Inglaterra en el pecho y las mangas; tela de los más ricos tejidos de Francia, y de un valor mayor aún que el vestido de blondas.
Este traje, más regio, y más ajustado al seno y a los hombros, dibujaba con más coquetería las formas encantadoras de Amalia, y mereció los honores de la contemplación por más largo rato que el primero.
Pero después, el mismo movimiento de cabeza y el mismo gestito le dieron su pase, con satisfacción de Luisa, que no pudo menos de decir:
-Ve usted, señora; si no hay otro como el de encajes.
-No, Luisa; ninguno de los dos.
-Mire usted, señora, yo estoy segura que él querría ver a usted con el primero.
-Me verá alguna vez, pero no hoy.
-Hoy, hoy.
-¿Y por qué?
-Porque es el más rico.
-¡Bah!
-Y porque es el que mejor le sienta.
-Eso es lo que no creo; y si lo creyese...
-¿Qué, señora?
-Me lo pondría.
-Pues ése es.
-Me lo pondría, porque hoy es la primera vez de mi vida que tengo la vanidad de querer estar bien, muy bien, Luisa.
-¿Nada más que muy bien?
-Y...
-¿Y?
-Y muy linda -dijo Amalia poniendo sus manos sobre la cabeza de Luisa, cubriéndose de carmín sus mejilllas, pasando relámpagos de sonrisa por sus labios, radiante de felicidad, y abochornada de su confesión.
-¿Y cuándo no lo está usted, señora? -dijo la niña tomándola las manos.
-Nunca.
-Siempre.
-Pero hoy quiero estarlo, Luisa, para él, para él solo. Es el día de su destino y del mío. ¡El día de nuestra felicidad y de nuestra separación! ¡De nuestra separación, Dios mío! -exclamó Amalia, cubriéndose los ojos con sus manos.
-Pero separación de ocho o quince días, señora. Vamos, si usted va a llorar como esta mañana cuando se despertó, va usted a estar muy mal para la noche.
-No, no, Luisa, no es nada -exclamó Amalia abriendo sus magníficos ojos y sacudiendo su cabeza, como para despejarla de las ideas que acababan de cruzar por ella-, no es nada; dame otro vestido.
-¿Cuál?
-Aquél.
-¿El del sofá?
-Sí.
-¡Ah! También es muy lindo; pero como el de encajes, no.
-¿Volvemos?
-Hasta la noche le he de estar a usted diciendo que es el mejor.
-Eres porfiada, Luisa.
-Ya se ve que lo soy, pero es cuando yo sé que hago bien. Y verá usted, yo se lo he de contar mañana al señor Don Eduardo, y...
-¿Mañana?
-¡Ah, sí, es verdad!
-Mañana cuando salga el sol ya estaremos separados.
-Pero, señora, ¿y no sería mejor que esperase unos días a ver si esto pasa?
-No, Luisa, ni un minuto más. Por su viaje he anticipado todo, he preparado todo en mi alma, en mis aprensiones, y afronto hasta la profanación que se hace hablando de felicidad, en estos momentos de duelo y sangre para tantos. Que parta hoy mismo. Es a esa condición que me caso. Yo iré después, cuando sea posible salir de este sepulcro de vivos.
-¡Ah, qué día, aquel que estemos todos juntos en Montevideo!
-Sí, en Montevideo -dijo Amalia doblando su cintura para que Luisa le prendiese el nuevo traje.
-Vea usted -prosiguió Luisa- cómo se ha puesto buena la madre de Doña Florencia, en tan pocos días.
-¡Oh, cuán contentas estarán pasado mañana!
-Pero aquí... vea usted, señora, ni los pajaritos cantan -y Luisa señalaba con su manecita las jaulas doradas de los jilgueros de Amalia, que habían vuelto a su primera colocación después que se dejó la Casa Sola y se volvió a Barracas.
-¡Sí! ¿Has notado, Luisa? ¡Los pájaros no han cantado hoy! -exclamó Amalia volviendo súbitamente sus ojos a las jaulas, y como fijándose en una circunstancia que no había recordado.
-¡Válgame Dios! ¡Para qué le diría a usted tal cosa!
-Sí, bien... hablemos del traje... Hoy no quiero creer otra cosa sino que soy feliz... ¿Te parece bien, Luisa?
-Espléndido, señora; pero no como el de encajes.
-¿Ves? Éste, éste es el que elijo.
-Y tiene usted razón. Después del de encajes no hay otro como éste -y Luisa se iba hasta el fin del tocador para ver de lejos a Amalia que se miraba, ora en el grande espejo, ora entre los dos de sus roperos, no mintiendo en su rostro la satisfacción que sentía al haber hallado el traje que buscaba, y con el cual se presentará al lector algunas horas más tarde.
-Este, sin duda. Despréndelo, Luisa, pero con cuidado.
-Está ya, señora.
-Ahora otra cosa, Luisa -prosiguió Amalia volviendo a ponerse su batón de merino.
-Ahora veremos las alhajas, ¿no, señora?
-No, Luisa, alhajas, no.
-¿Pero un collar, siquiera?
-No, en este acto no se ponen alhajas, Luisa.
-Pues, señora; yo si me caso alguna vez, y tengo tan lindas cosas como usted...
-No te las pondrás. Anda a la sala y tráeme todas las rosas.
Un minuto después volvía Luisa con la canasta de rosas que vimos al entrar a la sala.
Las flores eran el encanto, el tesoro de Amalia. Y cuando tomó en sus manos la canasta y aspiró una rosa que recién se abría, sus ojos se entrecerraron, empalideció su semblante, y palpitó su seno: era que el aroma de la flor estimulaba al aroma poético de su alma, y aquella organización sensible y armoniosa languidecía de placer y de amor al aspirar la fresca y purísima esencia de la rosa.
Puso luego el canastillo de filigrana sobre sus faldas y a medida que tomaba y aspiraba y examinaba las rosas, una mezcla de porvenir y de pasado, de felicidad y de melancolía, conmovía su corazón, sin duda, pues que su rostro, antes radiante, había vuelto súbitamente a su habitual expresión de dulcísima tristeza.
Las flores, como el campo, el mar y la luz en las horas crepusculares, ejercen sobre las almas poéticas y sensibles una influencia que se escapa al mecanismo de los sentidos, que el alma misma no se la puede definir, pero que la siente y se avasalla ante ella. Es la religión verdadera de Dios, ejercida en el templo de la Naturaleza, por el sacerdocio del corazón humano.
Al fin Amalia pareció contenta de una de las rosas en que escogía, y la colocó en una copa de cristal dorado, sobre el mármol de su elegante tocador.
-Ahí están mis diamantes, Luisa -dijo al colocar la rosa.
Pero en este instante, fuese por el demasiado diámetro del vaso, o por la demasiada inclinación de la flor, ésta cayó sobre el mármol, y del mármol rodó al suelo.
Amalia se inclinó con rapidez para alzarla; pero más rápida todavía cruzó una sombra por su imaginación.
-¡Es singular! -dijo volviendo a colocar la rosa-, dos veces me ha sucedido esto, y las dos con una rosa blanca: el día en que le di mi corazón, y el día en que voy a darle mi mano... Pero... veamos otra cosa, Luisa -dijo aquella mujer que sostenía visiblemente una lucha tenaz en ese día con sus preocupaciones y su espíritu; y ella misma tomó un cartón de sus roperos; se acercó a un sofá, y vació sobre él varios juegos de botines y zapatos que hacía traer expresamente de París, todos de una delicadeza dignos de la preciosa obra de la Naturaleza a que estaban destinados. Escogió unos botines delicadísimos que parecían cortados para una niña de doce años; y luego de separar algunos otros objetos destinados a su traje de boda, se acercó a sus pájaros, como arrepentida de haber estado tanto tiempo cerca de ellos sin tributarles una caricia.
Al acercarse y mover sus dedos entre los alambres dorados, uno de los jilgueros hizo vibrar una nota en su poderosa garganta, con un acento extraño, parecido más bien a un gemido que a las modulaciones naturales de esos coristas de la Naturaleza.
Amalia se impresionó visiblemente, y en vano agitaba sus manos y movía las jaulas, acción a que sus pájaros correspondían siempre con su canto; en vano. Los jilgueros saltaban por todos los círculos de alambre, pero sin cantar, y perezosos.
-¿Qué tienen los pajaritos, señora? -preguntó Luisa sorprendida de lo que veía por primera vez.
-¡Están tristes! -contestó Amalia dando vuelta su cabeza hacia Luisa y empañado el cristal purísimo de sus ojos con una lágrima levantada por la imaginación de la fuente misteriosa de la sensibilidad de aquella alma, tan tierna y combatida por la suerte, y por ella misma-; ¡están tristes! -prosiguió, y repentinamente más triste que el acento con que acababa de pronunciar sus últimas palabras, se acercó a la ventana que daba al patio, descorrió las cortinas y alzó sus ojos al firmamento azul, siguiendo por largo rato una nube blanquecina que, como una pluma de las alas del céfiro, se deslizaba graciosa entre la luz del espacio.
-¡No puede darse un día más bello! -exclamó Amalia-, todo está tranquilo, menos mi alma. ¿Qué horas son?
-Las tres de la tarde acaban de dar, señora.
-¡Faltan cinco horas todavía!... Arregla todo eso, Luisa.
Y al pronunciar esas palabras, Amalia dejó caer las cortinas, sacudió su cabeza, como era su costumbre cuando quería desechar ciertas ideas, y pasó de su tocador a su aposento, cerrando la puerta en pos de sí.
Con el movimiento de su cabeza, su cabello, destrenzado y apenas sujeto por una pequeña peineta, resbaló, y sus hebras se extendieron como un espléndido manto sobre su espalda. La alcoba estaba apenas alumbrada por la escasa luz que venía de la antesala, pues las ventanas al patio estaban cerradas. Y así, bajo esa débil claridad, y entre el ambiente perfumado que se respiraba en aquellas solitarias habitaciones, Amalia se acercó a la pequeña mesa colocada junto a su lecho, y se arrodilló delante del crucifijo de oro incrustado en ébano, que otra vez hemos visto en ese mismo lugar.
De rodillas, suelto el cabello, descansando sus brazos sobre el borde de la mesa, y sus manos oprimiendo la cruz, bella como una Magdalena, sólo el hijo de Dios que la escuchaba, sólo la mirada de Dios derramada en el aire y la luz del universo pudieron oír las palabras sentidas de aquella alma, y leer la verdad del sentimiento, de la fe y la esperanza en aquella purísima conciencia.