Amalia/Mr. Slade

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Mr. Slade

A pesar que el mal humor que dominaba a Eduardo lo había descompuesto a tal punto, que su despedida del caballero Mandeville había sido más bien una impertinencia que un saludo, su oído, sin embargo, no lo había engañado cuando anunció a su amigo la llegada del coche.

En efecto, allí estaba, y dentro de él nuestro Don Cándido Rodríguez, que espiró una gran cantidad de aire de su oprimido pecho, al verse de nuevo en compañía de Daniel y Eduardo, cuando el coche partió, volviendo a tomar el mismo camino que había traído, según la instrucción que, al subir, había dado Daniel a su fiel criado.

Y no bien el carruaje comenzó a balancearse en el maldito empedrado de la calle de la Reconquista, cuando Daniel preguntó a Don Cándido:

-¿A cuál de los dos?

-¿Cómo, Daniel?

-¿A Santo Domingo, o a San Francisco?

-Antes, es preciso que te imponga de todo, despacio, con pormenores, con...

-Todo quiero saberlo; pero debemos empezar por el fin, para dar órdenes al cochero.

-¿Absolutamente lo quieres?

-¡Sí, con mil bombas!

-Pues bien... ¿pero no te enojarás?

-Acaba usted, o lo echamos del coche -dijo Eduardo con una mirada que aterró a Don Cándido.

-¡Qué genios, qué genios! Bien, jóvenes fogosos, mi misión diplomática no ha tenido éxito.

-¿Quiere decir -prosiguió Daniel-, que ni en Santo Domingo, ni en San Francisco lo admiten?

-En ninguna parte.

Daniel se inclinó, abrió el vidrio delantero, dijo dos palabras a Fermín, y los caballos tomaron un trote más largo, siempre por la calle de la Reconquista, en dirección a la plaza.

-Te diré, pues -prosiguió Don Cándido-; hice parar el carruaje en Santo Domingo, bajé, entré, me persigné, y caminé por el lóbrego y solitario claustro; me paré, batí las manos, y un lego que encendía un farol vino a mi encuentro. Le interrogué por la salud de todos, y pregunté por el reverendo padre que me habías indicado.

Me introdujo a su celda, y luego de los saludos y cumplimientos de costumbre, no pude menos de felicitarlo por aquella vida tranquila, feliz y santa que disfrutaba en aquella mansión de sosiego y de paz; porque habéis de saber vosotros que desde mis primeros años tuve afición, tendencia, vocación al claustro; y cuando hoy me imagino que podía estar tranquilo bajo las bóvedas sagradas de un convento, libre de las agitaciones políticas, y con la puerta cerrada desde la oración, no puedo perdonarme mi descuido, mi negligencia, mi abandono. En fin...

-Sí, el fin; siempre el fin es lo mejor, mi querido maestro.

-Decía, pues, que en el acto establecí mis primeras proposiciones.

-En lo que ya hizo usted mal.

-¿Pues no iba a eso?

-Sí; pero nunca se comienza por lo que se quiere obtener.

-Déjale que hable -repuso Eduardo arrellanándose en un ángulo del coche, como si se tratase de dormir.

-Prosiga usted -dijo Daniel.

-Prosigo. Le dije clara y terminantemente la posición de un sobrino mío, que siendo un excelente federal, era perseguido por emulaciones individuales, por envidia, por celos de algunos malos servidores de la causa, que no respetaban como debían la ínclita fama y honra del patriarcal gobierno de nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, y de su respetabilísima familia. Hice con elocuencia y entusiasmo la biografía de todos los miembros de las ilustres familias del Excelentísimo Señor Gobernador propietario, y de Su Excelencia el señor gobernador delegado; concluyendo, que por honor de estas ilustres ramas del tronco federal, la religión y la política estaban interesadas en evitar que se cometiese una tropelía contra el sobrino de un tío como yo, que había dado clásicas pruebas de valor y perseverancia federal; y que por no distraer la atención de los señores gobernadores y demás altos y conspicuos personales, ocupados actualmente en la independencia de la América, pedía al convento de Santo Domingo asilo, protección y albergue para mi inocente sobrino, ofreciendo donar para limosnas una suma crecida, en oro o en papel moneda, según lo que dispusieran los RR. PP. Tal fue, en muy ligero extracto, el discurso con que abrí mi conferencia. Pero, y contra todas mis previsiones y perspicacia, el reverendo padre me dijo:

-Señor, yo quisiera poder ser útil a usted, pero no podemos mezclarnos en los asuntos políticos, y algo ha de haber cuando persiguen a su sobrino de usted.

-Protesto una, dos y tres veces -le respondí-, contra todo lo que pueda decirse de mi inocente sobrino.

-No importa -replicó-. Nosotros no podemos comprometernos con el señor Don Juan Manuel; y lo único que podemos hacer es rogar a Dios porque proteja la inocencia de su sobrino de usted, si en verdad es inocente.

-Amén -dijo Eduardo.

-Así contesté yo también -prosiguió Don Cándido-, levantándome y pidiéndole mil perdones por el tiempo que le había robado a Su Paternidad. Y paso ahora a mi conferencia en San Francisco.

-¡No, no, no, basta de frailes, por amor de Dios; y basta de todo y basta de la vida, porque esto no es vida, sino un infierno! -exclamó Eduardo pegándose una recia palmada en la frente.

-Todo esto, mi querido amigo -repuso Daniel-, no es sino un acto, una escena del drama de la vida, de esta vida nuestra y de nuestra época, que es un drama especial en este mundo. Pero sólo los corazones débiles se dejan dominar por la desesperación en los trances difíciles de la suerte. Acuérdate que éstas son las últimas palabras de Amalia. Ella es mujer, y, vive Dios, que tiene más serenidad que tú.

-Serenidad para morir es lo de menos. Pero esto es peor que la muerte, porque es la humillación. Desde ayer no se hace otra cosa que echárseme de todas partes. Mis criados me huyen; mis pocos parientes me desconocen; el extranjero, y hasta la casa de Dios, me cierran sus puertas, y esto es cien veces, un millón de veces peor que una puñalada.

-Pero tienes una mujer, como ninguna, un hombre, como nadie. Todavía el amor y la amistad velan por ti, y no todos cuentan con esto en Buenos Aires. Hace tres días que no tienes casa, ni tienes nada. Te han roto, saqueado y confiscado cuanto tienes, según ellos. Y, sin embargo, he conseguido salvarte más de un millón de pesos. Y con una novia linda como el sol, con un amigo como yo, y con una buena fortuna, no hay todavía motivos por que quejarse tanto de la suerte.

-Pero ando como un mendigo.

-Dejemos de hablar tonterías, Eduardo.

-¿Dónde vamos, Daniel? Observo que nos acercamos al Retiro.

-Justamente, mi querido maestro.

-¡Pero estás en tu juicio!

-Sí, señor.

-¿No sabes que en el Retiro está el regimiento del general Rolón, y parte de la fuerza de Maza?

-Ya lo sé.

-¿Y entonces? ¿Quieres que nos prendan?

-Como usted quiera.

-Daniel, lo que yo quiero es que no nos sacrifiquemos tan pronto. Quién sabe qué días felices nos esperan en el porvenir. Volvámonos, hijo, volvámonos. Mira que ya nos acercamos al cuartel. Volvámonos.

Daniel volvió a sacar la cabeza por el vidrio delantero, dijo unas palabras a Fermín, y el coche dobló a la derecha, y en dos minutos estuvo a la puerta de la hermosa casa del señor Laprida, donde habitaba el cónsul de los Estados Unidos, el señor Slade. El gran portón de fierro estaba cerrado y en el edificio, como a cien pasos de la verja, apenas se percibía una luz en las habitaciones del primer piso.

Daniel dio dos fuertes golpes con el llamador; espero un rato, pero en vano.

-Vámonos, Daniel -decía Don Cándido a cada momento, sin bajar del coche, y sin quitar los ojos de los cuarteles, que a esas horas, cerca de las diez de la noche, estaban en el más profundo silencio.

Daniel volvió a llamar más fuerte aún; y al poco rato se vio venir, paso a paso, a un individuo hacia la puerta. Se acercó, miró con mucha flema, y luego preguntó en inglés:

-¿Qué hay?

Con el mismo laconismo le contestó Daniel:

-¿Mr. Slade?

El criado, entonces, sacó una llave del bolsillo, y abrió la gran puerta, sin decir una palabra.

Don Cándido bajó inmediatamente, y colocándose entre Daniel y Eduardo, siguió con ellos los pasos del sirviente.

Este los introdujo a una pequeña antesala, donde les hizo señas de esperar, y pasó a otra habitación.

Dos minutos después volvió, y empleando el mismo lenguaje de las señas, los hizo entrar.

El salón no tenía más luz que la que despedían dos velas de sebo.

El señor Slade estaba acostado en un sofá de cerda, en mangas de camisa, sin chaleco, sin corbata, y sin botas; y en una silla, al lado del sofá, había una botella de coñac, otra de agua y un vaso.

Daniel no conocía, sino de vista, al cónsul de los Estados Unidos. Pero conocía muy bien a su nación.

El señor Slade se sentó con mucha flema, dio las buenas noches, hizo seña al criado de poner sillas, y se puso las botas y la levita, como si estuviera solo en su aposento.

-Nuestra visita no será larga, ciudadano Slade -le dijo Daniel en inglés.

-¿Ustedes son argentinos? -preguntó el cónsul, hombre como de cincuenta años de edad, alto, de una fisonomía abierta y llana, y de un tipo más bien ordinario que distinguido.

-Sí, señor, los tres -contestó Daniel.

-Bueno. Yo quiero mucho a los argentinos hizo señas a su criado de servirles coñac.

-Lo creo bien, señor, y vengo a dar a usted una ocasión de manifestarnos sus simpatías.

-Ya lo sé.

-¿Sabe usted a lo que venía, señor Slade?

-Sí. Ustedes vienen a refugiarse a la legación de los Estados Unidos, ¿no es eso?

Daniel se encontró perplejo ante aquella extraña franqueza; pero comprendió que debía marchar en el mismo camino que se le abría, y contestó muy tranquilamente, después de tomarse medio vaso de agua con coñac:

-Sí, a eso venimos.

-Bueno. Ya están ustedes aquí.

-Pero el señor Slade no sabe aún nuestros nombres -repuso Eduardo.

-¿Qué me importan vuestros nombres? Aquí está la bandera de los Estados Unidos, y aquí se protege a todos los hombres, como quiera que se llamen -contestó el cónsul, volviéndose a acostar muy familiarmente en el sofá, sin incomodarse, cuando Daniel se levantó, y tomando y apretando fuertemente su mano, le dijo:

-Es usted el tipo más perfecto de la nación más libre y más democrática del siglo XIX.

-Y más fuerte -dijo Slade.

-Sí, y la más fuerte -agregó Eduardo-, porque no puede dejar de serlo con ciudadanos como los que tiene -y el joven tuvo que irse al balcón que daba al río, para no hacer notable a los demás la expresión de su sensibilidad y su dolor comprimidos, que brotó súbitamente de sus ojos.

-Bien, Mr. Slade -continuó Daniel-, no somos los tres los que veníamos a pedir asilo, sino únicamente aquel caballero que se ha levantado, y que es uno de los jóvenes más distinguidos de nuestro país, y que se ve actualmente perseguido. No sé si yo también tendré que buscar más tarde esta protección, pero, por ahora, sólo la buscábamos para el señor Belgrano, sobrino de uno de los primeros hombres de la guerra de nuestra independencia.

-Ah, bueno. Aquí están los Estados Unidos.

-¿Y no se atreverían a entrar aquí? -preguntó Don Cándido.

-¿Quién? -y al hacer esta interrogación el señor Slade frunció las cejas, miró a Don Cándido, y luego se rió-. Yo soy muy amigo del general Rosas -continuó-. Si él me pregunta quiénes están aquí, yo se lo diré. Pero si manda sacarlos por fuerza, yo tengo aquello -y señaló una mesa donde había un rifle, dos pistolas de tiro y un gran cuchillo-, y allí tengo la bandera de los Estados Unidos -y levantó su mano señalando el techo de la casa.

-Y a mí para ayudar a usted -dijo Eduardo, que volvía de la ventana.

-Bueno, gracias. Con usted son veinte.

-¿Tiene usted veinte hombres en su casa?

-Sí, veinte refugiados.

-¿Aquí?

-Sí, en las otras piezas y en el piso de arriba, y me han hablado por más de cien.

-¡Ah!

-Que vengan todos. Yo no tengo camas ni con qué mantener a tanta gente. Pero aquí está la casa y la bandera de los Estados Unidos(14)


-Bien, nada, nada nos faltará. Nos basta sólo la protección de usted, noble, franco y leal descendiente de Washington, porque yo también aquí me quedo -dijo Don Cándido alzando su cabeza y dando con el bastón en el suelo, y con tal seriedad y tal decisión que Daniel y Eduardo se miraron y no pudieron contener una carcajada; lo que obligó a Daniel a dirigirse en inglés al señor Slade, para darle una idea de la persona y del carácter de su maestro. Y esta ligera relación llevó de tal modo el buen humor al espíritu del sencillo Slade, que no pudo menos de echar él mismo un poco de coñac, y beber con Don Cándido, diciéndole:

-Desde hoy está usted bajo la protección de los Estados Unidos, y si lo matan a usted, he de hacer que arda Buenos Aires.

-Yo no acepto esa hipótesis, señor cónsul; y preferiría que Buenos Aires ardiese primero, no que primero me matasen y después ardiese.

-Vamos -dijo Daniel-, todo esto no es sino broma, mi querido señor Don Cándido: usted tiene que volverse conmigo.

-No, no iré, ni tienes ya derecho ninguno sobre mí, pues estoy en territorio extraño. Aquí pasaré mi vida, cuidando de la importante salud de este hombre benemérito, y a quien amo ya entrañablemente.

-No, señor Don Cándido, vaya usted con Daniel -repuso Eduardo-, recuerde usted que tiene que hacer mañana.

-Es inútil, no me voy. Y desde este momento quedan cortadas todas nuestras relaciones.

Daniel se levantó, y llamando aparte a Don Cándido, tuvo con él un diálogo vivísimo, para reducirlo a volver al coche. Pero todo habría sido inútil si el joven no hubiese mezclado a las amenazas la promesa de dejarlo en completa libertad para volver a los Estados Unidos, tan pronto como le hiciese conocer algo que necesitaba saber de casa del gobernador delegado.

-Por último -decía Don Cándido al terminar sus condiciones-, sera condición expresa que dormiré esta noche en tu casa, y mañana, si mañana mismo no me vengo a esta hospitalaria y garantida mansión.

-Convenido.

-Señor cónsul -prosiguió Don Cándido volviéndose a Mr. Slade-, no puedo tener desde esta noche el honor, el placer, la satisfacción de ver sobre mi cabeza el ínclito pabellón norteamericano. Pero voy a hacer cuanto de mí dependa por estar aquí mañana.

-Bueno -contestó Slade. Yo no lo he de entregar a usted sino muerto.

-¡Qué demonio de franqueza tiene este hombre! -dijo Don Cándido mirando a Eduardo.

-Vamos, amigo mío -dijo Daniel.

-Vamos, Daniel.

Mr. Slade se levantó con pereza, se despidió en inglés de Daniel, y dándole un abrazo a Don Cándido, le dijo:

-Si no nos vemos más, espero que nos conoceremos en la otra vida.

-¿Sí? Pues no me voy, señor cónsul -y Don Cándido hizo un movimiento para volverse a sentar.

-Son bromas, mi querido maestro -repuso Eduardo.

-Vamos, vamos que es tarde.

-Sí, pero son bromas que...

-Vamos. Hasta mañana, Eduardo.

Y los dos jóvenes se dijeron elocuentes discursos en el largo y estrecho abrazo que se dieron.

-Para ella -fue la última palabra de Eduardo al oprimir a su amigo y separarse de él.

El mismo criado que los había introducido los condujo hasta la puerta de la calle; y al abrirla le preguntó Don Cándido:

-¿Y siempre está cerrada esta puerta de calle?

-Sí -le contestó el criado.

-¿Y no sería mejor tenerla abierta?

-No.

-¡Qué demonio de laconismo! Conózcame usted bien, amigo mío, ¿me conocerá usted para otra vez?

-Sí.

-Vamos, señor Don Cándido -dijo Daniel montando al coche.

-Vamos. Buenas noches, honrado criado del más ilustre de los cónsules.

-Buenas noches -contestó el criado, y cerró el portón.