Amalia/Santos Lugares
Santos Lugares
Las primeras luces del alba se dibujaban sobre el oriente, y la vista se fatigaba por definir los objetos informes que, aquí y allá, se le ofrecían en grandes grupos, en el acampamento de Santos Lugares.
Eran centenares de carretas.
Montes de tierra a orillas de las zanjas que se habían abierto.
Cañones de batería.
Cerros de balas.
Cientos de carpas formadas de cueros, y esparramadas en el mayor desorden.
Caballadas, armas, soldados, mujeres, galeras, todo confundido y en el más completo desarreglo.
Y el toque de diana en los batallones; la corneta de la caballería; la algazara del cuerpo de indios; la gritería de las negras; el movimiento de los caballos; el grito del gaucho enlazándolos, todo a la vez venía a formar un ruido indefinible, para que el oído, como la vista, se intrigase también.
El cuartel general estaba hacia el extremo derecho del campamento, en un grande rancho que, sin embargo, no hospedaba de noche al general en jefe.
¿Dónde dormía Rosas? En el cuartel general tenía su cama, pero allí no dormía.
En la alta noche se le veía llegar al campamento, y el héroe popular hacía tender su recado cerca de sus leales defensores.
Allí se le veía echarse; pero media hora después, ya no estaba allí.
¿Dónde estaba? Con el poncho y la gorra de su asistente tendido en cualquiera otra parte, donde nadie lo hallara ni lo conociera.
En el momento en que estamos, se desmontaba en el cuartel general, a cuya puerta tomaba mate multitud de jefes, oficiales y paisanos confundidos.
Aquel hombre, de una naturaleza de bronce, que acababa de pasar la noche con las mismas comodidades que su caballo, o más bien, con menos comodidades que el animal, llegaba, sin embargo, fresco, lozano y fuerte como si saliese de un colchón de plumas y de un baño de leche.
La expresión de su semblante era adusta y siniestra como las pasiones que agitaban su alma.
De poncho, con una gorra de oficial, y sin espada, ni insignia alguna, pasó por medio a su corte, o su estado mayor, o lo que fuese, sin dignarse echarle una mirada.
Una gran mesa de pino estaba colocada en medio del rancho, y cubierta casi toda ella de papeles manuscritos e impresos.
Veíanse allí tres oficiales de secretaría pálidos, ojerosos, en un profundísimo silencio, y sin hacer nada; y al general Corvalán con un grueso paquete de pliegos cerrados en la mano, entreteniéndose en leer y releer los sobres de ellos.
Paráronse todos a la entrada de Rosas. Este quitóse su gorra y su poncho, tirólos sobre el catre, y comenzó a pasearse a lo largo de la habitación; mientras los escribientes y el edecán, a quienes no había saludado, permanecían de pie junto a las sillas que un momento antes ocupaban.
Inmediatamente apareció un soldado, y paróse en la puerta, con un mate en la mano. Ahí quedó clavado.
Rosas continuaba sus paseos.
Al volver de uno de ellos, estiró el brazo, cogió el mate, tomó dos o tres tragos, sin moverse, volviólo al soldado, y siguió sus paseos.
El soldado quedó en su mismo lugar con el mate en la mano.
Al cabo de dos o tres minutos volvióse a repetir la misma escena; hasta que habiendo sonado el aire entre la bombilla, el autómata salió a renovar el agua.
Y los secretarios y el edecán permanecían parados.
Y Rosas continuaba sus paseos.
Y el cebador del mate iba y venía.
Y esta pantomima duró por tres largos cuartos de hora, cuando menos.
En uno de esos paseos, paróse de repente junto a la mesa y dijo, con una cara muy alegre, a los escribientes, y como si recién reparase en ellos:
-Siéntense, no más.
Los escribientes se sentaron.
Luego, volviéndose a Corvalán, preguntóle como admirado:
-¿Que había estado ahí?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿Cuándo vino?
-Hará como una hora.
-¿Qué ha ocurrido en la ciudad?
-Nada absolutamente, Excelentísimo Señor.
-¿Están alegres?
-Sí, señor.
-¿Y Victorica cómo está?
-Anoche lo he visto, está muy bueno, Excelentísimo Señor.
-Cuando lo vea déle memorias. Como ayer no ha venido en todo el día, creía que se había muerto el gallego. Y a Don Felipe, ¿lo ha visto?
-Sí, Excelentísimo Señor.
Y Rosas soltó una estrepitosa carcajada.
-¡Qué miedo tendrá el gobernador delegado! ¿Conque no hay nada?
-Hace dos horas que han llegado por agua estas comunicaciones.
-A ver, traiga.
Rosas tomó los pliegos; los abrió, y luego de leer las firmas se los tiró a uno de los escribientes.
-Lea -le dijo, y volvió a pasearse.
El escribiente leyó:
Señor Don Juan Manuel de Rosas. Campamento general, Abril, llanos de la Rioja, agosto 8 de 1840. Mi apreciado gobernador y general: El 5 del corriente a las 4 de la tarde arribó a este destino Don Lucas Llanos con su apreciable correspondencia del 2 y 18 del pasado; por ella quedó impuesto que usted se ha dignado acceder a las indicaciones de mi casa de 30 de junio sobre el vestuario, sables, etc., cuya remisión se activará desde Córdoba por el general Alemán, que con motivo de ir por unos días a repararse de una enfermedad que le molesta...
-Bueno; que se muera; y que se muera el fraile también, ¿no es ésa la del fraile Aldao?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-Extráctela luego. A ver; lea otra. ¿Cuál es ésa?
-Del comandante Don Vicente González. Da cuenta de las marchas de...
-No le pregunto de qué da cuenta. Lea.
-Da cuenta de las marchas que ha hecho el cabecilla Lavalle en los días 30 y 31 de agosto; 1 y 2 de setiembre.
-A ver; lea las marchas.
-«Día 30.»
-¿De qué?
-De agosto, dice antes -contestó el escribiente tartamudeando.
-Pero ahí también debía decirlo. A ver, póngale una nota a este viejo bruto -dijo Rosas a otro de los escribientes-, diciéndole que otra vez ponga con más claridad las marchas del ejército de los salvajes unitarios.
-¿Le digo que escriba las fechas de las marchas?
-Váyase a un cuerno; escriba lo que le digo. Siga usted.
El primer escribiente continuó:
Día 30; como a las ocho y media de la mañana carneó el ejército de los inmundos salvajes unitarios, y luego marchó hacia la Villa de Luján y campó cerca del pueblo, a las cinco y media de la tarde, en la Quinta de Marcó. Día 31; el cabecilla Lavalle ha dejado en la Villa de Luján varias carretas y parte de la artillería, y lleva sólo dos obuses y dos piezas ligeras. En este día el cabecilla ha tenido junta de jefes y oficiales. No se sabe para qué. Día 1.º; el cabecilla permanece en el mismo lugar. Han salido dos escuadrones, el uno hacia la Capilla del Señor, y el otro con dirección a Zárate. Día 2; a las nueve de la mañana se puso en marcha el ejército de los salvajes unitarios. A una legua hicieron alto. A las doce volvieron a marchar los asquerosos unitarios. A la una y media hicieron alto. A las dos de la tarde volvieron a marchar. A las tres hizo alto todo el ejército. A las cuatro continuaron la marcha, y a las cinco y media pasaron el arroyo de la Chosa. A las seis camparon en los dos puestos de Ramírez, con cuyos ranchos hicieron fuego los salvajes unitarios.
-No hay más -dijo el escribiente.
-Pasado mañana pueden estar en Merlo; mañana también -dijo Rosas y empezó a pasearse más precipitadamente por el cuarto.
-¿Qué dice esa comunicación de López? -preguntó parándose de repente, y después de un largo rato de silencio.
-Que marcha sobre San Pedro.
El cebador de mate volvió a aparecer en la puerta del rancho.
-¿No hay una carta sin firma ahí?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-A ver, léala toda.
El escribiente leyó:
Montevideo, 1º de setiembre de 1840. Excelentísimo Señor: Después de mi carta de anteayer no hay más novedad sino la que ha traído ayer un buque de guerra inglés, que ha llegado del Janeiro, sobre la venida de un nuevo almirante francés, mandando la expedición que debe venir en auxilio de los traidores y desnaturalizados unitarios, que venderían su patria al extranjero, si no fuera el brazo poderoso de V. E. que la está defendiendo, solo contra tantos. Aquí los salvajes unitarios siguen en la más completa anarquía. Unos hablan pestes de Lavalle porque no avanza tan pronto corno quisieran. Otros...
-Vea qué bulla es esa, Corvalán. No; espérese. Anda a ver -dijo Rosas al soldado del mate; porque en efecto se sentía cierta algazara en el campo.
El soldado salió y los escribientes y Corvalán quedaron en perplejidad.
-Siga no más -dijo Rosas al escribiente.
Este prosiguió:
Unos hablan pestes de Lavalle...
-Ya leyó eso, no sea bruto.
El lector se puso pálido como la cera, y prosiguió:
Otros gritan que no debe seguir adelante hasta que...
-¿Qué hay? -preguntó Rosas al soldado que entraba, mientras el escribiente rayaba con la uña la dicción en que había quedado pendiente la lectura.
-Nada, señor.
-¿Cómo nada?
-Es uno que vende dulces, y los compañeros dicen que es espía de Lavalle.
-Ha de ser, pues. ¿De dónde viene?
-No sé, señor; pero ha de ser de por ahí no más.
-Bueno, a los compañeros que hagan lo que quieran.
El soldado salió. Y Rosas hizo señas al escribiente para que continuase su lectura.
Prosiguió:
Haya sublevado en su favor todas las simpatías del país. Y el cabecilla Lavalle debe estar sin saber qué hacer porque cada uno le aconseja de distinto modo. Por lo que hace a Rivera...
El lector se paró de súbito a los horribles gritos, a los ayes que transían el alma y que se exhalaban a pocos pasos de allí, de Rosas: era que estaban degollando al vendedor de dulces, entre la grita y alegría salvaje de los soldados y la chusma, al ver la sangre y las agonías de la víctima.
Este infeliz se llamaba Antonio Fragueiro Calviño. Era viejo de sesenta y tantos años, y vendedor de masas por profesión, y que había ido ese día a Santos Lugares a hacer comercio con su cajón de dulces, arrastrado fatalmente por su destino.
-Siga, pues -dijo Rosas con la mayor flema.
Por lo que hace a Rivera no les ha de dar el mínimo auxilio, pues está deseando que se pierdan todos, no porque el pardejón no sea tan unitario como ellos, sino porque todos viven así en la más completa anarquía. Todos los días llegan fugados de ésa. Me consta que la mayor parte se embarca por la costa de San Isidro en balleneras francesas que van a buscarlos; y me parece que ese punto es el que debe ser más vigilado. Mañana volveré a escribir a Vuecelencia como lo hago en todas las ocasiones que me es posible. La letra de cien onzas me fue pagada a la vista. Quedo haciendo votos por el triunfo de Vuecelencia.
-No hay más.
-Mire -dijo Rosas dirigiéndose a Corvalán-, usted se va a la ciudad, ¿no?
-Como Vuecelencia lo ordene.
-Tiene qué hacer. Busque a Cuitiño y dígale que me han escrito de Montevideo que está dejando escapar por plata a los unitarios que se embarcan por la costa de San Isidro; que yo no lo creo, pero que no deje que los salvajes unitarios le estén sacando el cuero de ese modo; y que yo he de ir una noche de éstas a pasear por la costa.
-Muy bien, Excelentísimo Señor.
-Y cuente a los amigos, y a él también, todo lo que ha visto y oído por aquí... ¿Me entiende?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿No está Maza ahí en la puerta? -preguntó Rosas al soldado que estaba con el mate, en que, de cuando en cuanto, tomaba Rosas algunos tragos.
-Ahí está -respondió aquél.
-Que venga.
Un instante después apareció Mariano Maza, jefe de un cuerpo llamado de la marina: hombre que más tarde debía jugar un sangriento y repugnante papel en las guerras de Rosas.
Era entonces como de treinta y cinco años, de estatura regular, rubio y de una fisonomía gatuna y siniestra, donde estaban dibujados francamente los instintos del mal y del vicio.
Presentóse con su gorra militar en la mano, delante del que tenía en su frente, tibias y en relieve, las manchas de sangre de su tío y de su primo hermano.
Rosas lo miró sin dignarse saludarlo, y le preguntó:
-¿No están en su cuartel unos que trajeron ayer?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿Cuántos son?
-Son cuatro, Excelentísimo Señor.
-¿Cómo se llaman?
Maza sacó un papel de su bolsillo y leyó:
-José Yera, español.
-Gallego, diga.
-José Yera, gallego, y su hijo.
-¿Estos los mandaron de Lobos, no?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿Y los otros?
-Un tal Vélez, cordobés, y Mariano Álvarez, porteño.
-¿Esos son todos?
-No han traído más, Excelentísimo Señor.
-Bueno; fusílelos.
Maza hizo una profunda reverencia y salió; mientras que Rosas volvió a sus paseos.
Al cabo de cinco minutos se paró y dijo:
-Vaya no más, Corvalán.
El edecán se disponía a salir.
-Ah, lléguese a lo de María Josefa y dígale que haga lo que quiera. Que sin son unitarios no le importe de nada.
-Muy bien, Excelentísimo Señor.
-Mire, véase a Mariño y dígale...
La voz de Rosas y la atención de todos fue suspendida por la detonación de dos descargas sucesivas.
¡Yera y su hijo, Álvarez y Vélez acababan de caer asesinados por el plomo de Rosas; como diez minutos antes había caído Calviño bajo el bárbaro cuchillo federal!
-Dígale, pues, a Mariño -continuó Rosas, con la mas inaudita tranquilidad- todo lo que hay por aquí; dígale también que parece unitario, porque están muy flojos sus artículos.
Esto decía Rosas en los momentos en que La Gaceta Mercantil chorreaba sangre, azuzando a lo lebreles de la Federación al exterminio de todos los unitarios.
Y Corvalán, así cargado de comisiones, cada una envolviendo una muerte o una desgracia, montó a caballo con menos seguridad que la que su nombre tenía de pasar tristísimamente a la posteridad, si no como un actor de crímenes, porque en efecto no lo fue el general Corvalán, a lo menos como un modelo de sumisión y de obediencia pasiva al tirano a quien sirvió por tantos años.
Pero no bien su caballo había dado algunos pasos cuando el cebador de mate lo alcanzó, y llamó al edecán de parte de Rosas.
El viejecito se desmontó con trabajo, y tropezando
con su espadín, y las charreteras bailándole, volvió a la presencia de Rosas, mientras que el soldado iba a buscar un vaso de agua que había pedido el dictador.