Amalia/Todos comprometidos
Todos comprometidos
Una hora después el soberbio alazán que había llegado a la quinta a gran galope, volvía paso a paso en dirección a la ciudad, llevando a su dueño, no con la cabeza erguida y los ojos vivísimos como una hora antes, sino con la cabeza inclinada al pecho y casi cerrados sus hermosos ojos. Al verlo así, cualquiera diría que era un joven indolente, cuya organización voluptuosa salía a gozar de los rayos acariciadores del sol de agosto en aquel rigoroso invierno de 1840, prefiriendo el paseo a caballo, para no poner sus delicados pies sobre las húmedas arenas de Barracas.
Pero lo cierto era que Daniel no se acordaba si estaba en invierno o en verano, ni gozaban solazamiento alguno sus sentidos, ni su espíritu.
Dominado por sus propias ideas, Daniel iba en abstracción completa de cuanto le rodeaba; meditando sobre cuanto medio le sugería su fecunda imaginación para ver de encontrar aquel que le hiciese señor de la difícil situación en que se hallaban las personas cuya suerte le estaba, casi exclusivamente, confiada. Situación que le mortificaba tanto más, cuanto que por ella se veía distraído a cada momento de los sucesos públicos a que quería consagrar toda la actividad de su espíritu.
Además, Daniel era supersticioso como su prima, o mejor dicho más supersticioso que ella, por cuanto era más exaltada su imaginación y más profundas sus convicciones sobre el fatalismo de las cosas. Y una inquietud vaga se había apoderado de su espíritu desde el momento en que vio que no había llegado a tiempo para encontrarse en la visita domiciliaria de Victorica, de quien él se proponía sacar un inmenso partido en favor de Amalia.
Sin embargo, él se había manifestado contento a su prima inspirándola toda cuanta confianza sobre la suerte de Eduardo podía dar tranquilidad a su corazón. Había también convenido con ella, en que si los sucesos se prolongaban más de ocho días, se le buscaría alguna pequeña y solitaria casa sobre la costa de San Isidro, o cualquier otro punto distante, donde poder vivir retirada, sin desalojar su casa de Barracas; facilitándose de este modo la felicidad de ver a Eduardo, y la de poder embarcarse en un momento dado. Y por último, había concluido por hacerla reír, como era su costumbre cuando él sufría y quería ocultarlo a los demás.
Así, meditando, aceptando y desechando ideas, llegó, al fin, a la barranca del general Brown, y enfilando la calle de la Reconquista llegó a la casa de su Florencia, a respirar un poco de esencia de amor y de ventura en los alientos de aquella flor purísima del cielo, caída sobre la tierra argentina para ser velada por el amor, en la noche frígida de las desgracias de ese pueblo infeliz.
Pero ese día era fatal.
Al entrar a la sala halló a la señora Dupasquier desmayada en un sillón, y a Florencia sentada en un brazo de él, suspendiendo con su brazo izquierdo la cabeza de su madre, y humedeciendo sus sienes con agua de Colonia.
-¡Daniel, ven! -exclamó la joven.
-¿Pero, qué hay, Dios mío? -preguntó Daniel acercándose a aquella pintura del dolor y del amor filial.
-Despacio, no hables fuerte. Es su desmayo.
Daniel se arrodilló delante del sillón y tomó la mano pálida y fría de Madama Dupasquier.
-No es nada, volverá en sí -dijo después de haber observado el pulso de la señora.
-Sí, empieza a traspirar. Entra a la alcoba, alcanza una capa o un pañuelo, cualquiera cosa, Daniel.
El joven obedeció, y después de cubrir él mismo a su futura madre, y de arrodillarse delante de ella con su Florencia, cada uno teniéndola una mano, fijos sus ojos en aquellos cuya primer mirada esperaban con impaciencia, Daniel se atrevió a preguntar a su Florencia, con palabras dichas casi al oído:
-¿Pero, qué ha habido? Este desmayo no le da sino después de algún disgusto.
-Lo ha habido.
-¿Hoy?
-Ahora mismo. ¿Has encontrado a Victorica?
-No.
-Acaba de salir de aquí.
-¿De aquí?
-Sí. Ha venido con un comisario y dos soldados, y ha registrado toda la casa.
-¿Pero a quién buscaba?
-No lo ha dicho, pero creo que a Eduardo, porque ha querido hacer sobre él algunas preguntas a mamá.
-¿Y?...
-Mamá se negó a responderle.
-Bien.
-Se negó también a abrir la puerta de un cuarto interior que casualmente se hallaba cerrada, y Victorica la hizo echar abajo.
-¿Pero por qué no se abrió esa puerta?
-Porque mamá dijo desde el principio a Victorica que no se quería prestar a conducirlo al interior de su casa; que él obrase como quisiese, pues que tenía la fuerza para hacerlo. Mamá se ha sostenido con un valor y una dignidad propia de ella. Pero luego que ha quedado sola me ha hablado mucho de nuestro casamiento, me ha dicho que es necesario salir del país y para siempre. En mis brazos la he sentido sufrir, y la he sentido desmayarse. Mírala: parece que vuelve... Sí... sí -y Florencia levantóse súbitamente, tomó la cabeza de su madre y llenó de besos aquellos ojos que acababan de derramar sobre ella la primera mirada.
Madama Dupasquier había vuelto de su desmayo.
Esa mujer, tipo perfecto de lo más delicado, de lo más culto de la sociedad bonaerense, reunía en sí todo el orgullo, toda la altivez, todo el espíritu de las nobles descendientes de los héroes de nuestra independencia que, enorgullecidas por su origen, fueron siempre intransigibles con todo lo que no era gloria, talento o nobleza en la república; de esas mujeres que sufrían más que los hombres por la humillación que la dictadura hacía sufrir al país; y que más que los hombres tenían el valor para afrontar los enojos del tirano y de la plebe armada e insolentada por él.
Las páginas de sangre del gobierno de Rosas revelan las víctimas de su tiranía, que han caído al puñal o al plomo de los asesinos públicos. Al lado de los nombres de Rosas, de Maza, de Oribe, de todos esos famosos verdugos del pueblo argentino, se escribe continuamente el martirologio de los que se negaron a la ruina y a la degradación de su patria. Pero sólo Dios puede haber escrito en las páginas santas del libro eterno de su justicia la vasta nomenclatura de los que han muerto al influjo de los rigores de esos bandidos, ejercido sobre la organización y la moral. ¡Sólo Dios sabe cuántas madres han ido a la tumba por las huellas ensangrentadas de sus hijos; cuantas esposas han ido al cielo a buscar el compañero de su existencia, arrebatado de ella por el plomo de Rosas, o por el cuchillo voraz de aquel mendigo de poder, que, arrojado de su patria, fue a vender su mano y su alma a un tirano extranjero, para saciar en la sangre de pueblos inocentes su instinto innato a los delitos, y cuya cabeza sabrá marcar la posteridad con el sello indeleble de su reprobación y de su desprecio!
¡Sólo Dios, sí, sabe cuántas nobles mujeres argentinas han bajado al sepulcro paso a paso, llevadas por la mano de esa época de sangre, y de impresiones rudas sobre su corazón sensible!
-Daniel -dijo Madama Dupasquier-, es preciso salir del país; usted y Eduardo, mañana, hoy si es posible. Amalia, yo y mi hija los seguiremos pronto.
-Bien, bien, señora. Ahora no hablemos de eso. Necesita usted reposo.
-¿Y cree usted posible tenerlo en este país? ¿No cree usted que en cada minuto tiemblo por su seguridad? Además, una vez que se han fijado las sospechas de Rosas sobre mi casa, ya está sentenciada a continuos insultos; y cada persona que entre a ella, espiada y perseguida también.
-Dentro de ocho días quizá estaremos libres de esta situación.
-No, Daniel, no. La mirada de Dios se ha separado de nuestra patria, y no tenemos que prever sino desgracias. No quiero ni que Amalia pise esta casa.
-Amalia acaba de sufrir la misma visita que usted.
-¿También?
-Sí; hace dos horas.
-¡Ah, ésta es Doña María Josefa, mamá!
La señora Dupasquier hizo un gesto como si le hubiesen nombrado el más repugnante objeto de la tierra.
Daniel hizo entonces la relación de cuanto había ocurrido en la quinta de Barracas desde las diez de la noche anterior.
-Pero en todo esto -agregó- no hay ningún peligro real todavía. Nadie podrá dar con Eduardo, yo respondo de ello. Voy a trabajar en sentido de prevenir el ánimo de Victorica contra las delaciones falsas que ha recibido Rosas de su cuñada, con la intención de dejar desairada la diligencia de la policía. De ese modo, doy seguridad a Amalia y a esta casa. Y en cuanto a mí, no tengo nada absolutamente que temer -dijo Daniel, queriendo inspirar a su amada y a su madre una confianza de que él empezaba a carecer.
-Mamá -dijo Florencia-, pues que ya no hay motivo para que Amalia no venga, yo querría mandarla buscar a que nos acompañase a comer; Daniel lo hará también, y así pasaremos juntos todo el día.
-Sí, sí -dijo Daniel-. Quisiera que todos estuviésemos juntos, y que no nos separásemos nunca.
Una especie de presentimiento terrible empezaba a oprimir el corazón de Daniel.
-Bien, hazlo -le contestó Madama Dupasquier.
Florencia salió volando, le escribió cuatro líneas a Amalia, y dio orden de poner el coche para mandar traer a su amiga.
Florencia volvía a la sala por las piezas interiores, cuando llamaban a la puerta exterior de la sala.
Todos se inmutaron.
Daniel se levantó, abrió y dijo:
-Es Fermín.
-¿Qué hay? -le preguntó a su criado sin permitirle entrar a la sala, porque no oyeran las señoras si ocurría algo desagradable en ese día en que todo parecía conspirarse contra todos.
-Ahí está el señor Don Cándido -respondió Fermín.
-¿Dónde?
-En el zaguán.
Daniel se puso de un salto al lado de su maestro.
-¿Qué hay de Eduardo? -le preguntó con la voz, con los ojos y con la fisonomía.
-Nada.
Daniel respiró.
-Nada -prosiguió Don Cándido-; está bueno, tranquilo, sosegado; pero hay de ti.
-¿De mí?
-Sí; de ti, joven imprudente, que te precipitas en un...
-En un infierno, está bien. Pero, ¿qué hay?
-Oye.
-Pronto.
-Despacio, oye: Victorica habló con Mariño.
-Bien.
-Mariño habló con Beláustegui.
-Adelante.
-Beláustegui habló con Arana.
-¿Y de ahí?
-De ahí resulta que Beláustegui le ha dicho a Arana, que Mariño le ha dicho a él, que Victorica le ha dicho en la policía, que ha dicho al comisario de tu sección, que desde esta noche vigile tu casa, y te haga seguir, porque hay sospechas terribles sobre ti.
-¡Hola! Muy bien, y ¿qué más?
-¡Qué más! ¿Te parece poco el enorme, el monstruoso peligro que está pesando sobre tu frente, y, naturalmente, sobre la mía, desde que todos saben nuestras estrechas, íntimas y filiales relaciones? ¿Quieres?...
-Quiero que me espere usted aquí un momento, con eso seguimos esta conversación en el coche que para en este momento a la puerta, en el tránsito hasta mi casa.
-¿Yo a tu casa, insensato?
-Espere usted, mi querido amigo -dijo Daniel dejándole en el zaguán.
-Fermín, monta en mi caballo y vete a casa -dijo a su criado, que lo esperaba en el patio.
-¿Qué hay? -preguntaron madre e hija al entrar Daniel a la sala.
-Nada. Noticias de Eduardo. Está impaciente. Está loco por salirse de su escondite y volar a Barracas. Pero yo parto a casa a escribirle y ponerlo en juicio.
-Sí, no vaya usted en persona -dijo Madama Dupasquier.
-Daniel, prométamelo usted -dijo Florencia parándose delante de su amado.
-Lo prometo -dijo Daniel sonriendo y oprimiendo las manos de su Florencia.
-¿Se va usted ya?
-Sí, y me voy en el coche que está pronto para ir a buscar a Amalia, porque acabo de mandar mi caballo.
-¿Y vuelve usted?
-A las tres.
-Bien, a las tres -dijo Florencia apretando fuertemente entre sus manitas de azucena la mano que debía recibir más tarde ante el pie del altar.
Daniel besó la de Madama Dupasquier, y salió de la sala aparentando un contentamiento que desgraciadamente empezaba a alejarse de su corazón.
-¿Sabes, Daniel, una cosa? -dijo Don Cándido, que se paseaba en el zaguán esperándole.
-Después, después. Vamos al coche.
Daniel salió tan precipitadamente de la casa, que al bajar de la puerta dio un fuerte hombrazo sobre un hombre grueso, que a paso mesurado y con la cabeza muy erguida y el sombrero echado a la nuca, pasaba casualmente en aquel momento.
-Dispense usted, caballero -dijo Daniel sin mirarle a la cara, acercándose a la portezuela del coche, abriéndola él mismo y diciendo al cochero:
-A mi casa.
-¡Hombre, esta voz! -dijo el personaje del sombrero a la nuca, parándose y mirando a Daniel, que subía al estribo.
-Caballero, me hace usted el favor de oírme una palabra -prosiguió el desconocido, dirigiéndose a Daniel.
-Las que usted quiera, señor mío -dijo el joven con un pie en el estribo y otro en tierra, dándose vuelta hacia aquel hombre cuya cara no había visto todavía; mientras Don Cándido, pálido como un cadáver, se escurrió hasta el coche por entre las piernas de Daniel, y se acurrucó en un ángulo de los asientos, fingiendo limpiarse el rostro con un pañuelo, pero evidentemente enmascarándose.
-¿Me conoce usted?
-¡Ah! Me parece que es el señor cura Gaete con quien he tenido la desgracia de tropezar -contestó Daniel con la mayor naturalidad.
-Y yo creo que he oído la voz de usted en alguna otra parte. Y aquel otro señor que está adentro del coche será... ¿Cómo está usted, señor?
Don Cándido hizo tres o cuatro saludos con la cabeza sin desplegar los labios, y sin acabar de limpiarse el rostro con el pañuelo.
-¡Ah es mudo! -prosiguió el fraile.
-¿Quería usted alguna cosa, señor Gaete?
-Me gusta mucho oír la voz de usted, señor... ¿quiere usted decirme...?
-Que tengo que hacer, señor -dijo Daniel saltando al coche y haciendo una señal al cochero, que hizo partir los caballos a trote largo en dirección a la plaza de la Victoria; mientras el reverendo cura Gaete se quedó sonriendo, con una expresión de gozo infernal en su fisonomía, y mirando el número de la casa de Madama Dupasquier.