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Amalia/X. Continuación del anterior

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X. Continuación del anterior

Era en efecto Daniel Bello el que había entrado al salón de Rosas; y después de atravesar por entre los concurrentes dando fuertes apretones de mano a derecha e izquierda, fue a hacer sus reverencias a Manuela y a las federales damas de su corte.

Daniel llegaba vestido a la rigorosa moda de la Federación; es decir, venía de chaqueta, chaleco punzó, grandes divisas y sin guantes. Pero la chaqueta estaba perfectamente cortada, con doble botonadura, y vueltas de terciopelo negro en las mangas; sus botas eran de lustroso charol, su chaleco de rico casimir; sus manos eran delicadas, manos mujeriles puede decirse, y su cara la que le conocemos: bella, inteligente y sobre cuya sien pálida caían sus lacios y lustrosos cabellos, más oscuros que sus ojos castaños, que a veces, con la luz vivísima de su mirada, parecían ser del gris semioscuro de los ojos de Cristóbal Colón, según nos los describe el hijo del célebre almirante. Y todas estas condiciones reunidas eran más que suficientes para que Daniel fuera bien recibido de las damas; damas, por otra parte, que no podían menos de mirar complacidas aquel hermoso joven que era de los pocos que a esa época usaban el chaleco punzó de la Federación. Y ellas, pues, que sabían la jactancia de las unitarias por los hermosos y elegantes jóvenes que había en su partido, miraban con cierto orgullo a aquel que en el de ellas podía rivalizar en todo con el más bien apuesto unitario.

En el acto la señora del médico Rivera hizo un lugar en el sofá en que estaba, pero tan estrecho que Daniel habría tenido que sentarse sobre alguna parte del turgente muslo de la abundante hermana de Su Excelencia. Crimen político que estuvo muy lejos de querer cometer, y prefirió una silla al otro extremo del sofá, junto a Manuela.

Mercedes no retrocedió, sin embargo. Se levantó, tomó una silla, se sentó al lado de Daniel, y su primer saludo fue darle un fuerte pellizco en un brazo, diciéndole al oído.

-¿Se ha hecho el que no ha visto, no?

-He visto que está usted muy buena moza, señora -la contestó Daniel creyendo darla lo que buscaba. Pero quería más.

-Desde ahora le digo una cosa.

-Hable usted, señora.

-Que quiero que me acompañe cuando nos vayamos. Porque hoy deseo hacer rabiar a Rivera yendo con un buen mozo; porque es celoso como un turco; no me deja ni respirar. Yo le he de contar todo esto, ahora cuando nos vayamos.

-Tendré mucho honor, señora.

-Bueno. Hablemos fuerte ahora para que no se fijen.

Manuela reclinaba su brazo en uno de los dos del sofá, y Daniel había elegido la silla que se juntaba con el ángulo en que estaba la joven, e inclinándose un poco podía conversar con ella sin ser oído de los demás. Así lo hizo y la dijo:

-Si alguien gozara la felicidad y el honor de un interés especial por usted, señorita, esta casa sería un rival peligroso.

-¿Porqué, señor Bello? -contestó Manuela con candidez.

-Porque la numerosa concurrencia diaria que hay en ella distraería mucho la imaginación de usted.

-No -contestó Manuela con prontitud.

-Perdón, señorita: yo tengo el atrevimiento de poner en duda esa negativa.

-Y, sin embargo, he dicho la verdad.

-¿Cierto?

-Cierto: yo hago por no oír, y por no ver.

-Es una ingratitud entonces -dijo Daniel sonriendo.

-No, es una retribución.

-¿De qué, señorita?

-¿Cree usted que mi silencio, o mi displicencia, les pueda disgustar?

-¿Y cómo no creerlo?

-Entonces yo les retribuyo el disgusto que ellos me causan con estarme hablando siempre de una misma cosa, que por otra parte yo no quisiera oír nunca.

-Pero hablan del señor Gobernador; de la causa que es común a todos; hablan por el entusiasmo que los anima.

-No, señor Bello, hablan por ellos mismos.

-¡Oh!

-¿Lo duda usted?

-Me sorprende a lo menos.

-¡Porque usted no ocupa mi triste lugar todos los días!

-Bien puede ser por eso.

-Eche usted la vista sobre cuantos aquí hay, y, a excepción de usted, yo no sé cuál de los que están esta noche en mi presencia ha venido con otro objeto que el de darse valimiento de federal a mis ojos, para que yo se lo repita a tatita.

-Sin embargo, ellos sirven fielmente a nuestra causa.

-No, señor Bello, ellos nos hacen mal.

-¿Mal?

-Sí; porque ellos hablan más de lo que debieran, y quizá no obran con la buena fe que yo quisiera para la causa de mi padre. Además, ¿usted cree que yo estoy contenta con estas mujeres y estos hombres que me rodean?

-Cierto. Usted tiene más talento que todos ellos.

-No hablo de talento; hablo de educación.

-Comprendo que deba mortificar a usted mucho la ausencia de otra sociedad.

-Hasta mis primeras amigas me han abandonado.

-La época quizá.

-No, es esta gente, cuya sociedad tengo que aceptar porque tatita lo quiere. Creo que es usted la única persona de calidad que me visita.

-Sin embargo, aquí veo personas muy distinguidas.

-Pero que se han empeñado en hacerse peores que las que no lo son, y lo han conseguido.

-¡Es terrible cosa!

-Me fastidian, señor Bello. Paso la vida más aburrida de este mundo. No oigo hablar sino de sangre y de muerte a estos hombres y a estas señoras. Yo sé bien que los unitarios son nuestros enemigos. ¿Pero qué necesidad hay de estarlo repitiendo a cada momento con esas maldiciones que me enferman: y sobre todo, con la expresión de un odio que yo no creo, porque toda esta gente es incapaz de pasiones? ¿Qué necesidad, además, de venir aquí mismo a atormentarme la cabeza con esas cosas, impidiendo así que se me acerquen las personas de mi sexo, o los amigos que yo quisiera?

-Es cierto, señorita -dijo Daniel con el tono más sencillo del mundo-. Es cierto; a usted le hacen falta algunas jóvenes de su edad y de su educación, que la distrajeran y la hicieran olvidar un momento los sobresaltos en que vive en esta época terrible para todos.

-¡Oh, cómo sería feliz entonces!

-Conozco una mujer cuyo carácter se armonizaría perfectamente con el de usted, la comprendería y la querría.

-¿Sí?

-Una mujer que simpatizó con usted desde el primer momento en que la vio.

-¿De veras?

-Que no hay un día que no me haga alguna pregunta relativa a usted.

-¡Oh! ¿Y quién es?

-Una mujer que es tan desgraciada, o más que usted misma.

-¿Tan desgraciada?

-Sí.

-No; no hay en el mundo ninguna más desgraciada que yo -dijo Manuela exhalando un suspiro y bajando húmedos sus ojos.

-Usted siquiera no es calumniada.

-¿Que no soy calumniada? -exclamó Manuela alzando su cabeza y fijando sus ojos resplandecientes sobre Daniel-. Es lo único que yo no les perdonaré a los enemigos de mi padre, que hayan hecho pedazos mi reputación de mujer, por espíritu de venganza política. ¡Y que calumnia, Dios mío! -exclamó Manuela llevando la mano a sus vivísimos ojos.

Las conversaciones de los grupos eran tan animadas, que el diálogo de los dos jóvenes no era percibido, sino espiado de vez en cuando por las miradas de Doña María Josefa y de Mariño.

-El tiempo ha de desvanecer todo eso, amiga mía -dijo Daniel con un tono de voz tan insinuativo y tierno, que Manuela no pudo menos de darle las gracias con una mirada dulcísima-. Pero el tiempo es, por el contrario, el mayor enemigo de la persona de quien hablamos.

-¿Cómo? Explíquelo usted.

-El tiempo la hace mal, porque cada instante que pasa agrava su situación.

-¿Pero qué hay? ¿Quién es? -preguntó la joven con una prontitud propia de su carácter impaciente y vivo.

-La calumnian políticamente. La hacen aparecer como unitaria y la persiguen.

-¿Pero quién es?

-Amalia.

-¿Su prima de usted?

-Sí.

-¿Y la persiguen?

-Sí.

-¿Por orden de tatita?

-No.

-¿De la policía?

-No.

-¿Y de quién?

-Del que la persigue.

-¿Pero quién puede perseguirla?

-Uno que se ha enamorado de ella, y a quien ella desprecia.

-Y...

-Perdón... y hacen valer la Federación y el respetable nombre del Restaurador de las Leyes, como instrumentos de una venganza innoble e interesada.

-¡Ah!, ¿quién es?, ¿quién es el que la persigue?

-Perdón, señorita, no puedo decirlo todavía.

-Pero yo quiero saberlo para decirlo a tatita.

-Alguna vez lo sabrá usted. Pero tenga usted entendido que es persona de grande influencia.

-Tanto más criminal entonces, señor Bello.

-Lo sé.

-Una cosa.

-Hable usted, señorita.

-Quiero que traiga usted a Amalia.

-¿Aquí?

-Sí.

-No vendrá.

-¿No vendrá a mi casa?

-Es algo excéntrica, y se hallaría muy mal entre tan numerosa concurrencia, como la que rodea a usted, señorita.

-La recibiré sola... Pero no, yo no tengo libertad para estar sola.

-Además, ella teme un insulto desde que su casa ha sido registrada.

-¡Pero es inaudito!

-Además también, ella ha dejado su linda quinta de Barracas por algunos días; y a pesar del retiro en que vive, está inquieta, sobresaltada.

-¡Infeliz!

-Usted, sin embargo, podría hacerla un gran servicio.

-¿Yo? Hable usted, Bello.

-Una carta de usted que ella pudiera enseñarla a quien se presentara sin orden del señor Gobernador.

-¿Y habrá quien ose hacerlo sin orden de tatita?

-Lo han hecho ya.

-Bien, escribiré mañana mismo.

-Yo me atrevería a pedir a usted que, al escribir esa carta, recordase que todos deben guardarse bien de tomar el nombre del general Rosas y de la Federación para cometer injusticias e inferir insultos.

-Bien, bien, comprendo -dijo Manuela radiante de alegría, con encontrar una ocasión en que poder hacer sufrir al amor propio de aquellos que la incomodaban a todas horas.

-Nuestra conversación, que yo sostengo con tanto placer -continuó Manuela-, se prolonga demasiado para no despertar celos en toda esta gente a quien yo tengo que atender sin distinción de personas, según la voluntad de tatita.

-Sus deseos de usted son órdenes que yo respeto. ¿Pero usted me promete no olvidar la carta?

-Sí; mañana mismo la tendrá usted.

-Bien. Gracias.

Manuela no se había equivocado; el diálogo con Daniel empezaba a despertar celos en aquella especie de perros hambrientos de alguna sobra del banquete federal a que asistían todas las noches, y cuya reina bacanal debía ser Manuela, la pobre víctima de la loca ambición del que la dio la vida.

La noche estaba fría, pero Garrigós empezaba a sudar desde la frente, cubierta por la máscara de la hipocresía, hasta su cuello sumergido dentro su inmensa corbata; tal era cuanto había perorado aquel discípulo de fray Gerundio de Campazas; y toda la concurrencia esperaba que Manuela acabase su conversación particular, para irse a su casa a referir a sus allegados las palabras, las sonrisas, las acciones con que habían sido honrados por la señorita Doña Manuelita Rosas y Ezcurra.

En efecto, no bien Daniel se volvió a Mercedes, y Manuela a la esposa de Mariño, cuando sucesivamente fueron llegando a despedirse de ella cuantos allí había; haciendo cada uno un cumplimiento a su modo. El uno la hacía un juramento de morir por ella y por su padre; el otro la ofrecía una cabeza; aquél unas orejas; y más de uno la ofrecía trenzas de las salvajes unitarias; todo para cuando llegara el día de la venganza de los federales.