Amalia/XI. Continuación del anterior
XI. Continuación del anterior
Amalia permanecía parada aún junto a la mesa, cuando Daniel, después de haberse retirado Cuitiño, entró a la sala, riéndose como un muchacho, dirigiéndose a su prima, a quien abrazó con el cariño de un hermano.
-Perdóname, mi Amalia -la dijo-, son herejías políticas y morales que tengo que cometer a cada paso en esta época de comedia universal, en que yo hago uno de sus más extraordinarios papeles. ¡Pobre gente! Ellos tienen toda la fuerza del bruto, pero yo tengo la inteligencia del hombre. Ahora ya están extraviados, mi Amalia; y sobre todo ya están en anarquía; Cuitiño ya no le hará caso a Doña María Josefa sobre este asunto, y la vieja vase a enojar con Cuitiño.
-¿Pero dónde está Eduardo?
-Perfectamente seguro.
-¿Pero van a ir a su casa?
-Por supuesto que irán.
-¿Tiene papeles?
-Ningunos.
-¿Pero tú y yo, cómo quedamos?
-Mal.
-¿Mal?
-Mal, malísimamente estamos ya desde esta tarde. Pero, ¿qué hemos de hacer, sino esperar los sucesos y buscar en ellos mismos los medios de salvarnos de cualquier peligro?
-¿Pero bien, cuando veré a Eduardo?
-Dentro de algunos días.
-¡De algunos días! Pero ¿no hemos quedado en que mañana nos volveríamos a ver?
-Sí, pero no habíamos quedado en que Cuitiño nos visitase esta noche.
-No importa, si él no viene aquí, yo quiero ir donde él esté.
-Despacio. Nada puedo prometerte ni negarte. Todo dependerá de los resultados que tenga la visita del diablo que hemos tenido esta tarde. No creas que la vieja queda satisfecha con lo que le ha sucedido a Cuitiño; al contrario, va a irritarse más e incomodarnos a todos. Hay una cosa, sin embargo, que me tranquiliza.
-¿Cuál, Daniel?
-Que a estas horas tienen mucho en que pensar Rosas y todos sus amigos.
-¿Y qué hay? ¡Acaba, por Dios!
-Nada, una friolera, mi querida Amalia -dijo Daniel alisando los cabellos sobre la frente de su prima, sentada al lado suyo, junto a la chimenea.
-¿Pero qué hay? Estás insufrible.
-Gracias.
-Lo mereces. Te estás riendo.
-Es que estoy contento.
-¿Contento?
-Sí.
-¿Y tienes valor de decírmelo?
-Sí.
-¿Pero contento de qué? ¿De que todos estemos sobre un volcán?
-No: estoy contento... Óyeme bien lo que voy a decirte.
-Te oigo.
-Bien; pero antes, Luisa, di al criado de Eduardo que ya que no está su amo, yo tomaré por él una taza de té.
-Te lo repito, estás insufrible -dijo Amalia, después de haber salido Luisa.
-Ya lo sé; pero te decía que estaba contento, y quedé en explicarte el porqué, ¿no es así?
-No sé -dijo Amalia con gesto de mal humor.
-Pues bien: estoy contento, primero porque Eduardo está escondido en una buena casa; y segundo, porque Lavalle está a la vista y paciencia de todo el mundo en la buena villa de San Pedro.
-¡Ya! exclamó Amalia radiantes sus ojos de alegría, y tomando entre las suyas la mano de su primo.
-Sí, ya. Ya ha pisado la provincia de Buenos Aires el Ejército Libertador. Está a treinta leguas solamente del tirano, y me parece que éste es un asunto bien importante para no llamar la atención de nuestro Restaurador.
-¡Ah, pero vamos a estar libres entonces! -exclamó Amalia sacudiendo la mano de su primo.
-¡Quién sabe, hija mía, quién sabe! Eso dependerá del modo como se opere.
-¡Oh, Dios mío! ¡Pensar que dentro de pocos días ya no hay peligros para Eduardo! ¿Es verdad, Daniel, que dentro de tres días puede estar Lavalle en Buenos Aires?
-No, no tan pronto. Pero puede estarlo dentro de ocho, dentro de seis. Pero puede también no estarlo nunca, Amalia mía.
-¡Oh, no, por Dios!
-Sí, Amalia, sí. Si se aprovecha la impresión de este momento, y la ciudad es invadida por cualquier punto de ella, Rosas no sale a la campaña a ponerse al frente de las pocas fuerzas que lo sostienen. No, si la ciudad es atacada, Rosas se embarca y huye. Pero si el general Lavalle se demora en operaciones en la campaña, entonces la suerte puede serle adversa. ¿Quieres oír unos fragmentos de la orden de] ejército?
-Sí, sí -exclamó Amalia llena de entusiasmo.
Daniel sacó un papel de su cartera y leyó:
Cuartel general de San Pedro. El ejército va a decidir en estos días la suerte de todos los pueblos de la República, va a resolver el gran problema de la libertad de veinte pueblos, cuyas ansiosas miradas se dirigen a las lanzas de sus bravos soldados. El general en jefe exhorta a todos los jefes, oficiales y soldados del ejército, para que se penetren de la importante y gloriosa misión que están llamados a cumplir en su patria Señores jefes, oficiales y soldados del Ejército Libertador, en estos días se va a decidir la suerte de la República. Dentro de poco nos veremos bendecidos por seiscientos mil argentinos, y cubiertos de gloria, o moriremos en los cadalsos del tirano, o arrastraremos una vida infeliz en países extranjeros, mientras la rabia del déspota se satisface con nuestros padres, esposas e hijos. Elegid, mis bravos compañeros. Media hora de coraje es bastante para la gloria y felicidad de la República. En la próxima batalla el enemigo nos presentará probablemente un ejército numeroso. Es preciso no sorprenderse. Si el general en jefe manda atacar, la victoria es segura. Para ello es preciso que los libertadores desplieguen todo su coraje, que la caballería cargue con ímpetu a estrellarse contra el enemigo, el cual no resistirá. Las legiones que el general en jefe señale, es preciso que se reúnan luego que el enemigo haya dado la espalda; las demás perseguirán. El general en jefe tiene una gran confianza en su ejército. Juan Lavalle.
-¡Sublime, sublime! -exclamó la entusiasta Amalia, luego que Daniel hubo acabado de leer la orden del ejército.
-Sí, mi Amalia; yo he encontrado siempre que todas las proclamas y órdenes de ejército se parecen mucho, y que son sublimes; pero lo que yo deseo ver siempre es la sublimidad de las acciones: será sublime la empresa del general Lavalle si él viene a estrellar sus escuadrones sobre las calles de Buenos Aires.
-Pero vendrá.
-Dios lo quiera.
-Y, dime, ¿cómo tienes, imprudente, este papel en tu bolsillo?
-Lo acabo de recibir en la misma casa donde he dejado a Eduardo.
-¿Pero qué casa es ésa?
-Oh, nada menos que la de un empleado.
-¡Dios mío! ¿En la casa de un empleado de Rosas has puesto a Eduardo?
-No, señora: en la casa de un empleado mío.
-¿Tuyo?
-Sí.. pero silencio... un caballo ha parado a la puerta... Pedro -gritó Daniel saliendo al zaguán.
-¿Señor? -contestó el fiel veterano de la independencia.
-Hay gente en la puerta.
-¿Abro, señor?
-Sí, llaman ya: abra usted -y Daniel volvió a sentarse al lado de su prima.
Amalia empalideció.
Daniel, tranquilo, fiado en sí mismo como siempre, esperó la nueva ocurrencia que parecía venir a complicar la situación de sus amigos y de él propio; porque a esas horas, cerca ya de las doce de la noche, nadie podía venir a aquella casa, sino haciendo relación a los sucesos que lo preocupaban,
El fiel Pedro entró a la sala con una carta en la mano.
-Un soldado trae esta carta para la señora -dijo.
-¿Viene solo? -preguntó Daniel.
-Solo.
-¿Ha mirado usted al fondo del camino?
-No hay nadie.
-Bien, vuelva usted y observe.
-Ábrela -dijo Amalia entregando la carta a su primo.
-¡Ah! -exclamó Daniel después de abrirla-. Mira, esta firma es de un gran personaje, conocido tuyo.
-¡Mariño! -exclamó Amalia, poniéndose colorada como el carmín.
-Sí, Mariño; ¿debo leerla aún?
-Lee, lee.
Daniel leyó:
Señora: Acabo de saber que se halla usted complicada en un asunto muy desagradable y peligroso hasta cierto punto para su tranquilidad. Las autoridades tienen aviso que ha ocultado usted en su casa, largo tiempo, a un enemigo del gobierno, perseguido por la justicia. Se sabe que esa persona ya no está en casa de usted; pero como es de suponer que sepa usted su paradero, no tengo dificultad en creer que va usted a ser el objeto de muy serios requerimientos de la autoridad. En tan difícil situación, yo no dudo que tendrá usted necesidad de un amigo; y como en mi posición yo tengo algunos amigos de valor, me apresuro a ofrecer a usted mis servicios, en la entera confianza de que una vez que sean aceptados,; a no correrá usted ningún peligro. Para conseguir esto último, bastará que deposite usted en mí su confianza, dignándose decirme a qué horas me concederá usted mañana el honor de pasar a combinar con usted lo que debernos hacer en el caso presente. Advirtiendo a usted que su carta, como mi visita y las que en adelante le hiciere, serán cubiertas por el mayor misterio...
-¡Eh! ¡Basta, basta! -exclamó Amalia haciendo acción de arrebatar la carta.
-No, no, espera. Hay algo más. Daniel continuó:
Hace tiempo que motivos muy poderosos, que su talento habrá comprendido quizá, me han hecho buscar, pero en vano, la ocasión que hoy se me presenta de poder prestar a usted mis servicios con la más profunda sumisión y respeto, y con la amistad con que saluda a usted su afmo. S. Q. B. S. P.
Nicolás Mariño.
-No hay más -dijo Daniel, mirando a su prima con la expresión más burlona que puede estamparse en la fisonomía humana.
-¡Pero es lo que sobra para decir que ese hombre es un insolente! -exclamó Amalia.
-Así será. Pero como toda carta requiere una respuesta, será bueno saber qué se contesta a este hombre.
-¿Qué se contesta? A ver, dame esa carta.
-No.
-Oh, dámela.
-¿Y bien, para qué?
-Para contestarle con los pedazos de ella.
-¡Bah!
-¡Oh, Dios mío, insultada también! ¡Pedirme cartas y visitas en secreto! -exclamó Amalia cubriéndose los ojos con sus lindas manos.
Daniel se levantó, pasó al gabinete contiguo a la sala, y algunos minutos después volvió al lado de Amalia y la dijo:
-Esto es lo que tenernos que hacer, oye:
Señor: Autorizado por mi prima, la señora Doña Amalia Sáenz de Olavarrieta, para responder a su carta, me complazco en decir a usted que todos sus temores relativos a la seguridad de mi prima deben dejar de alarmarlo en adelante, porque ella está ajena a todo cuanto se le atribuye; y perfectamente tranquila en la justicia de su Excelencia el Señor Gobernador, a quien yo tendré el honor de hacer presente mañana todo cuanto ha ocurrido esta noche, sin ocultarle cosa alguna, en el caso de que se lleve adelante esta desagradable ocurrencia. Con este motivo saluda a usted respetuosamente, etc.
-Pero esa carta...
-Esta carta lo dejará sin dormir el resto de esta noche, temblando de que vaya mañana a parar a manos de Rosas; y para evitarlo, trabajará mañana porque no se toque más este negocio. Y es de este modo que hago que nuestros propios enemigos se conviertan en nuestros mejores servidores.
-Oh, bien, sí. Manda esa carta.
Daniel cerró el billete, y lo hizo llegar al soldado que esperaba a la puerta.
Media hora después, Daniel se recostaba sin desvestirse en el aposento de Eduardo; y Amalia oraba de rodillas delante de su crucifijo de oro incrustado en ébano, y rogaba al Dios de las bondades eternas por la seguridad de los que amaba y por la libertad de su patria.