Amalia/XVI. Continuación del anterior
XVI. Continuación del anterior
La comitiva del jefe de día tomó por la calle de la Reconquista, que conducía al cuartel del coronel Ravelo.
No eran más que las doce de la noche, pero la ciudad estaba desierta, pues sólo veíase en ella el bulto de los serenos en sus respectivos puestos, prontos a marchar a la fortaleza para reunirse con su jefe, a la señal de alarma; pero nada más. De aquel alegre y bullicioso pueblo de Buenos Aires, cuya juventud en otro tiempo esperaba con impaciencia la noche para dar expandimiento a su espíritu ávido de aventuras y de placeres, no quedaba ya un solo vestigio. Cada familia encerraba desde el anochecer a los padres y a los hijos; y la simple acción de pasear las calles de Buenos Aires, en la época del terror, después de las ocho de la noche, era lo bastante para hacer entender que había una gran seguridad federal en quien tal cosa hacía. Terrible escuela desde 1838, en que la juventud que permaneció en Buenos Aires comenzó a aprender hábitos femeniles aconsejados por esa falta de seguridad personal, que hacía buscar entre las paredes del domicilio la única garantía posible a los que temían a cada paso encontrarse con el puñal o el chicote de la Mashorca.
¿Pero el sueño venía siquiera en auxilio del inquieto y abrumado espíritu de los habitantes de esa infeliz ciudad? Los deseos eran demasiado vivos, y demasiado punzantes las impresiones del momento que atravesaban, para poder encontrar en el sueño el olvido de la vigilia. Y no bien las herraduras de la cabalgata del jefe de día resonaban en el empedrado de las calles, cuando alguna sombra se proyectaba desde una azotea, o algún postigo de una habitación en tinieblas se entreabría para dar paso a una mirada inquieta y buscadora.
Un caballo a galope daba origen a imaginar un chasque que volaba a anunciar una traición, una victoria, una derrota.
Un ruido cualquiera, cuya explicación no se podía encontrar en el momento, era clasificado de cañoneo, o de tropel de gente armada.
Y para más de uno, la comitiva de Mansilla pareció acaso un escuadrón del general Lavalle que se había precipitado a la ciudad.
¿Era la causa política quien ponía a los espíritus en esta irritabilidad nerviosa? Era más que esto: era la causa política y la causa individual quien los sujetaba a ese penoso modo de existencia, porque a las opiniones de la causa común ligado estaba para cada individuo el azar de su destino propio.
Los federalistas, por principio, sabían bien que no había que temer individualmente del triunfo del principio unitario, porque tal principio no venía campeando, ni el jefe de la cruzada libertadora venía a consumar venganzas de opiniones políticas. Mas ellos sabían que el caudillo llamado federal los había precipitado a una vida de responsabilidades privadas, en las cuales ya no entraba la política sino la justicia; y temían.
Los hombres pertenecientes al Club de la Mashorca, manchados con cuanto género de crimen puede conducir al cadalso, comprendían bien que eran millares de familias las que tenían descargando sobre ellos el anatema justísimo a que se habían hecho acreedores; porque sus insultos individuales no podían traer sino venganzas y castigos individuales; y a su vez, temblaban del triunfo de Lavalle.
Los que tenían un deudo en el Ejército Libertador recordaban que era una cuestión de sangre la que se iba a resolver a sus ojos: y temían de los combates.
Los que no habían dado jamás pruebas prácticas de su entusiasmo federal, motivo suficiente para la clasificación de unitario, sufrían la inquietud consiguiente a la incertidumbre de los sucesos pendientes: y temblaban por la patria y por ellos, al imaginarse una desgracia en el Ejército Libertador.
Y he ahí, pues, que toda la sociedad, de uno y de otro color político, sus clases complicadas en la actualidad por las opiniones o por las obras, por los parientes o por los amigos, toda entera estaba conmovida, y pendiente su espíritu del más leve incidente que ocurría.
Daniel, que marchaba al lado de Mansilla, percibía a menudo el movimiento de las ventanas, o las sombras en las azoteas, y comprendía perfectamente cuanto acabamos de decir.
-Nuestra buena ciudad no duerme, general, ¿no nota usted que es cierto lo que le digo?
-Todos esperan, amigo mío -contestó el general Mansilla, de cuyos labios rara vez salía una palabra sin malicia, sin doble sentido, o sin sátira.
-¿Pero todos una misma cosa, general?
-Todos.
-¡Es asombrosa la mancomunidad de opiniones que reina bajo nuestro sistema federal!
Mansilla dio vuelta y miró furtivamente a aquella alhaja, como él decía, y luego contestó:
-Especialmente en una cosa. ¿La adivina usted?
-Palabra de honor, que no.
-Hay una admirable mancomunidad de deseos, de que esto se acabe cuanto antes.
-¿Esto? ¿Y qué es esto, general?
Mansilla volvió a mirar a Daniel, porque la pregunta era una estocada a fondo sobre sus confianzas.
-La situación, quiero decir.
-¡Ah, la situación! Pero para usted no pasará nunca la situación política, general Mansilla.
-¿Cómo así?
-Usted no es hombre para vivir en la vida doméstica; necesita usted los asuntos públicos, y sea en favor, sea en oposición al gobierno, habrá usted siempre de figurar en nuestro país.
-¿Aunque entrasen los unitarios?
-Aunque entrasen. Hay muchos de nuestros federales que figurarán entre ellos.
-Sí; y algunos estarán en un puesto muy eminente, por ejemplo, en la horca; pero, en fin, nosotros debemos estar siempre al lado del Restaurador.
El doble sentido de esa palabra no escapó a Daniel; pero prosiguió con una naturalidad infantil:
-Sí, él es digno de que ninguno lo abandonemos en este trance.
-No crea usted que es terrible, este hombre tiene mucha suerte.
-Es que representa la causa federal.
-Que es la mejor de todas, ¿no es verdad? -dijo Mansilla, mirando a Daniel.
-Así lo he aprendido en las sesiones del Congreso Constituyente.
Mansilla se mordió los labios: él había sido unitario en el Congreso; pero Daniel tenía tal aspecto de sencillez, que el astuto viejo no pudo comprender bien si aquellas palabras eran, o no, un sarcasmo.
Daniel continuó:
-Causa que nunca habrá de ser destruida por los unitarios. No hay que equivocarse, solamente los federales podrán dar en tierra con el general Rosas.
-Parece que tuviera usted cincuenta años, señor Bello.
-Es que me fijo mucho en lo que oigo.
-¿Y qué es lo que usted oye?
-La popularidad de que gozan algunos federales; usted por ejemplo, general.
-¿Yo?
-Sí, usted. Sin los lazos de parentesco que le unen al Señor Gobernador, éste vigilaría mucho sobre usted, porque no debe ignorar la popularidad de que goza, y sobre todo, su talento y su valor. A pesar de que he oído que hablando de esto alguna vez en 1835, dijo que usted no servía sino para revueltas de real y medio.
Mansilla acercó violentamente su caballo al de Daniel y le dijo con una voz nerviosa:
-Son propias de ese gaucho bruto estas palabras; ¿pero sabe usted por qué las ha dicho?
-Por broma quizá, general -contestó Daniel con la mayor sangre fría.
-Porque me tiene miedo -dijo Mansilla apretando el brazo de Daniel, y adjetivando el nombre de Rosas con aquella palabra que debía ser pronunciada bien claro, para poder ser rey de España, según decían los españoles, en su última guerra con los franceses.
Aquella brusca declaración era propia del carácter de Mansilla, mezcla de valor y de petulancia, de arrojo y de indiscreción. Pero la situación era tan grave, que no dejó de conocer pronto que se había avanzado demasiado en sus confianzas con Daniel; mas era tarde ya para retroceder, y creyó que lo mejor sería arrancar iguales confianzas de su compañero de ronda, y le dijo con su astucia natural:
-Yo sé que si pegase un grito tendría toda la juventud en mi favor, porque ninguno de ustedes quiere este orden de cosas en que vivimos.
-¿Sabe usted, general, que yo creo lo mismo? -le contestó Daniel, como si por la primera vez de su vida le ocurriese tal idea.
-Y usted sería el primero en estar a mi lado.
-¿En una revolución?
-En... en cualquier cosa -dijo Mansilla no atreviéndose a pronunciar aquella palabra.
-Me parece que tendría usted muchos que lo siguieran.
-¿Pero vendría usted? -preguntó Mansilla insistiendo en arrancar alguna confidencia de aquel joven que acababa de ser depositario de una enorme indiscreción suya.
-¿Yo? Mire usted, general, yo no podría por una sencilla razón.
-¿Y cuál?
-Porque yo he jurado no asociarme a nada de lo que hagan los jóvenes de mi edad, desde que ellos en su mayor parte se han hecho unitarios, y yo sigo y profeso los principios de la Federación.
-¡Bah, bah, bah!
Y Mansilla separó su caballo, queriendo convencerse de que Daniel no era sino un muchacho hablantín, y sin peso ninguno en sus ideas, pues que aquel escrúpulo de amor propio no podía caber en un espíritu superior.
Daniel continuó, como si nada notase:
-Además, general, yo tengo horror a la política y me avengo mejor con la literatura y con las damas, como se lo decía esta tarde a Agustinita, cuando me pedía que le acompañase a usted esta noche.
-Así lo creo -contestó Mansilla con sequedad.
-Qué quiere usted, yo quiero ser tan buen porteño como el general Mansilla.
-¿Qué?
-Es decir, quiero acreditarme como él en el concepto de las buenas mozas.
El amor había sido siempre el flaco de Mansilla, como su fuerte habían sido siempre las tramoyas políticas; y Daniel le empezó a dar en el clavo.
-Pero esos tiempos ya se pasaron -dijo Mansilla sonriendo.
-No para la crónica.
-Bah, ¡la crónica!; ¿y qué sacamos con eso?
-Ni para la actualidad si usted quiere.
-Eso no es cierto.
-Cierto. Hay mil unitarios que odian al general Mansilla, de envidia por la mujer que tiene.
-¿Es linda mi mujer, eh? ¡Es linda! -dijo Mansilla casi parando su caballo, y mirando a su compañero con un semblante lleno de satisfecha vanidad.
-Es la reina de las bellas; así lo confiesan hasta los mismos unitarios, y me parece que si ha sido el último triunfo, ha valido por todos.
-Eso del último...
-Vamos, no quiero saber nada, general... Yo quiero mucho a Agustinita... y no quiero oír que usted le hace infidelidades.
-Ah, mi amigo, si usted enoja y desenoja a las mujeres como a los hombres, usted tendrá en su vida más aventuras que yo.
-¡No entiendo, general! -le contestó Daniel fingiendo la más perfecta sorpresa.
-Dejemos esto, ya estamos en el cuartel de Ravelo.
En efecto, habían llegado al cuartel donde dormían cien negros vicios a las órdenes del coronel Ravelo, y hecha la inspección de ordenanza, siguieron luego a visitar el cuarto batallón de patricios, a las órdenes de Ximeno; y en seguida algunos otros retenes.
Pero, ¡cosa singular!, el champagne de la Federación parecía no fermentar ya en el pecho de sus entusiastas hijos; pues que salían sin espuma las preguntas, las respuestas, las conversaciones todas, que tenían con el jefe de día los jefes a quienes se acercaba, y lo que allí pasaba, sucedía en todas partes y en todas las clases... Causa sin fe, sin conciencia, sin entusiasmo del corazón, que trepidaba y desmayaba al primer amago de sus adversarios políticos.., sacerdotes sin religión, que besaban el suelo cuando el ídolo se columpiaba sobre su altar de cráneos.
Daniel veía y estudiaba todo, y se decía a sí mismo a cada paso:
-«Doscientos hombres solamente, y toda esta gente se la entregaba atada de pies y manos al general Lavalle.»
Eran ya las tres de la mañana cuando el general Mansilla tomó para su casa, en la calle del Potosí.
Daniel lo acompañó hasta ella. Pero él no quería que el cuñado de Rosas durmiese inquieto por sus confidencias, y le dijo, al llegar a la casa:
-¡General, usted ha desconfiado de mí, y lo siento!
-¿Yo, señor Bello?
-Sí; conocedor de que toda nuestra juventud se ha dejado fascinar por los locos de Montevideo, ha querido sondearme diciéndome cosas que no siente, porque yo sé bien que el Restaurador no tiene mejor amigo que el general Mansilla; pero felizmente usted no ha visto en mí sino patriotismo federal. ¿No es cierto? -preguntó Daniel fingiendo la expresión más tímida del mundo.
-Cierto, cierto -le contestó Mansilla apretándole la mano y sonriendo de aquel pobre y cándido muchacho, como él lo clasificaba en ese momento.
-¿De manera que contaré con la protección de usted, general?
-Siempre, a todas horas, Bello.
-Bien, entonces hasta mañana.
-Hasta mañana, gracias por la compañía.
Y Daniel dio vuelta a su caballo, riéndose y diciendo para sí mismo:
-«No hubiera dado un diablo por mi vida, mientras tú creyeses que yo tenía tu secreto; ahora me la has dejado rescatar, y no te he devuelto tu prenda: buenas noches, general Mansilla.»