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Amor de niño

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Amor de niño : Juguete romántico
de Luis Benjamín Cisneros


Se llamaba Ricardo. Contaba apenas siete años. Tenía los ojos azules y el rostro pálido. Sus cabellos negros, crespos y lustrosos flotaban sobre sus sienes y su cuello en hermosos rizos. Era imposible verle sin acariciarle ni oírle hablar sin sonreír y sin amarle.

Su madre, tipo de bondad y de dulzura, le llamaba siempre cuando, al brillar los últimos resplandores de la tarde, correteaba con los niños de la vecindad en el patio de su casa:

-¡Ricardo!

-Mamá, respondía desde lejos una voz límpida y plateada.

Los tristes sones del Ave María se desprendían en ese instante de las torres de la ciudad, y la ciudad enmudecía.

-Ven a rezar la oración.

Y el niño obediente venía con las mejillas sonrosadas, jadeante, con los cabellos desarreglados y el vestido descompuesto a arrodillarse a los pies de la que le llamaba.

Su fisonomía tomaba en ese instante una expresión indescriptible. Olvidado completamente del juego y de sus compañeros, con el rostro, iluminado, con los ojos levantados y fijos en los de su madre, parecía absorto en la oración. Sus labios murmuraban el rezo lentamente como si pensara lo que decía y como si hubiera sentido lo que pensaba.

Ella le tendía la mano. Él la besaba con efusión, aunque precipitadamente, y salía corriendo.

El padre de Ricardo era un rico negociante italiano. Establecido en América hacía muchos años, se había casado en Lima por amor, y aunque se creía dichoso, recordaba siempre el cielo de su patria con pesar y con profunda melancolía.

¡Adorable capricho de la naturaleza! los hermosos ojos del hijo tenían la expresión tierna y dolorosa de ese sentimiento del padre y el azul límpido y sereno del cielo cuyo recuerdo le entristecía.

El chiquillo era una mezcla encantadora de dos tipos: en su cuerpo se revelaban la gracia de contornos, la viveza de ademanes y la negligencia de actitud del tipo limeño; en su rostro se veía la pureza de formas, la dulzura y la radiante mirada del tipo italiano. Entre las cualidades morales de este último podían contarse una pasión loca por la música y la admiración instintiva por todo lo bello.

Su padre se había casado, joven aún, con una de las más distinguidas y afamadas bellezas de su época. Los ardientes amores que habían precedido a su matrimonio habían durado cuatro años. Los obstáculos vencidos, los billetes y los juramentos cambiados al través de las rejas y de los muros de un monasterio hicieron gran ruido en Lima. La pasión había sido borrascosa y romántica.

Diez meses después de casados, la hermosa limeña daba a luz un robusto niño con un rostro tierno, risueño e ideal como el de esos ángeles que Rafael solía pintar en las apoteosis accesorias de sus vírgenes inmortales.

Fruto de un amor romanesco, impetuoso y reconcentrado durante cuatro años de penas y de lágrimas, el corazón de Ricardo estaba preparado para una intensidad de sentimientos, extraños en un niño.

¿Porqué cada vez que Virginia venía a tocar un instante en el piano de la casa, corría Ricardo a colocarse de pie junto a ella? Apoyando su cabeza sobre una mano en el ángulo del piano, los negros y abundantes rizos de su cabellera se desprendían y deslizaban entre sus dedos. Con sus grandes ojos azules clavados en Virginia, el niño la contemplaba tristemente y escuchaba en silencio.

Sus padres y Virginia misma lo observaban y sonreían.

Virginia era hija de un alto funcionario público de Trujillo. Instalado transitoriamente en Lima como senador de su departamento, habitaba los altos de la casa con toda su familia.

Rayando en la aurora de los diez y ocho años, dotada de una cutis blanca como el alabastro, Virginia poseía una belleza suprema al mismo tiempo que dulce y simpática. La regularidad de sus facciones era acabada, y había alrededor de toda su persona como una atmósfera de luz y de armonía. Por la dulzura ingenua de sus sonrisas y por sus frases sentimentales se adivinaban los tesoros escondidos de entusiasmo, de bondad y de ternura que encerraba su corazón.

Cuando la bella joven provinciana acababa de tocar el piano, tomaba entre sus manos las del niño y le contaba con una gracia encantadora una de esas historietas que hacen sufrir, estremecer y llorar a los seres inocentes de la edad de Ricardo. Otras veces eran anécdotas infantiles y chistosas sin otro objeto que el de hacerlo reír para admirar su rostro de ángel en la plenitud de la animación. Ricardo reía con el abandono de la infancia, y Virginia contemplaba, cada vez más extasiada, los dos arcos de perlas diminutas, iguales y centellantes que resaltaban tras de sus labios como engastadas en dos círculos de coral.

La joven besaba al niño en la frente, se levantaba y salía.

Ricardo la acompañaba hasta el corredor, y solo volvía a entrar cuando Virginia había acabado de subir la escalera y desaparecido a sus ojos.

¿Qué pasaba en ese instante en el alma del niño?

¿Os acordáis de vuestra infancia? ¿Habéis sido uno de esos niños tímidos, reconcentrados y contemplativos, o uno de esos chiquillos locos y aturdidos que, al entrar en la vida, parecen poseídos del vértigo de las primeras impresiones? ¿No habéis sentido en vuestros años de inocencia la atracción vaga y misteriosa de la mujer? ¿Niños no habéis amado como niños? ¿No visteis jamás penetrar en casa de vuestros padres una mujer de facciones virginales, de líneas de estatua, vestida de blanco, coronada de rosas, serena, majestuosa y radiante como una visión de los cielos? ¿Impulsados por la curiosidad no fuisteis a tocar sus vestidos con vuestra propia mano como para convenceros de si era una mujer igual a todas las demás? ¿No presentisteis en esos instantes algo de lo que habéis sentido después? ¿No os dijisteis de una manera vaga e indefinida que vuestra mayor felicidad, cuando fuerais hombres, sería la de pasar toda vuestra vida al lado de esa aparición sobrehumana? ¿No balbuceasteis tímidamente este pensamiento al oído de una antigua criada de la casa que sonrió de vuestra confidencia y se burló de vuestra ingenuidad? ¿Su figura no quedó grabada en vuestra mente como una sombra de esos países y campos encantados de que se habla a los niños? ¿No os asaltaba su recuerdo y no la recordabais con ternura? ¿Niños, habéis amado como niños?

La candorosa simpatía de Ricardo por Virginia había comenzado de la manera siguiente.

La familia trujillana estaba invitada una noche por la mujer del negociante para ir al teatro. A la hora señalada la familia bajó en grupo para reunirse a su amigo y entró en el principal.

Ricardo jugaba en el patio. Al ver pasar este grupo de personas cubiertas de bellos adornos y de vestidos ricos y brillantes, se quedó deslumbrado y sorprendido. Por curiosidad y por admiración el niño entró con la familia hasta el dormitorio de su madre.

Virginia se colocó ante el gran espejo de un ropero para arreglarse con más armonía el sencillo collar que adornaba su cuello de Venus. Dos luces, colocadas a los extremos, iluminaban su rostro con plena claridad.

Ricardo se encontraba detrás de ella y se había quedado contemplando en una actitud de éxtasis la imagen de la bella provinciana reflejada en el espejo. Un momento después se acercó a ella y tomando uno de los pliegues de su vestido, sin saber lo que hacía, le dijo con un acento lleno de gracia, de ternura y de humildad infantil:

-¡Qué linda estás, Virginia! ¿A dónde vas?

El tono indefinible con que fueron pronunciadas estas palabras produjo el estallido de una carcajada unánime.

Virginia desprendió su vestido de la mano del niño y le contestó con dulzura:

-Vamos al teatro.

Cuando Ricardo se acostó esa noche, preguntó a la a la criada que le acompañaba qué cosa era el teatro. La pobre criada, que tampoco lo sabía, le habló de un lugar resplandeciente de belleza donde se oía una música celestial.

Impresionada por esta descripción maravillosa y sin forma, el alma de Ricardo comenzó a soñar y a sentir, con ese desvarió absurdo y lúcido de que solo es capaz la imaginación de un niño. Con los ojos fijos en el cielo de su lecho y como si se hubiera hallado lejos del mundo y en las alturas del espacio, Ricardo vio abiertos ante sí firmamentos radiantes e iluminados por prismas de colores; presentándosele todo de una manera confusa y extraña, quedó absorto ante risueñas perspectivas cuyos paisajes cambiaban a cada instante; el niño se encontraba bajo las mismas impresiones que el hombre que, después de un día de borrasca en las soledades del mar contempla, al caer la tarde, los vivos matices, los informes dibujos, y el movimiento majestuoso de las nubes en la bóveda del occidente; misteriosas y divinas armonías llegaban a sus oídos; nubes de armiño, deslizándose lentamente, llevaban sobre sí fantásticos grupos de danza que se destacaban con suaves coloridos en el fondo azul de los cielos; hermosas ninfas, medio cubiertas por arreboles de oro y coronadas de rosas, pasaban cantando y vaciaban en el espacio cestos de flores que al caer se convertían en estrellas.

Esta vaga idealización del teatro no era en realidad más que la idealización del lugar en que Virginia debía encontrarse en ese instante, o mejor dicho; era una apoteosis infantil de su imaginación a la visión divina cuyo recuerdo no podía borrarse de su espíritu.

Ricardo se quedó dormido contemplando la imagen de Virginia reflejada en el espejo del ropero.

El que quería alcanzar algo de Ricardo no tenía más que pronunciar el nombre de Virginia. El niño cesaba de murmurar, reflexionaba un instante y obedecía resignado.

Virginia cayó gravemente enferma.

Los facultativos comenzaban a temer por su vida.

Una noche -era la noche en que el peligro parecía más inminente- los médicos habían recomendado a la enferma la más completa quietud. Virginia se había adormecido. A fin de evitar todo ruido en torno suyo, todas las personas de la familia se habían alejado del dormitorio reuniéndose en la sala.

Eran las doce de la noche. Los padres de Ricardo habían salido a hacer algunas visitas, y antes de recogerse subieron para informarse del estado de Virginia.

Tanto ellos como la familia del senador se dirigieron a la habitación en que la enferma dormía. Al llegar a ella abrieron la puerta suavemente. Una luz cubierta por una pantalla iluminaba la habitación con una tenue claridad.

Al pie de la cama había un sillón en el cual se distinguía como el bulto de una persona.

Era Ricardo que velaba a la enferma, pero que, en lugar de velar, se había quedado dormido recorriendo los grabados de un libro.

Virginia despertó y contó sonriendo lo que había pasado.

El niño había entrado de puntillas. Una vez cerca de la cama, se quedó examinando si la enferma dormía. En seguida llevó la mano a la frente de la joven, y creyéndola completamente aletargada, la besó en la mejilla repetidas veces, y Virginia abrió los ojos. Sintiéndose turbado, él le ofreció cariñosamente de beber y fue a sentarse en el sillón.

Los padres llegaron a alarmarse.

Desde ese día se adoptaron en la casa las medidas más severas para alejar de la idea de Ricardo todo lo que pudiera alimentar ese apasionado sentimiento por Virginia, casto, risible e inocente, pero raro y prematuro en un niño.

Bella, simpática, de una educación esmerada y con un corazón de diez y ocho años, Virginia amaba y era amada.

En los salones de la aristocracia limeña había encontrado un distinguido joven de su provincia que concibió por ella una pasión ardiente. La hija del senador le correspondía con toda la efusión de los primeros amores.

La razón y el sentimiento hacían de los dos jóvenes dos futuros esposos recíprocamente enamorados y felices.

Las cosas no tardaron en arreglarse.

El distinguido provinciano poseía en su país natal algunas propiedades que reclamaban su presencia.

Poco tiempo después se casaron, y el mismo día de su matrimonio Virginia y su marido partieron para Trujillo.

Por una imprudente precaución, tal vez exagerada, tal vez inútil, los padres de Ricardo le habían ocultado todos los preliminares de este acontecimiento.

La noche en que, al volver del colegio, se impuso Ricardo del matrimonio de Virginia, y más que todo, de su súbita desaparición, su llanto fue desesperado y sus gritos de dolor no encontraron consuelo.

Pero sus sufrimientos no fueron ni de una hora ni los de un niño.

Ese llanto se prolongó durante algunos días por accesos frecuentes.

Ricardo se volvió pensativo. Su carácter tomó cierta tendencia a la tristeza, sus movimientos de expansión y de júbilo desaparecieron, y hasta en sus sonrisas se veía una expresión de amargura.

Pocos días después, los síntomas de una enfermedad mortal vinieron a aterrar el corazón de los padres.

Ricardo comenzó a caer al suelo repentinamente y sin sentido.

¡Pobre madre!

Era una dulce mañana del mes de abril.

Yo había salido de Chorrillos a caballo.

La grata frescura de la mañana, el deseo de gozar de la verdura y de la sombra de los árboles, y más que todo, la intención de comprar algunas flores me habían conducido en la dirección de los tranquilos huertos de Surco.

Al llegar al pueblo recordé que un amigo me había dicho que la familia del rico comerciante italiano X... se encontraba allí. Mi primer pensamiento fue el de hacerme indicar la casa en que vivía.

Al entrar en el patio de la casa noté que en el interior reinaba una profunda quietud.

Cuando hube bajado del caballo y me dirigí hacia la puerta de la sala, vi levantarse para recibirme un hombre vestido de luto.

Jamás olvidaré ese instante.

El señor X... se llegó a mí conmovido y con los ojos empañados por las lágrimas. Después de estrecharme la mano en silencio, señaló a su mujer que lloraba en un ángulo del sofá.

El rostro pálido y desencajado de la señora revelaba el dolor y las vigilias recientes.

Todo esfuerzo para luchar con el destino había sido inútil. La muerte lenta y esperada había devorado su presa. Ricardo acababa de ser sepultado esa mañana misma en el cementerio del pueblo.

En las horas de delirio que habían precedido a la agonía, lo mismo que durante toda la enfermedad, el nombre sentido de Virginia había venido repetidas veces a los labios del desdichado niño.

Los médicos declararon que Ricardo había muerto de una hipertrofia al corazón.

La tristeza de ese cuadro y la melancolía de la muerte se apoderaron de mi espíritu. La sensibilidad del hombre sería una palabra vana si las emociones de este género pudieran sufrirse sin que el llanto desbordara involuntariamente.

La madre me contó, con la voz entrecortada por los sollozos, la historia que acabo de relatar.

Yo había oído referir a algunos amigos míos, en el colegio, que a los siete u ocho años habían estado perdidamente enamorados. Diciéndome a mí mismo que querían aparentar sentimientos absurdos, siempre había reído de ellos interiormente.

Pero ante esta relación de una madre que lloraba sobre la fosa apenas cubierta de un hijo, me sentí impresionado.

Yo me pregunté si la naturaleza, que presenta fenómenos de precocidad en todo, no podía presentar el de la precocidad de sentimientos. Hay niños en que se ven milagros de inteligencia prematura: hay hombres precoces para las malas pasiones y para todos los vicios.

¿Por qué ha de hacer una excepción la naturaleza con el sentimiento más tierno, más espontáneo y más santo del corazón humano?

Yo no olvidé mis flores.

Pero en lugar de llevarlas a Chorrillos, fui a regar con ellas la fosa de Ricardo.

Antes de alejarme de ella, me arrodillé y deshojé las últimas rosas blancas que me quedaban en la mano sobre su cruz funeraria.