Ana Karenina I/Capítulo II
Capítulo II
Esteban Arkadievich era leal consigo mismo. No podía, pues, engañarse asegurándose que estaba arrepentido de lo que había hecho.
No, imposible arrepentirse de lo que hiciera un hombre como él, de treinta y cuatro años, apuesto y aficionado a las damas; ni de no estar ya enamorado de su mujer, madre de siete hijos, cinco de los cuales vivían, y que tenía sólo un año menos que él.
De lo que se arrepentía era de no haber sabido ocultar mejor el caso a su esposa. Con todo, comprendía la gravedad de la situación y compadecía a Dolly, a los niños y a sí mismo.
Tal vez habría tomado más precauciones para ocultar el hecho mejor si hubiese imaginado que aquello tenía que causar a Dolly tanto efecto.
Aunque no solía pensar seriamente en el caso, venía suponiendo desde tiempo atrás que su esposa sospechaba que no le era fiel, pero quitando importancia al asunto. Creía, además, que una mujer agotada, envejecida, ya nada hermosa, sin atractivo particular alguno, buena madre de familia y nada más, debía ser indulgente con él, hasta por equidad.
¡Y he aquí que resultaba todo lo contrario!
«¡Es terrible, terrible! », se repetía Esteban Arkadievich, sin hallar solución. «¡Con lo bien que iba todo, con lo a gusto que vivíamos! Ella era feliz rodeada de los niños, yo no la estorbaba en nada, la dejaba en entera libertad para que se ocupase de la casa y de los pequeños. Claro que no estaba bien que ella fuese precisamente la institutriz de la casa. ¡Verdaderamente, hay algo feo, vulgar, en hacer la corte a la institutriz de nuestros propios hijos!... ¡Pero, qué institutriz! (Oblonsky recordó con deleite los negros y ardientes ojos de mademoiselle Roland y su encantadora sonrisa.) ¡Pero mientras estuvo en casa no me tomé libertad alguna! Y lo peor del caso es que... ¡Todo eso parece hecho adrede! ¡Ay, ay! ¿Qué haré? ¿Qué haré?»
Tal pregunta no tenía otra respuesta que la que la vida da a todas las preguntas irresolubles: vivir al día y procurar olvidar. Pero hasta la noche siguiente Esteban Arkadievich no podría refugiarse en el sueño, en las alegres visiones de los frascos convertidos en mujeres. Era preciso, pues, buscar el olvido en el sueño de la vida.
«Ya veremos», se dijo, mientras se ponía la bata gris con forro de seda azul celeste y se anudaba el cordón a la cintura. Luego aspiró el aire a pleno pulmón, llenando su amplio pecho, y, con el habitual paso decidido de sus piernas ligeramente torcidas sobre las que tan hábilmente se movía su corpulenta figura, se acercó a la ventana, descorrió los visillos y tocó el timbre.
El viejo Mateo, su ayuda de cámara y casi su amigo, apareció inmediatamente llevándole el traje, los zapatos y un telegrama.
Detrás de Mateo entró el barbero, con los útiles de afeitar.
–¿Han traído unos papeles de la oficina? –preguntó el Príncipe, tomando el telegrama y sentándose ante el espejo.
–Están sobre la mesa –contestó Mateo, mirando con aire inquisitivo y lleno de simpatía a su señor.
Y, tras un breve silencio, añadió, con astuta sonrisa:
–Han venido de parte del dueño de la cochera...
Esteban Arkadievich, sin contestar, miró a Mateo en el espejo. Sus miradas se cruzaron en el cristal: se notaba que se comprendían. La mirada de Esteban parecía preguntar: «¿Por qué me lo dices? ¿No sabes a qué vienen?».
Mateo metió las manos en los bolsillos, abrió las piernas, miró a su señor sonriendo de un modo casi imperceptible y añadió con sinceridad:
–Les he dicho que pasen el domingo, y que, hasta esa fecha, no molesten al señor ni se molesten.
Era una frase que llevaba evidentemente preparada.
Esteban Arkadievich comprendió que el criado bromeaba y no quería sino que se le prestase atención.
Abrió el telegrama, lo leyó, procurando subsanar las habituales equivocaciones en las palabras, y su rostro se iluminó.
–Mi hermana Ana Arkadievna llega mañana, Mateo –dijo, deteniendo un instante la mano del barbero, que ya trazaba un camino rosado entre las largas y rizadas patillas.
–¡Loado sea Dios! –exclamó Mateo, dando a entender con esta exclamación que, como a su dueño, no se le escapaba la importancia de aquella visita en el sentido de que Ana Arkadievna, la hermana queridísima, había de contribuir a la reconciliación de los dos esposos.
–¿La señora viene sola o con su marido? –preguntó Mateo.
Esteban Arkadievich no podía contestar, porque en aquel momento el barbero le afeitaba el labio superior; pero hizo un ademán significativo levantando un dedo. Mateo aprobó con un movimiento de cabeza ante el espejo.
–Sola, ¿eh? ¿Preparo la habitación de arriba?
–Consulta a Daria Alejandrovna y haz lo que te diga.
–¿A Daria Alejandrovna? –preguntó, indeciso, el ayuda de cámara.
–Sí. Y llévale el telegrama. Ya me dirás lo que te ordena.
Mateo comprendió que Esteban quería hacer una prueba, y se limitó a decir:
–Bien, señor
Ya el barbero se había marchado y Esteban Arkadievich, afeitado, peinado y lavado, empezaba a vestirse, cuando, lento sobre sus botas crujientes y llevando el telegrama en la mano, penetró Mateo en la habitación.
–Me ha ordenado deciros que se va. «Que haga lo que le parezca», me ha dicho. –Y el buen criado miraba a su señor, riendo con los ojos, con las manos en los bolsillos y la cabeza ligeramente inclinada.
Esteban Arkadievich callaba. Después, una bondadosa y triste sonrisa iluminó su hermoso semblante.
–Y bien, Mateo, ¿qué te parece? –dijo moviendo la cabeza.
–Todo se arreglará, señor –opinó optimista el ayuda de cámara.
–¿Lo crees así?
–Sí, señor.
–¿Por qué te lo figuras? ¿Quién va? –agregó el Príncipe al sentir detrás de la puerta el roce de una falda.
–Yo, señor –repuso una voz firme y agradable.
Y en la puerta apareció el rostro picado de viruelas del aya, Matrecha Filimonovna.
–¿Qué hay, Matrecha? –preguntó Esteban Arkadievich, saliendo a la puerta.
Aunque pasase por muy culpable a los ojos de su mujer y a los suyos propios, casi todos los de la casa, incluso Matrecha, la más íntima de Daria Alejandrovna, estaban de su parte.
–¿Qué hay? –repitió el Príncipe, con tristeza.
–Vaya usted a verla, señor, pídale perdón otra vez... ¡Acaso Dios se apiade de nosotros! Ella sufre mucho y da lástima de mirar.. Y luego, toda la casa anda revuelta. Debe usted tener compasión de los niños. Pídale perdón, señor.. ¡Qué quiere usted! Al fin y al cabo no haría mas que pagar sus culpas. Vaya a verla...
–No me recibirá...
–Pero usted habrá hecho lo que debe. ¡Dios es misericordioso! Ruegue a Dios, señor, ruegue a Dios...
–En fin, iré... –dijo Esteban Arkadievich, poniéndose encarnado. Y, quitándose la bata, indicó a Mateo–: Ayúdame a vestirme.
Mateo, que tenía ya en sus manos la camisa de su señor, sopló en ella como limpiándola de un polvo invisible y la ajustó al cuerpo bien cuidado de Esteban Arkadievich con evidente satisfacción.