Ana Karenina I/Capítulo IV

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Capítulo IV

Daria Alejandrovna, vestida con una sencilla bata y rodeada de prendas y objetos esparcidos por todas partes, estaba de pie ante un armario abierto del que iba sacando algunas cosas. Se había anudado con prisas sus cabellos, ahora escasos, pero un día espesos y hermosos, sobre la nuca, y sus ojos, agrandados por la delgadez de su rostro, tenían una expresión asustada.

Al oír los pasos de su marido, interrumpió lo que estaba haciendo y se volvió hacia la puerta, intentando en vano ocultar bajo una expresión severa y de desprecio, la turbación que le causaba aquella entrevista.

Lo menos diez veces en aquellos tres días había comenzado la tarea de separar sus cosas y las de sus niños para llevarlas a casa de su madre, donde pensaba irse. Y nunca conseguía llevarlo a cabo.

Como todos los días, se decía a sí misma que no era posible continuar así, que había que resolver algo, castigar a su marido, afrentarle, devolverle, aunque sólo fuese en parte, el dolor que él le había causado.

Pero mientras se decía que había de marchar, reconocía en su interior que no era posible, porque no podía dejar de considerarle como su esposo, no podía, sobre todo, dejar de amarle.

Comprendía, además, que si aquí, en su propia casa, no había podido atender a sus cinco hijos, peor lo habría de conseguir en otra. Ya el más pequeño había experimentado las consecuencias del desorden que reinaba en la casa y había enfermado por tomar el día anterior un caldo mal condimentado, y poco faltó para que los otros se quedaran el día antes sin comer.

Sabía, pues, que era imposible marcharse; pero se engañaba a sí misma fingiendo que preparaba las cosas para hacerlo.

Al ver a su marido, hundió las manos en un cajón, como si buscara algo, y no se volvió para mirarle hasta que lo tuvo a su lado. Su cara, que quería ofrecer un aspecto severo y resuelto, denotaba sólo sufrimiento e indecisión.

–¡Dolly! –murmuró él, con voz tímida.

Y bajó la cabeza, encogiéndose y procurando adoptar una actitud sumisa y dolorida, pero, a pesar de todo, se le veía rebosante de salud y lozanía. Ella le miró de cabeza a pies con una rápida mirada.

«Es feliz y está contento –se dijo–. ¡Y en cambio yo! ¡Ah, esa odiosa bondad suya que tanto le alaban todos! ¡Yo le aborrezco más por ella!»

Contrajo los labios y un músculo de su mejilla derecha tembló ligeramente.

–¿Qué quiere usted? –preguntó con voz rápida y profunda, que no era la suya.

–Dolly –repitió él con voz insegura–. Ana llega hoy.

–¿Y a mí qué me importa? No pienso recibirla –exclamó su mujer.

–Es necesario que la recibas, Dolly.

–¡Váyase de aquí, váyase! –le gritó ella, como si aquellas exclamaciones le fuesen arrancadas por un dolor físico.

Oblonsky pudo haber estado tranquilo mientras pensaba en su mujer, imaginando que todo se arreglaría, según le dijera Mateo, en tanto que leía el periódico y tomaba el café. Pero al contemplar el rostro de Dolly, cansado y dolorido, al oír su resignado y desesperado acento, se le cortó la respiración, se le oprimió la garganta y las lágrimas afluyeron a sus ojos.

–¡Oh, Dios mío, Dolly, qué he hecho! –murmuró. No pudo decir más, ahogada la voz por un sollozo.

Ella cerró el armario y le miró.

–¿Qué te puedo decir, Dolly? Sólo una cosa: que me perdones... ¿No crees que los nueve años que llevamos juntos merecen que olvidemos los momentos de...

Dolly bajó la cabeza, y escuchó lo que él iba a decirle, como si ella misma le implorara que la convenciese.

–¿... los momentos de ceguera? –siguió él.

E iba a continuar, pero al oír aquella expresión, los labios de su mujer volvieron a contraerse, como bajo el efecto de un dolor físico, y de nuevo tembló el músculo de su mejilla.

–¡Váyase, váyase de aquí –gritó con voz todavía más estridente– y no hable de sus cegueras ni de sus villanías!

Y trató ella misma de salir, pero hubo de apoyarse, desfalleciente, en el respaldo de una silla. El rostro de su marido parecía haberse dilatado; tenía los labios hinchados y los ojos llenos de lágrimas.

–¡Dolly! –murmuraba, dando rienda suelta a su llanto–. Piensa en los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?

Yo sí soy culpable y estoy dispuesto a aceptar el castigo que merezca. No encuentro palabras con qué expresar lo mal que me he portado. ¡Perdóname, Dolly!

Ella se sentó. Oblonsky oía su respiración, fatigosa y pesada, y se sintió invadido, por su mujer, de una infinita compasión. Dolly quiso varias veces empezar a hablar; pero no pudo. Él esperaba.

–Tú te acuerdas de los niños sólo para valerte de ellos, pero yo sé bien que ya están perdidos –dijo ella, al fin, repitiendo una frase que, seguramente, se había dicho a sí misma más de una vez en aquellos tres días.

Le había tratado de tú. Oblonsky la miró reconocido, y se adelantó para cogerle la mano, pero ella se apartó de su esposo con repugnancia.

–Pienso en los niños, haría todo lo posible para salvarles, pero no sé cómo. ¿Quitándoles a su padre o dejándoles cerca de un padre depravado, sí, depravado? Ahora, después de lo pasado –continuó, levantando la voz–, dígame: ¿cómo es posible que sigamos viviendo juntos? ¿Cómo puedo vivir con un hombre, el padre de mis hijos, que tiene relaciones amorosas con la institutriz de sus hijos?

–¿Y qué quieres que hagamos ahora? ¿Qué cabe hacer? –repuso él, casi sin saber lo que decía, humillando cada vez más la cabeza.

–Me da usted asco, me repugna usted –gritó Dolly, cada vez más agitada–. ¡Sus lágrimas son agua pura! ¡Jamás me ha amado usted! ¡No sabe lo que es nobleza ni sentimiento!... Le veo a usted como a un extraño, sí, como a un extraño –dijo, repitiendo con cólera aquella palabra para ella tan terrible: un extraño.

Oblonsky la miró, asustado y asombrado de la ira que se retrataba en su rostro. No comprendía que lo que provocaba la ira de su mujer era la lástima que le manifestaba. Ella sólo veía en él compasión, pero no amor.

«Me aborrece, me odia y no me perdonará», pensó Oblonsky.

–¡Es terrible, terrible! –exclamó.

Se oyó en aquel momento gritar a un niño, que se había, seguramente, caído en alguna de las habitaciones. Daria Alejandrovna prestó oído y su rostro se dulcificó repentinamente. Permaneció un instante indecisa como si no supiera qué hacer y, al fin, se dirigió con rapidez hacia la puerta.

«Quiere a mi hijo», pensó el Príncipe. «Basta ver cómo ha cambiado de expresión al oírle gritar. Y si quiere a mi hijo, ¿cómo no ha de quererme a mí?»

–Espera, Dolly: una palabra más –dijo, siguiéndola.

–Si me sigue, llamaré a la gente, a mis hijos, para que todos sepan que es un villano. Yo me voy ahora mismo de casa. Continúe usted viviendo aquí con su amante. ¡Yo me voy ahora mismo de casa!

Y salió, dando un portazo.

Esteban Arkadievich suspiró, se secó el rostro y lentamente se dirigió hacia la puerta.

«Mateo dice que todo se arreglará» , reflexionaba, «pero no sé cómo. No veo la manera ¡Y qué modo de gritar! ¡Qué términos! Villano, amante... –se dijo, recordando las palabras de su mujer–. ¡Con tal que no la hayan oído las criadas! ¡Es terrible! » , se repitió. Permaneció en pie unos segundos, se enjugó las lágrimas, suspiró, y, levantando el pecho, salió de la habitación.

Era viernes. En el comedor, el relojero alemán estaba dando cuerda a los relojes. Esteban Arkadievich recordó su broma acostumbrada, cuando, hablando de aquel alemán calvo, tan puntual, decía que se le había dado cuerda a él para toda la vida a fin de que él pudiera darle a su vez a los relojes, y sonrió. A Esteban Arkadievich le gustaban las bromas divertidas. «Acaso», volvió a pensar, «se arregle todo! ¡Qué hermosa palabra arreglar!», se dijo. «Habrá que contar también ese chiste. »

Llamó a Mateo:

–Mateo, prepara la habitación para Ana Arkadievna. Di a María que te ayude.

–Está bien, señor.

Esteban Arkadievich se puso la pelliza y se encaminó hacia la escalera.

–¿No come el señor en casa? –preguntó Mateo, que iba a su lado.

–No sé; veremos. Toma, para el gasto –dijo Oblonsky, sacando diez rublos de la cartera–. ¿Te bastará?

–Baste o no, lo mismo nos tendremos que arreglar ––dijo Mateo, cerrando la portezuela del coche y subiendo la escalera.

Entre tanto, calmado el niño y comprendiendo por el ruido del carruaje que su esposo se iba, Daria Alejandrovna volvió a su dormitorio. Aquél era su único lugar de refugio contra las preocupaciones domésticas que la rodeaban apenas salía de allí. Ya en aquel breve momento que pasara en el cuarto de los niños, la inglesa y Matrena la habían preguntado acerca de varias cosas urgentes que había que hacer y a las que sólo ella podía contestar. «¿Qué tenían que ponerse los niños para ir de paseo?» «¿Les daban leche?»

«¿Se buscaba otro cocinero o no?»

–¡Déjenme en paz! –había contestado Dolly, y, volviéndose a su dormitorio, se sentó en el mismo sitio donde antes había hablado con su marido, se retorció las manos cargadas de sortijas que se deslizaban de sus dedos huesudos, y comenzó a recordar la conversación tenida con él.

«Ya se ha ido», pensaba. «¿Cómo acabará el asunto de la institutriz? ¿Seguirá viéndola? Debí habérselo preguntado.

No, no es posible reconciliarse... Aun si seguimos viviendo en la misma casa, hemos de vivir como extraños el uno para el otro. ¡Extraños para siempre!», repitió, recalcando aquellas terribles palabras. «¡Y cómo le quería! ¡Cómo le quería, Dios mío! ¡Cómo le he querido! Y ahora mismo: ¿no le quiero, y acaso más que antes? Lo horrible es que ...»

No pudo concluir su pensamiento porque Matrena Filimonovna se presentó en la puerta.

–Si me lo permite, mandaré a buscar a mi hermano, señora ––dijo–. Si no, tendré que preparar yo la comida, no sea que los niños se queden sin comer hasta las seis de la tarde, como ayer.

–Ahora salgo y miraré lo que se haya de hacer. ¿Habéis enviado por leche fresca?

Y Daria Alejandrovna, sumiéndose en las preocupaciones cotidianas, ahogó en ellas momentáneamente su dolor.