Ana Karenina II/Capítulo IV
Capítulo IV
La gran sociedad de San Petersburgo es, en rigor, un círculo en el que todos se conocen y se visitan mutuamente. Mas ese amplio círculo posee sus subdivisiones.
Así, Ana Arkadievna tenía relaciones en tres diferentes sectores: uno en el ambiente oficial de su marido, con sus colaboradores y subordinados, unidos y separados de la manera más extraña en el marco de las circunstancias sociales. En la actualidad, Ana difícilmente recordaba aquella especie de religioso respeto que sintiera al principio hacia aquellas personas. Conocía ya a todos como se conoce a la gente en una pequeña ciudad provinciana. Sabía las costumbres y debilidades de cada uno, dónde les apretaba el zapato, cuáles eran sus relaciones mutuas y, con respecto al centro principal; no ignoraba dónde encontraban apoyo, ni como ni por qué lo encontraban, ni en qué puntos coincidían o divergían entre ellos.
Pero aquel círculo de intereses políticos y varoniles no la había interesado nunca y a pesar de los consejos de la condesa Lidia Ivanovna procuraba frecuentarlo lo menos posible.
Otro círculo vecino a Ana era aquel a través del cual hiciera su carrera Alexis Alejandrovich. La condesa Lidia Ivanovna era el centro de aquel círculo. Se trataba de una sociedad de mujeres feas, viejas y muy religiosas y de hombres inteligentes, sabios y ambiciosos.
Cierto hombre de talento que pertenecía a aquel círculo lo denominaba «la conciencia de la sociedad de San Petersburgo». Alexis Alejandrovich estimaba mucho aquel ambiente y Ana, que sabía granjearse las simpatías de todos, encontró en tal medio muchos amigos en los primeros tiempos de su vida en la capital.
Pero a su regreso de Moscú aquella sociedad se le hizo insoportable. Le parecía que allí todos fingían, como ella, y se sentía tan aburrida y a disgusto en aquel mundillo que procuró visitar lo menos posible a la condesa Lidia Ivanovna.
El tercer círculo en que Ana tenía relaciones era el gran mundo propiamente dicho, el de los bailes, el de los vestidos elegantes, el de los banquetes, mundo que se apoya con una mano en la Corte para no rebajarse hasta ese semimundo que los miembros de aquél pensaban despreciar, pero con el que tenían no ya semejanza, sino identidad de gustos.
Ana mantenía relaciones con este círculo mediante la princesa Betsy Tverskaya, esposa de su primo hermano, mujer con ciento veinte mil rublos de renta y que, desde la primera aparición de Ana en su ambiente, la quiso, la halagó y la arrastró con ella, burlándose del círculo de la condesa Lidia Ivanovna.
–Cuando sea vieja, yo seré como ellas –decia Betsy–, pero usted, que es joven y bonita, no debe ingresar en ese asilo de ancianos.
Al principio, Ana había evitado el ambiente de la Tverskaya, por exigir más gastos de los que podía permitirse y también porque en el fondo daba preferencia al primero de aquellos círculos. Pero desde su viaje a Moscú ocurría lo contrario: huía de sus amigos intelectuales y frecuentaba el gran mundo.
Solía hallar en él a Vronsky y tales encuentros le producían una emocionada alegría. Con frecuencia le veía en casa de Betsy, Vronskaya de nacimiento y prima de Vronsky.
El joven acudía a todos los sitios donde podía encontrar a Ana y le hablaba de su amor siempre que se presentaba ocasión para ello.
Ana no le daba esperanzas, pero en cuanto le veía se encendía en su alma aquel sentimiento vivificador que experimentara en el vagón el día en que le viera por primera vez. Tenía la sensación precisa de que, al verle, la alegría iluminaba su rostro y le dilataba los labios en una sonrisa, y que le era imposible dominar la expresión de aquella alegría.
Al principio, Ana se creía de buena fe molesta por la obstinación de Vronsky en perseguirla. Mas, a poco de volver de Moscú y después de haber asistido a una velada en la que, contando encontrarle, no le encontró, hubo de reconocer, por la tristeza que experimentaba, que se engañaba a sí misma, y que las asiduidades de Vronsky no sólo no le desagradaban sino que constituían todo el interés de su vida.
La célebre artista cantaba por segunda vez y toda la alta sociedad se hallaba reunida en el teatro.
Vronsky, viendo a su prima desde su butaca de primera fila, pasó a su palco sin esperar el entreacto.
–¿Cómo no vino usted a comer? –preguntó Betsy.
Y añadió con una sonrisa, de modo que sólo él la pudiera entender:
–Me admira la clarividencia de los enamorados. Ella no estaba. Pero venga cuando acabe la ópera.
Vronsky la miró, inquisitivo. Ella bajó la cabeza. Agradeciendo su sonrisa, él se sentó junto a Betsy.
–¡Cómo me acuerdo de sus burlas! –continuó la Princesa, que encontraba particular placer en seguir el desarrollo de aquella pasión–. ¿Qué queda de lo que usted decía antes? ¡Le han atrapado, querido!
–No deseo otra cosa que eso –repuso Vronsky, con su sonrisa tranquila y benévola–. Sólo me quejo, a decir verdad, de no estar más atrapado... Empiezo a perder la esperanza.
–¿Qué esperanza puede usted tener? –dijo Betsy, como enojada de aquella ofensa a la virtud de su amiga–. Entendons–nous...
Pero en sus ojos brillaba una luz indicadora de que sabía tan bien como Vronsky la esperanza a que éste se refería.
–Ninguna –repuso él, mostrando, al sonreír, sus magníficos dientes–. Perdón –añadió, tomando los gemelos de su prima y contemplando por encima de sus hombros desnudos la hilera de los palcos de enfrente–.Temo parecer un poco ridículo...
Sabía bien que a los ojos de Betsy y las demás personas del gran mundo no corría el riesgo de parecer ridículo. Le constaba que ante ellos puede ser ridículo el papel de enamorado sin esperanzas de una joven o de una mujer libre. Pero el papel de cortejar a una mujer casada, persiguiendo como fin llevarla al adulterio, aparecía ante todos, y Vronsky no lo ignoraba, como algo magnífico, grandioso, nunca ridículo.
Así, dibujando bajo su bigote una sonrisa orgullosa y alegre, bajó los gemelos y miró a su prima:
–¿Por qué no vino a comer? –preguntó Betsy, mirándole a su vez.
–Me explicaré... Estuve ocupado... ¿Sabe en qué? Le doy cien o mil oportunidades de adivinarlo y estoy seguro de que no acierta. Estaba poniendo paz entre un esposo y su ofensor. Sí, en serio...
–¿Y lo ha conseguido?
–Casi.
–Tiene que contármelo –dijo ella, levantándose–. Venga al otro entreacto.
–Imposible. Me marcho al teatro Francés.
–¿No se queda a oír a la Nilson? ––exclamó Betsy, horrorizada, al considerarle incapaz de distinguir a la Nilson de una corista cualquiera.
–¿Y qué voy a hacer, pobre de mí? Tengo una cita allí relacionada con esa pacificación.
–Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán salvados ––dijo Betsy, recordando algo parecido dicho por alguien–. Entonces, siéntese y cuénteme ahora. ¿De qué se trata?
Y Betsy, a su vez, se sentó de nuevo.