Ana Karenina II/Capítulo VII
Capítulo VII
Se oyeron pasos cerca de la puerta principal. Betsy, reconociendo a la Karenina, miró a Vronsky. El dirigió la vista a la puerta y en su rostro se dibujó una expresión extraña, nueva. Miró fijamente, con alegría y timidez, a la que entraba. Luego se levantó con lentitud.
Ana entró en el salón muy erguida, como siempre, y, sin mirar a los lados, con el paso rápido, firme y ligero que la distinguía de las otras damas del gran mundo, recorrió la distancia que la separaba de la dueña de la casa.
Estrechó la mano a Betsy, sonrió y al sonreír volvió la cabeza hacia Vronsky, quien la saludó en voz muy baja y le ofreció una silla.
Ella contestó con una simple inclinación de cabeza, ruborizándose y arrugando el entrecejo. Luego, estrechando las manos que se le tendían y saludando con la cabeza a los conocidos, se dirigió a la dueña.
–Estuve en casa de la condesa Lidia. Me proponía venir más temprano, pero me quedé allí más tiempo del que quería. Estaba sir John. Es un hombre muy interesante...
–¡Ah, el misionero!
–Contaba cosas interesantísimas sobre la vida de los pieles rojas.
La conversación, interrumpida por la llegada de Ana, renacía otra vez como la llama al soplo del viento.
–¡Sir John! Sí, sir John. Le he visto. Habla muy bien. La Vlasieva está enamorada de él.
–¿Es cierto que la Vlasieva joven se casa con Topar?
–Sí. Dicen que es cosa decidida.
–Me parece extraño por parte de sus padres, pues según las gentes es un matrimonio por amor.
–¿Por amor? ¡Tiene usted ideas antediluvianas! ¿Quién se casa hoy por amor? –dijo la embajadora.
–¿Qué vamos a hacerle? Esta antigua costumbre, por estúpida que sea, sigue aún de moda –repuso Vronsky.
–Peor para los que la siguen... Los únicos matrimonios felices que yo conozco son los de conveniencia.
–Sí; pero la felicidad de los matrimonios de conveniencia queda muchas veces desvanecida como el polvo, precisamente porque aparece esta pasión en la cual no creían –replicó Vronsky.
–Nosotros llamamos matrimonios de conveniencia a aquellos que se celebran cuando el marido y la mujer están ya cansados de la vida. Es como la escarlatina, que todos deben pasar por ella.
–Entonces hay que aprender a hacerse una inoculación artificial de amor, una especie de vacuna...
–Yo, de joven, estuve enamorada del sacristán –dijo la Miágkaya–. No sé si eso me sería útil.
–Bromas aparte, creo que, para conocer bien el amor, hay que equivocarse primero y corregir después la equivocación –dijo la princesa Betsy.
–¿Incluso después del matrimonio? –preguntó la esposa del embajador con un ligero tono de burla.
–Nunca es tarde para arrepentirse –alegó el diplomático recordando el proverbio inglés.
–Precisamente –afirmó Betsy– es así como hay que equivocarse para corregir la equivocación. ¿Qué opina usted de eso? –preguntó a Ana, que con leve pero serena sonrisa escuchaba la conversación.
–Yo pienso –dijo Ana, jugueteando con uno de sus guantes que se había quitado–, yo pienso que hay tantos cerebros como cabezas y tantas clases de amor como corazones.
Vronsky miraba a Ana, esperando sus palabras con el pecho oprimido. Cuando ella hubo hablado, respiró, como si hubiese pasado un gran peligro.
Ana, de improviso, se dirigió a él:
–He recibido carta de Moscú. Me dicen que Kitty Scherbazkv está seriamente enferma.
–¿Es posible? –murmuró Vronsky frunciendo las cejas.
Ana le miró con gravedad.
–¿No le interesa la noticia?
–Al contrario, me interesa mucho. ¿Puedo saber concretamente lo que le dicen? –preguntó él.
Ana, levantándose, se acercó a Betsy.
–Déme una taza de té –dijo, parándose tras su silla.
Mientras Betsy vertía el té, Vronsky se acercó a Ana.
–¿Qué le dicen? –repitió.
–Yo creo que los hombres no saben lo que es nobleza, aunque siempre están hablando de ello –comentó Ana sin contestarle–. Hace tiempo que quería decirle esto –añadió.
Y, dando unos pasos, se sentó ante una mesa llena de álbumes que había en un rincón.
–No comprendo bien lo que quieren decir sus palabras –dijo Vronsky, ofreciéndole la taza.
Ella miró el diván que había a su lado y Vronsky se sentó en él inmediatamente.
–Quería decirle –continuó ella sin mirarle– que ha obrado usted mal, muy mal.
–¿Y cree usted que no sé que he obrado mal? Pero ¿cuál ha sido la causa de que haya obrado de esta manera?
–¿Por qué me dice eso? –repuso Ana mirándole con severidad.
–Usted sabe por qué –contestó él, atrevido y alegre, encontrando la mirada de Ana y sin apartar la suya.
No fue él sino ella la confundida.
–Eso demuestra que usted no tiene corazón –dijo Ana.
Pero la expresión de sus ojos daba a entender que sabía bien que él tenía corazón y que precisamente por ello le temía.
–Eso a que usted aludía hace un momento era una equivocación, no era amor.
–Recuerde que le he prohibido pronunciar esta palabra, esta repugnante palabra –dijo Ana, estremeciéndose imperceptiblemente,
Pero comprendió en seguida que con la palabra «prohibido» daba a entender que se reconocía con ciertos derechos sobre él y que, por lo mismo, le animaba a hablarle de amor.
Ana continuó mirándole fijamente a los ojos, con el rostro encendido por la animación:
–Hoy he venido aquí expresamente, sabiendo que le encontraría, para decirle que esto debe terminar.
Jamás he tenido que ruborizarme ante nadie y ahora usted me hace sentirme culpable, no sé de qué...
Él la miraba, sorprendido ante la nueva y espiritual belleza de su rostro.
–¿Qué desea usted que haga? –preguntó, con sencillez y gravedad.
–Que se vaya a Moscú y pida perdón a Kitty –dijo Ana.
–No desea usted eso.
Vronsky comprendía que Ana le estaba diciendo lo que consideraba su deber y no lo que ella deseaba que hiciera.
Si me ama usted como dice –murmuró ella–, hágalo para mi tranquilidad.
El rostro de Vronsky resplandeció de alegría.
–Ya sabe que usted significa para mí la vida; pero no puedo darle la tranquilidad, porque yo mismo no la tengo. Me entrego a usted entero, le doy todo mi amor, eso sí... No puedo pensar por separado en usted y en mí; a mis ojos los dos somos uno. De aquí en adelante, no veo tranquilidad posible para usted ni para mí.
Sólo posibilidades de desesperación y desgracia... o de felicidad. ¡Y de qué felicidad! ¿No es posible esa felicidad? –preguntó él con un simple movimiento de los labios. Pero ella le entendió.
Reunió todas las fuerzas de su espíritu para contestarle como debía, pero en lugar de ello posó sobre él, en silencio, una mirada de amor.
«¡Oh! –pensaba él, delirante–. En el momento en que yo desesperaba, en que creía no llegar nunca al fin... se produce lo que tanto anhelaba. Ella me ama, me lo confiesa...»
–Bien, hágalo por mí. No me hable más de ese modo y sigamos siendo buenos amigos –murmuró Ana. Pero su mirada decía lo contrario.
–No podemos ser sólo amigos, esto lo sabe y muy bien. En su mano está que seamos los más dichosos o los más desgraciados del mundo.
Ella iba a contestar, mas Vronsky la interrumpió:
–Una sola cosa le pido: que me dé el derecho de esperar y sufrir como hasta ahora. Si ni aun eso es posible, ordéneme desaparecer y desapareceré. Si mi presencia la hace sufrir, no me verá usted más.
–No deseo que se vaya usted.
–Entonces no cambie las cosas en nada. Déjelo todo como está –dijo él, con voz trémula–. ¡Ah, allí viene su marido!
Efectivamente, Alexey Alejandrovich entraba en aquel momento en el salón con su paso torpe y calmoso.
Después de dirigir una mirada a su mujer y a Vronsky, se acercó a la dueña de la casa y, una vez ante su taza de té, comenzó a hablar con su voz lenta y clara, en su tono irónico habitual, con el que parecía burlarse de alguien:
–Vuestro Rambouillet está completo –dijo mirando a los concurrentes–. Se hallan presentes las Gracias y las Musas.
La condesa Betsy no podía soportar aquel tono tan sneering , como ella decía; y, como corresponde a una prudente dueña de casa, le hizo entrar en seguida en una conversación seria referente al servicio militar obligatorio.
Alexey Alejandrovich se interesó en la conversación inmediatamente y comenzó, en serio, a defender la nueva ley que la princesa Betsy criticaba.
Ana y Vronsky seguían sentados junto a la mesita del rincón.
–Esto empieza ya a pasar de lo conveniente –dijo una señora, mostrando con los ojos a la Karenina, su marido y Vronsky.
–¿Qué decía yo? –repuso la amiga de Ana.
No sólo aquellas señoras, sino casi todos los que estaban en el salón, incluso la princesa Miágkaya y la misma Betsy, miraban a la pareja, separada del círculo de los demás, como si la sociedad de ellos les estorbase.
El único que no miró ni una vez en aquella dirección fue Alexey Alejandrovich, atento a la interesante conversación, de la que no se distrajo un momento.
Observando la desagradable impresión que aquello producía a todos, Betsy se las ingenió para que otra persona la sustituyese en el puesto de oyente de Alexey Alejandrovich y se acercó a Ana.
–Cada vez me asombran más la claridad y precisión de las palabras de su marido –dijo Betsy–. Las ideas más abstractas se hacen claras para mí cuando él las expone.
–¡Oh, sí! –dijo Ana con una sonrisa de felicidad, sin entender nada de lo que Betsy le decía.
Y, acercándose a la mesa, participó en la conversación general.
Alexey Alejandrovich, tras media hora de estar allí, se acercó a su mujer y le propuso volver juntos a casa.
Ella, sin mirarle, contestó que se quedaba a cenar. Alexey Alejandrovich saludó y se fue.
El cochero de la Karenina, un tártaro grueso y entrado en años, vestido con un brillante abrigo de cuero, sujetaba con dificultad a uno de los caballos, de color gris, que iba enganchado al lado izquierdo y se encabritaba por el frío y la larga espera ante las puertas de Betsy.
El lacayo abrió la portezuela del coche. El portero esperaba, con la puerta principal abierta.
Ana Arkadievna, con su ágil manecita, desengachaba los encajes de su manga de los corchetes del abrigo y escuchaba animadamente, con la cabeza inclinada, las palabras de Vronsky, que salía acompañándola.
–Supongamos que usted no me ha dicho nada –decía él–. Yo, por otra parte, tampoco pido nada, pero usted sabe que no es amistad lo que necesito. La única felicidad posible para mí en la vida está en esta palabra que no quiere usted oír: en el amor.
–El amor –repitió ella lentamente, con voz profunda.
Y al desenganchar los encajes de la manga, añadió:
–Si rechazo esa palabra es precisamente porque significa para mí mucho más de cuanto usted puede imaginar –y, mirándole a la cara, concluyó–: ¡Hasta la vista!
Le dio la mano y, andando con su paso rápido y elástico, pasó ante el portero y desapareció en el coche.
Su mirada y el contacto de su mano arrebataron a Vronsky. Besó la palma de su propia mano en el sitio que Ana había tocado y marchó a su casa feliz comprendiendo que aquella noche se había acercado más a su objetivo que en el curso de los dos meses anteriores.