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Ana Karenina II/Capítulo XIII

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Capítulo XIII

Levin se calzó las altas botas. Por primera vez no se puso la pelliza, sino una poddevka de paño.

Luego salió para inspeccionar su propiedad, pisando ora finas capas de hielo, ora el barro pegajoso, al seguir las márgenes de los arroyos que brillaban bajo los rayos del sol.

La primavera es la época de los planes y de los propósitos. Al salir del patio, Levin, como un árbol en primavera que no sabe aún cómo y hacia dónde crecerán sus jóvenes tallos y los brotes cautivos en sus capullos, ignoraba aún lo que empezaría ahora en su amada propiedad, pero se sentía henchido de hermosos y grandes propósitos.

Ante todo fue a ver el ganado.

Hicieron salir al cercado las vacas, de reluciente pelaje, que mugían deseando marchar al prado. Una vez examinadas las vacas, que conocía en sus menores detalles, Levin ordenó que las dejasen salir al prado y que pasasen al cercado a los terneros.

El pastor corrió alegremente a prepararse para salir. Tras los becerros mugientes, locos de exaltación por el ambiente primaveral, corrían las vaqueras, empuñando sus varas, para hacerles entrar en el cercado, pisando presurosas el barro con sus pies blancos no quemados aún por el sol.

Una vez examinadas las crías de aquel año (los terneros lechales eran grandes como las vacas de los campesinos, y la becerra de la «Pava» , mayor aún), Levin ordenó que se sacaran las gamellas y se pusiera heno detrás de las empalizadas portátiles que les servían de encierro.

Pero sucedió que las empalizadas, que no se habían usado durante el invierno, estaban rotas. Levin mandó llamar al carpintero contratado para construir la trilladora mecánica, mas resultó que éste estaba arreglando los rastrillos que ya debía haber dejado listos para Carnaval.

Levin se sintió contrariado. Le disgustaba no poder salir de aquella desorganización constante del trabajo, contra la cual luchaba desde hacía años con todas sus fuerzas.

Según se informó, las empalizadas, al no ser empleadas en el invierno, habían sido llevadas a la cuadra y, por ser empalizadas ligeras, construidas para los becerros, se estropearon. Para colmo, los rastrillos y aperos, que había ordenado que reparasen antes de terminar el invierno, y para lo cual habían sido contratados tres carpinteros, no estaban arreglados aún, y los rastrillos sólo los reparaban ahora, cuando ya era hora de empezar los trabajos.

Levin envió a buscar al encargado, pero no pudo esperar, y en seguida salió también él en busca suya.

El encargado, radiante como todo en aquel día, vestido con una zamarra de piel de cordero, volvía de la era rompiendo una brizna de hierba entre las manos.

–¿Cómo es que el carpintero no está arreglando la trilladora?

–Ayer quería decir al señor que era preciso arreglar los rastrillos, que es ya tiempo de labrar.

–¿Por qué no los han arreglado en invierno?

–¿Para qué quería el señor traer entonces un carpintero?

–¿Y las empalizadas del corral de los terneros?

–He mandado llevarlas a su sitio. ¡No sabe uno qué hacer con esta gente! –dijo el encargado, gesticulando.

–¡Con quien no se sabe qué hacer es con este encargado y no con esta gente! –observó Levin, irritado. Y gritó–: ¿Para qué le tengo a usted?

Pero, recordando que con aquello no resolvía el asunto, se interrumpió, limitándose a suspirar.

–¿Qué? ¿Podemos sembrar ya? –preguntó tras breve silencio.

–Mañana o pasado podremos sembrar detrás de Turkino.

–¿Y el trébol?

–He enviado a Basilio con Michka, pero no sé si podrán, porque la tierra está todavía muy blanda.

–¿Cuántas deciatinas de trébol ha mandado usted sembrar?

–Seis.

–¿Y por qué no todas?

El saber que habían sembrado seis deciatinas y no veinte le disgustaba todavía más. Por teoría y por su propia experiencia, Levin sabía que la siembra de trébol sólo daba buenos resultados cuando se sembraba muy pronto, casi con nieve. Y nunca pudo conseguir que se hiciese así.

–No tenemos gente. ¿Qué quiere que hagamos? Tres de los jornaleros no han acudido hoy al trabajo. Ahora Semen...

–Habríais debido hacerles dejar la paja.

–Ya lo he hecho.

–¿Dónde están, pues, los hombres?

–Cinco están preparando el estiércol; cuatro aventan la avena para que no se estropee, Constantino Dmietrievich.

Levin entendió que aquellas palabras significaban que la avena inglesa preparada para la siembra se había estropeado ya por no haber hecho lo que él ordenara.

–Ya le dije, por la Cuaresma, que aventase la avena –exclamó Levin.

–No se apure; todo se hará a su tiempo.

Levin hizo un gesto de disgusto y se dirigió a los cobertizos para examinar la avena antes de volver a las cuadras.

La avena no estaba estropeada aún. Los jornaleros la cogían con palas en vez de vaciarla directamente en el granero de abajo. Levin dio orden de hacerlo así y tomó dos hombres para encargarles la siembra del trébol, con lo que su irritación contra el encargado se calmó en parte.

Además, en un día tan hermoso resultaba imposible enojarse.

–Ignacio –dijo al cochero, que con los brazos arremangados lavaba la carretela junto al pozo–: ensilla un caballo.

–¿Cuál, señor?

–«Kolpik».

–Bien, señor.

Mientras ensillaban, Levin llamó al encargado, que rondaba por allí, y, para hacer las paces, le habló de sus proyectos y de los trabajos que habían de efectuarse en el campo.

Habría que acarrear pronto el estiércol para que quedase terminado antes de la primera siega. Había que labrar incesantemente el campo más apartado para mantenerlo en buen estado. La siega debía hacerse con la ayuda de jornaleros y a medias con ellos.

El encargado escuchaba atentamente y se le veía esforzarse para aprobar las órdenes del amo. Pero conservaba el aspecto de desesperación y abatimiento, tan conocido por Levin y que tanto le irritaba, con el que parecía significar: «Todo está muy bien; pero al final haremos las cosas como Dios quiera».

Nada disgustaba a Levin tanto como aquella actitud, pero todos los encargados que había tenido habían hecho igual; todos obraban del mismo modo con respecto a sus planes. Por eso Levin no se enfadaba ya, sino que se sentía impotente para luchar con aquella fuerza que dijérase primitiva del «como Dios quiera» que siempre acababa por imponerse a sus propósitos.

–Veremos si puede hacerse, Constantino Dmitrievich –dijo, al fin, el encargado.

–¿Y por qué no ha de poder hacerse?

–Habría que tomar quince jornaleros más, y no vendrán. Hoy han venido, pero piden setenta rublos en el verano.

Levin calló. Allí, frente a él, estaba otra vez aquella fuerza. Ya sabía que, por más que hiciera, nunca lograba hallar más de treinta y ocho a cuarenta jornaleros con salario normal. Hasta cuarenta los conseguía, pero nunca pudo tener más. De todos modos, no podía dejar de luchar.

–Si no vienen, enviad a buscar obreros a Sura y á Chefirovska. Hay que buscar.

–Como enviar, enviaré –dijo tristemente Basilio Fedorich–. Pero los caballos están otra vez muy debilitados.

–Compraremos caballos. Ya sé –añadió Levin, riendo– que ustedes lo hacen todo con lentitud y mal, pero este año no les dejaré hacerlo a su gusto. Lo haré yo mismo.

–No sé cómo lo hará, porque ya ahora apenas duerme. Para nosotros es mejor trabajar bajo el ojo del amo.

–Ha dicho usted que están sembrando el trébol detrás de Beresovy Dol; voy a ver cómo lo hacen –dijo Levin.

Y montó en « Kolpik», el caballito bayo que le llevaba el cochero.

–¡No podrá usted atravesar el arroyo –le gritó éste.

–Iré por el bosque en ese caso.

Y al rápido paso del caballo, cansado de la larga inmovilidad y de que relinchaba al pasar sobre los charcos, impaciente por galopar, salió del patio cubierto de barro y se halló en pleno campo.

Si en el corral, entre el ganado, se sentía contento, ahora en el campo se sintió más alegre aún. Al pasar por el bosque, meciéndose suavemente al trote de su caballo, sobre la nieve blanda llena de pisadas que se veía aún aquí y allá, respiraba el aroma a la vez tibio y fresco de la nieve y la tierra; y la vista de cada árbol con el musgo nuevo que cubría la corteza y los botones a punto de abrirse le alegraba el alma. Al salir del bosque se abrió ante él la amplia extensión del campo lleno de un aterciopelado y suave verdor, sin calveros ni pantanos, sólo, en algunos lugares, con restos de nieve en fusión.

No se enojó siquiera al ver la yegua de un aldeano que, con su potro, pastaba en sus campos, limitándose a mandar a un trabajador que los hiciera salir de allí, ni tampoco con la estúpida y burlona respuesta del campesino Ipat, al que encontró por el camino, y que al preguntarle: «¿Qué, Ipat? ¿Sembraremos pronto?», le contestó: «Antes hay que labrar, Constantino Dmitrievich».

Cuanto más se alejaba Levin, más alegre se sentía y sus planes de mejora de la propiedad se le aparecían a cual mejor: plantar estacas en todos los campos, mirando al sur, de modo que la nieve no pudiese amontonarse; dividir el terreno en seis partes cubiertas de estiércol y tres de hierba, construir un corral en la parte más lejana de las tierras, cavar un depósito para el abono y hacer cercas portátiles para el ganado. Con ello habría trescientas deciatinas de trigo candeal, cien de patatas, ciento cincuenta de trébol, sin cansar para nada la tierra.

Embargado por estas ilusiones, Levin, conduciendo cuidadosamente su caballo por los deslindes para no pisar las plantas, se acercó a los jornaleros que sembraban el trébol.

El carro con la simiente no estaba en el prado, sino en la tierra labrada, y el trigo invernizo quedaba aplastado y removido por las ruedas y por las patas del caballo. Los jornaleros permanecían sentados en la linde, probablemente fumando todos una misma pipa. La tierra del carro, con la que se mezclaban las semillas, no estaba bien desmenuzada, y se había convertido en una masa de terrones duros y helados.

Viendo al amo, el jornalero Basilio se dirigió al carro y Minchka empezó a sembrar. Aquello le hizo muy mal efecto, pero Levin se enojaba pocas veces contra los jornaleros.

Cuando Basilio se acercó, Levin le ordenó que sacase el caballo del sembrado.

–No hace ningún daño, señor. La semilla brotará igualmente ––dijo Basilio.

–Hazme el favor de no replicar y obedece a lo que te digo –repuso Levin.

–Bien, señor –contestó Basilio, tomando el caballo por la cabeza–. ¡Hay una siembra de primera! –dijo, adulador–. Pero no se puede andar por el campo. Parece que lleva uno un pud de tierra en cada pie.

–¿Por qué no está cribada la tierra? –preguntó Levin

–Lo está, lo hacemos sin la criba –contestó Basilio–. Cogemos las semillas y deshacemos la tierra con las manos.

Basilio no tenía la culpa de que le dieran la tierra sin cribar, pero el hecho indignaba a Levin.

En esta ocasión Levin puso en práctica un procedimiento que había ya empleado más de una vez con eficacia, a fin de ahogar en él todo disgusto y convertir en agradable lo ingrato. Viendo a Michka, que avanzaba arrastrando enormes masas de barro en cada pie, se apeó, cogió la sembradora de manos de Basilio y se dispuso a sembrar.

–¿Dónde te has parado? –preguntó a Basilio.

Éste le indicó con el pie el sitio al que había llegado y Levin comenzó a sembrar, como pudo, la tierra mezclada con las semillas. Era muy difícil andar: la tierra estaba convertida en un barrizal. Levin, tras recorrer un surco, empezó a sudar y devolvió la sembradora a Basilio.

–En verano, señor, no me riña por este surco –dijo Basilio.

–¿Por qué? –preguntó alegremente Levin, sintiendo que el remedio empleado daba el resultado que esperaba.

–En verano lo verá. El surco será diferente de los otros. Mire usted cómo ha crecido lo que yo sembré la primavera pasada. Yo, Constantino Dmitrievich, procuro hacer el trabajo a conciencia como si fuera para mi propio padre. No me gusta trabajar mal, ni permito que otros lo hagan. Así el amo queda contento y nosotros también. ¡Se le ensancha a uno el corazón viendo esa abundancia! –añadió Basilio mostrando el campo.

–¡Qué hermosa primavera!, ¿verdad, Basilio?

–Ni los viejos recuerdan otra parecida. He pasado por mi casa porque el viejo ha sembrado tres octavas de trigo. Dice que crece tan bien que no puede distinguirse del centeno.

–¿Hace mucho que sembráis trigo?

–Desde hace dos años, cuando usted nos enseñó a hacerlo. ¿No se acuerda que nos regaló dos medidas?

De ello, vendimos una parte y sembramos el resto.

–Bien, desmenuza con cuidado la tierra –dijo Levin, acercándose al caballo– y vigila a Michka. Si la siembra crece bien, te daré cincuenta copecks por deciatina.

–Muchas gracias. Pero ya estamos contentos de usted sin necesidad de eso.

Levin montó y se dirigió al prado en el que sembraron el trébol el año anterior, y que ahora estaba preparado y arado para sembrar trigo. El trébol, que había crecido mucho en el rastrojo, estaba ya muy alto.

Su vivo verdor destacaba entre los secos tallos de trigo del año pasado y la cosecha prometía ser magnífica.

El caballo de Levin se hundía hasta las corvas y, con sus patas, chapoteaba vigorosamente, luchando por salir de la tierra medio helada. Como no se podía pasar por el campo arado, el caballo sólo pisaba fuerte allí donde quedaba algo de hielo, pero en los surcos, ablandados por el deshielo, el animal se hundía hasta los jarretes.

El campo estaba muy bien arado. De allí a dos días se podría trabajar y sembrar. Todo era hermoso y alegre.

Levin regresó vadeando el arroyo. Esperaba que las aguas hubiesen bajado ya y, en efecto, pudo pasar, espantando al hacerlo a una pareja de patos silvestres.

«Seguramente hay también chochas», pensó Levin, y el guardabosque, al que encontró al doblar el camino dirigiéndose a casa, le confirmó su suposición.

Levin se encaminó a casa al trote largo, a fin de tener tiempo de comer y preparar la escopeta para la tarde.