Ana Karenina II/Capítulo XXIII
Capítulo XXIII
Varias veces había probado Vronsky, aunque no tan resueltamente como ahora, a hablar con Ana de su situación. Y cada vez encontraba la misma superficialidad y la misma ligereza de reflexión que ahora demostraba ella al contestar a la proposición que le hacía.
Se diría que existía algo que Ana no quería o no podía aclarar consigo misma, como si cada vez que empezaba a hablar de aquello la verdadera Ana se ensimismara y resultase otra mujer, extraña a él, una mujer a quien no amaba, a la que temía y que le rechazaba.
Pero Vronsky, hoy, estaba resuelto, pasara lo que pasara, a decirlo todo.
–Lo sepa o no su marido –manifestó con su tono habitual, firme y sereno–, a nosotros nos da igual. Pero no podemos continuar así, sobre todo ahora.
–¿Y qué quiere que hagamos? –preguntó ella, con su acostumbrada sonrisa irónica.
Había temido que Vronsky tomara a la ligera su confidencia y ahora se sentía disgustada contra sí misma, al ver que él deducía del hecho la necesidad absoluta de una resolución enérgica.
–Tiene que confesarlo todo a su marido y abandonarle.
–Bien: imagine que se lo confieso ––dijo Ana–. ¿Sabe lo qué pasaría? Se lo puedo decir desde ahora –y una luz malévola brilló en sus ojos, tan dulces momentos antes–. «¿Conque ama usted a ese hombre y mantiene con él relaciones ilícitas? –y al imitar a su esposo subrayó la palabra "ilícitas", como habría hecho Alexey Alejandrovich–. Ya le advertí sus consecuencias en el sentido religioso, familiar y social... Usted no ha escuchado mis consejos. Pero yo no puedo deshonrar mi nombre...» –Ana iba a añadir: « ni el de mi hijo», pero no quiso complicar al niño en su burla, y añadió: «deshonrar mi nombre» , y alguna cosa más por el estilo. Continuó aún–: En resumen, con su estilo de estadista y sus palabras precisas y claras, me dirá que no puede dejarme marchar y que tomará cuantas medidas estén a su alcance para evitar el escándalo. Y hará, serena y escrupulosamente, lo que diga. No es un hombre, sino una máquina. Y una máquina perversa cuando se irrita –añadió, recordando a Alexey Alejandrovich con todos los detalles de su figura, con su modo de hablar, acusándolo de todo lo que de malo podía encontrar en él, no perdonándole nada por aquella terrible bajeza de que ella era culpable ante su marido.
–Ana –dijo Vronsky, con voz suave y persuasiva, tratando de calmarla–, de todos modos hay que decírselo y después obrar según lo que él decida.
–¿Y tendremos que huir?
–¿Por qué no? No veo posibilidad de seguir así, y no sólo por mí, sino porque veo cuánto sufre usted.
–Claro: huir... y convertirme en su amante –dijo Ana con malignidad.
–¡Ana! –exclamó él con tierno reproche.
–Sí –continuó ella–: ser su amante y perderlo todo.
Habría querido decir «perder a mi hijo», pero no le fue posible pronunciar la palabra.
Vronsky no podía comprender que Ana, naturaleza enérgica y honrada, pudiera soportar aquella situación de falsedades y no quisiera salir de ella. No sospechaba que la causa principal la concretaba aquella palabra «hijo», que Ana no se atrevía ahora a pronunciar.
Cuando Ana pensaba en su hijo y en las futuras relaciones que habría de tener con él si se separaba de su esposo, se estremecía pensando en lo que había hecho y entonces no podía reflexionar; mujer al fin, no buscaba más que persuadirse de que todo quedaría igual que en el pasado y olvidar la terrible incógnita de lo que sería de su hijo.
–Te pido, lo imploro –dijo Ana de repente, en distinto tono de voz, sincero y dulce, y cogiéndole las manos– que no vuelvas a hablarme de eso.
–Pero Ana...
–¡Jamás! Déjame hacer. Conozco toda la bajeza y todo el horror de mi situación. ¡Pero no es tan fácil de arreglar como te figuras! Déjame y obedéceme. No me hables más de esto. ¿Me lo prometes? ¡No, no: prométemelo!
–Te prometo lo que quieras, pero no puedo quedar tranquilo, sobre todo después de lo que me has dicho.
No puedo estar tranquilo cuando tú no lo estás.
–¿Yo? –repuso ella–. Es verdad que a veces padezco. Pero eso pasará si no vuelves a hablarme de... Sólo con hablar de ello me atormentas...
–No comprendo... –dijo Vronsky.
–Pues yo sí comprendo –interrumpió Ana– que te es penoso mentir, porque eres de condición honorable, y te compadezco. Pienso a veces que has estropeado tu vida por mí.
–Lo mismo pensaba yo de ti en este momento –dijo Vronsky–. ¿Cómo has podido sacrificarlo todo por mí? No podré nunca perdonarme el haberte hecho desgraciada.
–¿Desgraciada yo? –dijo Ana, acercándose a él y mirándole con una sonrisa llena de amor y de felicidad–. ¡Si soy como un hambriento al que han dado de comer! Podrá quizá sentir frío, tener el vestido roto y experimentar vergüenza, pero no es desgraciado. ¿Yo desgraciada? No, en esto he hallado precisamente mi felicidad.
Oyó en aquel momento la voz de su hijo que se acercaba y, lanzando una mirada que abarcó toda la terraza, se levantó con apresuramiento.
Sus ojos se iluminaron con un fulgor bien conocido por él, y, con un rápido movimiento, levantó sus manos cubiertas de sortijas, tomó la cabeza de Vronsky, le miró largamente y, acercando su rostro, con los labios abiertos y sonrientes, le besó en la boca y en ambos ojos y luego le apartó.
Quiso marchar de la terraza, pero Vronsky la retuvo.
–¿Hasta cuándo? –murmuró contemplándola enajenado.
–Hasta esta noche a la una –contestó Ana.
Y, suspirando profundamente, se dirigió, con paso rápido y ligero, al encuentro de su hijo.
La lluvia había sorprendido a Sergio en el Parque grande y tuvo que esperar, con el aya, refugiado en el pabellón principal.
–Hasta pronto –dijo Ana a Vronsky–. Dentro de poco tengo que salir para ir a las carreras. Betsy quedó en venir a buscarme.
Vronsky consultó el reloj y salió precipitadamente.