Ana Karenina II/Capítulo XXXII
Capítulo XXXII
Los detalles de los que se enteró la Princesa relativos al pasado de Vareñka y de sus relaciones con madame Stal, y que descubiró por ésta, son los siguientes:
Madame Stal era una mujer siempre enferma y excitada y de quien algunos decían que le había amargado la vida a su marido, mientras otros afirmaban que era él quien la atormentaba con su conducta crapulosa.
Después de divorciarse alumbró a un niño, que falleció al poco de nacer. Sus parientes, conociendo su sensibilidad y temiendo que la noticia la matase, suplantaron el cadáver por una niña nacida en la misma noche en San Petersburgo y que era hija del cocinero de la corte.
La niña era Vareñka. Más adelante, madame Stal averiguó que no era hija suya, pero continuó criándola. Los padres de Vareñka murieron y se quedó muy pronto sola en el mundo.
Madame Stal vivía desde hacía más de dos años en el extranjero, en el sur, sin salir de la cama. Algunos afirmaban que fingía y se hacia un pedestal de su fama de mujer virtuosa y piadosa, mientras otros sostenían que en realidad, en el fondo de su alma, era un ser virtuoso y de moral acendrada, que vivía sólo para el bien del prójimo como aparentaba.
Nadie sabía si su religión era católica, protestante u ortodoxa, pero una cosa era cierta: mantenía estrechas amistades con los altos dignatarios de todas las iglesias y confesiones.
Vareñka vivía siempre con ella en el extranjero, y cuantos trataban a Stal estimaban y querían a mademoiselle Vareñka como la llamaban.
Enterada de tales detalles, la Princesa no vio inconveniente en el trato de su hija con aquella joven, tanto más cuanto sus modales y educación eran excelentes y hablaba francés e inglés con perfección. En fin, lo principal era que madame Stal había asegurado sentir mucho que su enfermedad la impidiese tratar íntimamente a la Princesa, tal como era su deseo.
Kitty, tras conocer a Vareñka, se sentía cada vez más cautivada por su amiga y cada día le descubría nuevas cualidades.
Sabiendo que cantaba bien, la Princesa le pidió que fuera a su casa una tarde.
–Tenemos piano, Kitty lo toca. Cierto que no es muy bueno, pero nos complacerá mucho oírla a Usted –dijo la Princesa con una sonrisa forzada, que le resultó tanto más desagradable a Kitty cuando advirtió que Vareñka no tenía ganas de cantar.
No obstante, la joven acudió a la tarde con algunas piezas musicales. La Princesa invitó también a María Evgenievna y su hija y al coronel.
Vareñka, indiferente por completo a que hubiese desconocidos, se acercó al piano. No sabía acompañarse, pero leía las notas muy bien. Kitty, que tocaba el piano a la perfección, la acompañaba.
–Tiene usted un talento extraordinario de cantante –afirmó la Princesa, después que la muchacha hubo cantado de un modo admirable la primera pieza.
María Evgenievna y su hija alabaron a la muchacha y le agradecieron su amabilidad.
–Miren –dijo el coronel, asomándose a la ventana– cuánta gente ha venido a escucharla.
Salieron y vieron que, en efecto, al pie de la ventana se había reunido una multitud.
–Celebro infinitamente que les haya gustado –dijo simplemente Vareñka.
Kitty la miraba con orgullo. Le entusiasmaban el arte, la voz, el rostro y, más que nada, su carácter, que no se vanagloriaba de lo que había hecho y recibía las alabanzas con indiferencia, con el aspecto de limitarse a preguntar: «¿Canto más o no?».
«Si yo estuviese en su lugar, ¡qué orgullosa me habría sentido!», pensaba Kitty. « ¡Cuánto me hubiese satisfecho saber que había gente escuchándome bajo la ventana! Y a ella todo eso la deja fría. Sólo le mueve el deseo de no negarse y de complacer a mamá. ¿Qué hay en esta mujer? ¿Qué es lo que le da fuerza para prescindir de todos y permanecer independiente y serena? ¡Cuánto daría por saberlo y poder imitarla!», se decía Kitty, examinando el rostro tranquilo de su amiga.
La Princesa le pidió a la joven que cantase más y ella cantó con la misma perfección y serenidad, de pie junto al piano, llevando el compás sobre el instrumento con su mano fina y morena.
La segunda pieza del papel era una canción italiana. Kitty tocó la introducción y miró a Vareñka.
–Pasemos esto de largo –dijo ruborizándose.
Kitty detuvo la mirada, interrogativa y temerosa, en el rostro de su amiga.
–Bueno, bueno, pasemos a otra cosa... ––dijo precipitadamente Kitty, volviendo las hojas y adivinando que Vareñka tenía algún recuerdo relacionado con aquella canción.
–No –dijo la muchacha, poniendo la mano sobre la partitura y sonriendo–. Cantemos esto.
Y lo cantó tan serena y fría y con tanta perfección como antes.
Cuando acabó, todos le dieron gracias y se aprestaron a tomar el té. Las dos jóvenes salieron a un jardincillo que había junto a la casa.
–¿No es cierto que tiene usted algún recuerdo relacionado con esa canción? –preguntó Kitty–. No me explique nada –se apresuró a añadir–: dígame sólo si es verdad.
–¿Por qué no? Se lo contaré todo –repuso Vareñka con sencillez.
–Tengo, sí, un recuerdo que me fue muy penoso. Amaba a un hombre y solía cantarle esa romanza.
Kitty, en silencio, con los ojos muy dilatados, la miraba conmovida.
–Yo le quería a él y él a mí, pero su madre se oponía a nuestra boda y se casó con otra. Ahora vive cerca de nosotros y a veces lo veo. ¿No había imaginado Usted que yo pudiera también tener mi novelita de amor? ––dijo Vareñka.
Y en su rostro brilló un débil resplandor que, según presumió Kitty, en otro tiempo debía de iluminarlo por completo.
–¿Qué no lo he pensado? Si yo fuera hombre, después de conocerla a usted no podría amar a otra. No comprendo cómo pudo olvidarla y hacerla desgraciada por complacer a su madre. ¡Ese hombre no tiene corazón!
–¡Oh, sí! Es muy bueno, y yo no soy desgraciada; al contrario: soy muy feliz. ¿No cantamos más por hoy? –agregó, aproximándose a la casa.
–¡Qué buena es usted, qué buena! –exclamó Kitty. Y, deteniendo a Vareñka, la besó–. ¡Si yo pudiese parecerme a usted un poco!
–¿Para qué necesita parecerse a nadie? Es usted muy buena tal como es –replicó Vareñka con su sonrisa suave y fatigada.
–No, no soy buena... Pero dígame... Sentémonos aquí, se lo ruego –dijo Kitty, haciéndole sentarse de nuevo en el banco, a su lado–. Dígame: ¿acaso no es una ofensa que un hombre desprecie el amor de una, que no la quiera?
–¡Si no me ha despreciado! Estoy segura de que me amaba, pero era un hijo obediente...
–¿Y si no lo hubiese hecho por voluntad de su madre, sino por la suya propia? –repuso Kitty, comprendiendo que descubría su secreto y notando que su rostro, encendido con el rubor de la vergüenza, la traicionaba.
–Entonces se habría comportado mal y yo no sufriría al perderle –repuso Vareñka con firmeza, adivinando que ya no se trataba de ella, sino de Kitty.
–¿Y la ofensa? –preguntó–. La ofensa es imposible de olvidar...
Hablaba recordando cómo había mirado a Vronsky en el intervalo de la mazurca.
–¿Dónde está la ofensa? Usted no ha hecho nada malo.
–Peor que malo. Estoy avergonzada.
Vareñka movió la cabeza y puso su mano sobre la de Kitty.
–¿Avergonzada de qué? –dijo–. Supongo que no le diría Usted al hombre que se mostró indiferente a que lo quisiera...
–¡Claro que no! Nunca le dije una palabra. Pero él lo sabía. Hay miradas que... Hay modos de obrar.. ¡Aunque viva cien años no lo olvidaré nunca!
–Pues no lo comprendo. Lo importante es saber si usted lo ama ahora o no ––concretó Vareñka.
–¡Le odio! No puedo perdonarme...
–¿Por qué?
–Porque la vergüenza, la ofensa...
–¡Si todas fueran tan sensibles como usted! –repuso Vareñka–. No hay joven que no pase por eso. ¡Y tiene tan poca importancia!
–Entonces, ¿cuáles son las cosas importantes? –preguntó Kitty escrutándole con mirada sorprendida.
–Hay muchas cosas importantes. .
–¿Cuáles son?
–¡Oh, muchas! –dijo Vareñka, como no sabiendo qué contestar.
En aquel momento se oyó la voz de la Princesa que llamaba desde la ventana:
–¡Kitty, hace fresco! Toma el chal o entra en casa.
–Cierto; ya es hora de entrar ––dijo Vareñka, levantándose–. Tengo que visitar aún a madame Berta que me lo suplicó...
Kitty la retenía de la mano y la miraba apasionadamente, como si le preguntase: «¿Cuáles son esas cosas importantes? ¿Qué es lo que le infunde tanta serenidad? Usted lo sabe: ¡dígamelo!».
Pero Vareñka no comprendía su pregunta, ni en qué consistía. Sólo recordaba que tenía que ver a madame Berta y volver a casa de madame Stal a la hora del té, que allí se tomaba a las doce de la noche.
Entró, pues, en la casa, recogió sus partituras, se despidió de todos y se dispuso a marcharse.
–Permítame que la acompañe –dijo el coronel.
–Claro. ¿Cómo va ir sola de noche? –apoyó la Princesa–. Por lo menos enviaré a Paracha con usted.
Kitty observaba la sonrisa que Vareñka reprimía con dificultad al oír considerar necesario que la acompañaran.
–No; siempre voy sola y nunca me pasa nada –dijo, tomando el sombrero. Y, besando una vez más a Kitty y omitiendo decirle qué eran aquellas cosas importantes, desapareció con su paso rápido y sus papeles bajo el brazo en la oscuridad de la noche estival, llevándose consigo el secreto de aquellas cosas importantes y de lo que le proporcionaba aquella dignidad y aquella calma tan envidiables.