Ana Karenina III/Capítulo II

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Capítulo II

A primeros de junio, el aya y ama de llaves Agafia Mijailovna, un día que bajaba al sótano con un tarro de setas recién saladas en las manos, resbaló, cayó y se lastimó la muñeca.

Llegó el joven médico rural, recién salido de la Facultad y muy hablador. Miró la mano, dijo que no estaba dislocada y se apresuró a entablar conversación con el célebre Sergio Ivanovich.

Para mostrarle sus ideas avanzadas, le contó todas las comadrerías de la provincia, quejándose de la mala organización del zemstvo.

Sergio Ivanovich le escuchaba con atención, le preguntaba... Animado por el nuevo auditor, habló y expuso algunas observaciones justas y concretas –que fueron respetuosamente apreciadas por el joven médico–, animándose mucho, como siempre le ocurría después de una conversación agradable y brillante.

Cuando el médico se hubo ido, Sergio Ivanovich quiso ir a pescar con caña; le gustaba la pesca y se mostraba casi orgulloso de que una ocupación tan estúpida pudiera gustarle.

Constantino Levin, que tenía que echar un vistazo a los labradores y también a los prados, le ofreció a su hermano llevarlo hasta el río en su carretela.

Era la época anual en que el grano madura, cuando hay que prepararse para la siembra de la próxima cosecha; se acerca la siega y el centeno, crecido ya, con su ligero tallo verdegrís y su espiga no acabada aún de llenar, ondea bajo el viento; la época en que las verdes avenas, con los brotes de hierba amarillenta, aisladas entre sí, se extienden irregularmente en los sembrados tardíos; cuando se abre el alforfón y sus granos cubren la tierra; cuando la barbechera, pisoteada por los animales y endurecida como la piedra, con la que no puede la raspa, se ve ya con sus surcos trazados hasta la mitad; cuando los secos montones de estiércol llevados a los campos al nacer y al ponerse el sol mezclan su olor al perfume de las hierbas, y cuando en las tierras bajas, esperando la guadaña, se extienden como un mar inmenso los prados ribereños con los negreantes montones de tallos de acederas arrancados.

Era, pues, la época en que se produce un corto descanso en los trabajos del campo antes de la recolección anual que reúne todos los esfuerzos del pueblo.

La cosecha era espléndida; los días, claros y calurosos; las noches, cortas y húmedas de rocío.

Los hermanos tenían que pasar por el bosque para llegar a los prados, Sergio Ivanovich iba admirando la belleza del bosque, magnífico de hojas y verdor. Llamaba la atención de su hermano, ora sobre un viejo tilo, oscuro en la parte humbría, pero rico de colorido con sus amarillos brotes prontos a florecer, ora sobre los brotes de otros árboles brillantes como esmeraldas.

A Constantino Levin no le agradaba hablar ni que le hablasen de las bellezas de la naturaleza. Las palabras le deslustraban el paisaje.

Respondía, pues, a su hermano con distraídos monosílabos, mientras, contra su voluntad, pensaba en otras cosas.

Al abandonar el bosque le llamó la atención el campo en barbecho de una colina: aquí ya cubierto de hierba amarilla, allí labrado en cuadros, más allá salpicado de montones de estiércol y en otros puntos arado.

Pasaba por el campo una fila de carros. Levin los contó y se alegró al ver que llevaban todo lo necesario.

Contemplando los prados, sus pensamientos pasaron a la siega. Este momento siempre se emocionaba con intensidad.

Al llegar al prado, Levin detuvo el caballo.

El rocío matinal humedecía aún la parte inferior de las hierbas, por lo cual, para no mojarse los pies, Sergio Ivanovich le pidió a su hermano que lo llevase con la carretela hasta el sauce que se alzaba en el lugar señalado para pescar. Constantino Levin, pese al disgusto que le producía aplastar la hierba de su prado, lo atravesó con el coche.

Las altas plantas se abatían suavemente bajo las ruedas y las patas del caballo, y en los cubos y radios de las ruedas se desgranaban las semillas.

Sergio Ivanovich se sentó bajo el sauce, arreglando sus útiles de pesca. Levin ató el caballo no lejos de allí y se internó en el enorme mar verde oscuro del prado, inmóvil, no agitado por el menor soplo de viento.

La hierba, suave como seda, en el lugar adonde alcanzaba, en primavera, el agua del río al salirse de madre, le llegaba hasta la cintura.

A través del prado, Constantino Levin saltó al camino y encontró a un viejo, con un ojo muy hinchado, que llevaba una colmena con abejas.

–¿Las has cogido, Tomich? –preguntó Levin.

–¡Quia, Constantino Dmitrievich! ¡Gracias si consigo guardar las mías! Ya se me han marchado por segunda vez. Menos mal que sus muchachos las alcanzaron. Los que están trabajando el campo...

Desengancharon un caballo y las cogieron.

–Y qué, Tomich: ¿qué te parece? ¿Conviene segar ya o esperar más?

–A mi parecer, habrá que esperar hasta el día de San Pedro. Ésta es la costumbre. Claro que usted siega siempre antes. Si Dios quiere, todo irá bien. La hierba está muy crecida. Los animales quedarán contentos.

–¿Y qué te parece el tiempo?

–Eso ya depende de Dios. Quizá haga buen tiempo.

Levin se acercó otra vez a su hermano, que, con aire distraído, estaba con la caña en las manos.

La pesca era mala, pero Sergio Ivanovich no se aburría y parecía hallarse de excelente buen humor.

Levin notaba que, animado por la charla con el médico, su hermano tenía deseos de hablar más. Pero él quería volver a casa lo antes posible para ordenar que los segadores fueran al campo al día siguiente y resolver las dudas relativas a la siega, su mayor preocupación en aquel momento.

–Vámonos ––dijo.

–¿Para qué apresurarse? Quedémonos aquí un rato más. Oye, estás muy mojado. En este sitio no se pesca nada, pero se encuentra uno muy bien. El encanto de estas ocupaciones consiste en ponen estar en contacto con la naturaleza. ¡Qué bella es esta agua! ¡Parece de acero! ––continuó–. Estas riberas cubiertas de hierba me recuerdan siempre aquella adivinanza... ¿Recuerdas?, que dice: «la hierba le dice al agua: vamos a forcejear, a forcejear»...

–No conozco esa adivinanza –-respondió Constantino Levin con voz opaca.