Ana Karenina III/Capítulo X

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Capítulo X

–Kitty me escribe que no desea sino soledad y silencio –dijo Dolly.

–¿Está mejor de salud? –preguntó Levin con emoción.

–Gracias a Dios se encuentra completamente bien. No creí nunca que padeciera una afección pulmonar.

–¡Me alegra mucho saberlo! ––exclamó Levin.

Y Dolly, mirándole en silencio mientras hablaba, leyó en su rostro una expresión suave y conmovedora.

–Escuche, Constantino Dmitrievich ––dijo Daria Alejandrovna, con su sonrisilla bondadosa y un tanto burlona–: ¿está usted disgustado con Kitty?

–¿Yo? No –repuso él.

–Pues, si no lo está, ¿cómo es que no fue a vernos, ni a ellos ni a nosotros, cuando estuvo en Moscú?

–Daria Alejandrovna -dijo sonrojándose hasta las raíces capilares–, me extraña que usted, que es tan buena, no comprenda... ¿Cómo no siente usted, por lo menos, compasión de mí, sabiendo que...?

–¿Sabiendo qué?

–Sabiendo que me declaré a Kitty y que ella me rechazó –dijo Levin.

Y la emoción que un instante antes le inspiraba el recuerdo de Kitty se convirtió en irritación al pensar en el desaire sufrido.

–¿Por qué se figura que lo sé?

–Porque todos lo saben.

–Está usted en un error. Yo no lo sabía, aunque lo imaginaba.

–Pues ahora ya lo sabe.

–Yo sólo sabía que algo le apenaba, pero ella me rogó que no le hablara a nadie de su tristeza. Si no me contó a mí lo sucedido, es seguro que no lo haya hecho a nadie. Pero, dígame, ¿qué es lo que pasó entre ustedes?

–Ya se lo he dicho.

–¿Cuándo fue?

–La última vez que estuve en su casa.

–¿Sabe lo que voy a decirle? –repuso Dolly–. Que Kitty me da mucha pena, mucha... En cambio, usted no siente más que el amor propio ofendido.

–Quizá, pero... –empezó Levin.

Dolly le interrumpió:

–En cambio, por la pobre Kitty siento mucha compasión. Ahora lo comprendo todo.

–Sí, sí, Daria Alejandrovna... Pues, nada, usted me dispensará, pero... –indicó Levin, levantándose–. Hasta la vista, ¿eh?

–Espere, espere y siéntese –dijo ella cogiéndolo por la manga.

–Le ruego que no hablemos más de eso –indicó sentándose y sintiendo a la vez renacer en su corazón esperanzas que creía enterradas para siempre.

–Si yo no lo apreciara y conociera como lo conozco... –dijo Dolly, con lágrimas en los ojos.

El sentimiento que creía muerto se apoderaba más cada vez su alma.

–Sí, ahora lo comprendo todo –repitió Dolly–. Ustedes, los hombres, que son libres y pueden siempre escoger, no pueden comprenderlo... Pero una joven, obligada a esperar, con su pudor femenino, recato virginal, una joven que sólo les trata a ustedes de lejos y ha de fiarse de su palabra... Una joven así puede experimentar un sentimiento sin saber explicárselo.

–Pero cuando el corazón habla...

–El corazón puede hablar, piénselo bien: cuando ustedes se interesan por una muchacha, van a su casa, la tratan, la miran, esperan, estudian lo que sienten, analizan sus impresiones y, si están seguros de que la aman, entonces le piden la mano.

–Las cosas no son precisamente así.

–Es igual. Ustedes se declaran cuando su amor ha madurado lo suficiente o cuando, entre dos que les interesan, su voluntad se inclina por una. Y a ella no se le pregunta nada. Ustedes desean que ella escoja; pero ella no puede escoger: sólo le cabe decir sí o no.

«Sí; la elección entre Vronsky y yo», pensó Levin.

Y el sentimiento que resucitaba en su alma pareció morir de nuevo y atormentarle el corazón.

–Mire, Daria Alejandrovna: así se eligen los vestidos, pero no el amor. La elección se hace por sí sola, y una vez hecha, hecha está. Las cosas no se repiten.

–¡Oh, cuánto orgullo! –exclamó Dolly–, ¡cuánto orgullo! –repitió aún, como si despreciara aquel bajo sentimiento que se manifestaba en Levin, comparándolo con el otro que sólo las mujeres conocen–. Cuando usted se declaró a Kitty, ella no estaba en situación de responder. Dudaba entre usted y Vronsky. A éste lo veía a diario, a usted hacía tiempo que no lo veía. Si Kitty hubiese tenido más edad, claro que... Yo, por ejemplo, en su lugar, no habría dudado. Vronsky a mí me fue siempre muy antipático. Y así salió.

Levin recordó la respuesta de Kitty. Le había dicho: «No, no puede ser» .

–Aprecio en mucho su confianza, pero creo que no acierta usted –expuso Levin con sequedad–. Tenga yo razón o no, este orgullo que tanto me censura usted me impide pensar en Catalina Alejandrovna, ¿comprende usted?, imposible del todo.

–Quiero decirle aún una cosa. Hágase cargo de que le hablo de mi hermana a la que quiero tanto como a mis hijos. No pretendo asegurarle que ella le ama, pero sí que su negativa de entonces no significa nada.

–No sé –repuso Levin casi con ira–. Pero no sabe usted cuánto me hace sufrir con sus palabras. Es para mí como si a la madre de un niño muerto le estuvieran diciendo: «¿Ves?, tu niño siguiera vivo ahora sería de esta o de aquella manera, y tú serías tan feliz mirándolo...». ¡Pero está muerto, muerto, muerto!

–¡Me hace usted reír! ––dijo Dolly, considerando con melancólica ironía la emoción de Levin–. Sí, ahora cada vez voy comprendiéndolo mejor –continuó, pensativa–. ¿Así que no vendrá usted a vernos cuando esté Kitty?

–No. No es que vaya a huir de Catalina Alejandrovna, pero siempre que me sea posible le evitaré el disgusto de mi presencia.

–Es usted el hombre más extraño ––le dijo mirándolo a la cara con dulzura–. En fin, como si no hubiéramos dicho nada... ¿Qué quieres? –preguntó en francés a la niña, que entraba en aquel momento.

–¿Dónde está mi piruleta, mamá?

–Cuando te hable en francés, contéstame en francés.

La niña quería decirlo así, pero había olvidado esa palabra en francés. La madre se lo recordó y luego le dijo, en francés, dónde tenía que ir a buscarla. A Levin todo esto le disgustó. Al presente, nada de lo que había en aquella casa, ni siquiera los niños, le gustaba como antes.

«¿Por qué le hablará a sus niños en ese idioma?», pensaba. «¡Qué poco natural y qué falso es! Los niños lo presienten. ¡Les hacen aprender el francés y desaprender la sinceridad!», continuaba pensando, sin saber que Daria Alejandrovna había pensado lo mismo mil veces y había creído necesario educarlos así aun a costa de la sinceridad.

–¿Va a marcharse tan pronto? Quédese un poco más.

Levin se quedó hasta el té, pero toda su alegría se había disipado y sentía cierto malestar.

Después de la infusión, Levin salió al portal para ordenar que engancharan los caballos y al regresar se encontró a Dolly con el rostro descompuesto y llenos de lágrimas los ojos.

En el momento de montarse había sucedido algo que destruyó toda la alegría y el orgullo de sus hijos que había experimentado Dolly aquel día. Gricha y Tania se habían peleado por una pelota. Ella oyó los gritos, corrió al cuarto de los niños y halló un espectáculo lamentable. Tania tenía cogido a Gricha por los cabellos y éste, con el rostro contraído por la cólera, le daba a su hermana puñetazos a ciegas.

Al verlo, pareció como si algo se rompiese en el corazón de la madre y las tinieblas ensombrecieran su vida. Comprendió que aquellos niños de los que tan orgullosa se sentía no sólo eran niños como todos, sino hasta de los peores y peor educados, llenos de inclinaciones brutales y perversas, niños malos...

Dolly ahora era incapaz de hablar ni pensar en otra cosa, y no pudo menos de referir sus desdichas a Levin.

Levin comprendió que Dolly sufría y trató de consolarla, asegurando que aquello no significaba nada, que todos los niños se pegan, pero, mientras lo decía, pensaba: «No, yo no fingiré ante mis hijos, ni les haré hablar en francés; mis hijos no serán así. No hay que forzarlos y echarlos a perder. Y cuando no se hace eso, los niños son excelentes. Si tengo hijos, no serán como éstos».

Levin se despidió para marcharse. Ella no lo retuvo más.