Ana Karenina IV/Capítulo X

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Capítulo X

A Peszov le gustaba llevar los razonamientos hasta la última consecuencia, y no quedó contento con las palabras finales de Sergio Ivanovich, sobre todo porque comprendía la falta de solidez de su propia opinión.

–En ningún momento he querido referirme exclusivamente –dijo mientras tomaba su sopa y dirigiéndose a Karenin– a la densidad de población como medio para la asimilación de un pueblo, sino también a la superioridad de principios.

–A mí me parece que viene a ser lo mismo –repuso, lentamente y sin interés, su interlocutor–. A mi juicio, un pueblo sólo puede influir sobre otro cuando posee un desarrollo superior, en cuyo caso...

–Pero, ¿en qué consiste ese desarrollo superior? –interrumpió Peszov, que siempre se precipitaba al hablar y ponía su alma entera en cuanto decía–. Entre ingleses, franceses y alemanes ¿quién tiene un desarrollo superior? ¿Quién podría asimilarse a los demás? El Rin está afrancesado y los alemanes, no obstante, no son inferiores. ¡Tiene que haber otro principio! –exclamó.

–Creo que la influencia depende siempre de la mayor cultura–respondió Karenin arqueando levemente las cejas.

–¿Y en qué se notan las señales de la cultural –preguntó Peszov.

A mi juicio son bien conocidas –repuso Alexey Alejandrovich.

–¿Cree, en efecto, que son bien conocidas? –intervino Sergio Ivanovich sonriendo con fina ironía–. Ahora se admite que la verdadera cultura ha de ser clásica; pero hay fuertes debates al respecto, y no cabe negar que el campo opuesto posee sólidos argumentos en su favor.

–Usted, Sergio Ivanovich, ¿es partidario de la cultura clásica...? Permítame que le sirva vino tinto ––dijo Esteban Arkadievich.

–No expongo mi opinión en favor de ninguna de ambas culturas –dijo Sergio Ivanovich, sonriendo condescendiente, como si hablara con un niño, y presentando su copa–. Digo sólo que ambas partes ofrecen sólidos argumentos –continuó, dirigiéndose a Karenin–. Por mi formación, soy clásico, pero en esa discusión no hallo lugar para mí. No veo razones de peso que expliquen la superioridad de los clásicos sobre los realistas.

–Las ciencias naturales ejercen también una influencia pedagógicoformativa –añadió Peszov–. Por ejemplo: la astronomía, la botánica, la zoología, con sus sistemas de leyes generales.

–No puedo estar de acuerdo –contestó Alexey Alejandrovich–. Opino que no es posible negar que el simple proceso del estudio de las manifestaciones idiomáticas influye sobre el desarrollo espiritual.

Tampoco puede negarse que la influencia de los escritores clásicos es en sumo grado moral, mientras que, por desgracia, a la enseñanza de las ciencias naturales se añaden nocivas y erróneas doctrinas que constituyen la plaga de nuestra época.

Sergio Ivanovich iba a alegar algo, pero Peszov se adelantó, hablando con su profunda voz de bajo, y comenzó a demostrar lo equivocado de aquella opinión. Sergio Ivanovich esperaba pacientemente el momento de poder hablar, con evidente expresión de triunfo en su semblante.

–Pero –dijo al fin, sonriendo de nuevo con fina ironía y dirigiéndose a Karenin– nos es imposible negar que es muy difícil pesar todo lo que en pro y en contra de esas ciencias puede decirse. La cuestión de a cuál de ambas educaciones hay que dar la preferencia no habría sido resuelta tan fácil y definitivamente si del lado de la formación clásica no halláramos el argumento que acaba usted de exponer: la ventaja moral–disons le mot – de la influencia antinihilista.

–Sin duda.

–De no ofrecer esa ventaja antinihilista las ciencias clásicas, habríamos pesado y pensado más –dijo Sergio Ivanovich, siempre con su fina sonrisa– y habríamos dejado que una y otra tendencia se desarrollaran libremente. Pero ahora sabemos que las píldoras de la educación clásica contienen una fuerza curativa contra el nihilismo y por eso las recetamos con toda seguridad a nuestros pacientes. ¿Y si en realidad no tuvieran tal poder terapéutico? –concluyó, añadiendo de este modo a la charla su acostumbrada dosis de sal ática.

Cuando Kosnichev mencionó las píldoras, todos rieron y, más alto y alegremente que todos, Turovzin, que esperaba desde el principio la parte divertida de la conversación.

Esteban Arkadievich había acertado al invitar a Peszov, porque, gracias a él, la conversación sobre temas elevados no cesó un momento. Apenas Sergio Ivanovich hubo cortado con su broma la conversación, ya Peszov abordaba otro tema.

–Ni siquiera podemos estar seguros de que tales sean las opiniones del Gobierno –decía ahora–. El Gobierno probablemente se guía por la opinión general, siendo indiferente a la eficacia de las medidas que adopta. Así, por ejemplo, la cuestión de la instrucción femenina suele ser considerada como perjudicial y, sin embargo, el Gobierno abre escuelas y universidades para la mujer.

Y la conversación pasó en seguida al tema de la educación femenina.

Alexey Alejandrovich manifestó que generalmente se confundía la educación femenina con la cuestión de la libertad de la mujer, y que sólo por este sentido podía considerase perjudicial.

–Yo opino, al contrario, que ambas cuestiones van indisolublemente unidas ––dijo Peszov–. Es un círculo vicioso. La mujer no tiene derechos por la insuficiencia de su instrucción, y su insuficiencia de instrucción procede de su falta de derechos. No olvidemos que la esclavitud de la mujer es algo tan arraigado y antiguo que a menudo no queremos comprender el abismo que nos separa de ellas.

–Dice usted derechos... –repuso Sergio Ivanovich, que esperaba a que Peszov callase–. ¿Derechos a ocupar puestos de jurados, vocales, alcaldes, funcionarios y miembros del Parlamento?

–Sin duda.

–Como rara excepción, puede admitirse la posibilidad de que las mujeres ocupen tales puestos, pero creo que usted ha dado a la expresión un sentido demasiado amplio al decir «derechos». Más justo sería decir «obligaciones». Todos estarán de acuerdo conmigo en que cuando somos jurados, vocales o telegrafistas, creemos estar cumpliendo una obligación. Por eso es más justo decir que las mujeres tratan de cumplir deberes, y tienen razón. En ese sentido, hay que simpatizar con su deseo de ayudar al hombre en su trabajo.

–Me parece muy justo –confirmó Alexey Alejandrovich–. La cuestión consiste, en mi opinión, en saber si serán capaces de cumplir con esos deberes.

–Estoy seguro de que serán muy capaces de hacerlo cuando la instrucción se extienda entre ellas, como ya lo vemos –opinó Oblonsky.

–¿Y la sentencia? –medió el anciano Príncipe, que hacía tiempo escuchaba, mirando con sus ojos pequeños y brillantes, llenos de ironía, No me importa repetirla en presencia de mis hijas: «La mujer es un animal de cabellos largos y de...».

–Algo por el estilo se decía de los negros antes de emanciparlos –alegó, malhumorado, Peszov.

–Por mi parte encuentro muy extraño que las mujeres busquen nuevas obligaciones –manifestó Sergio Ivanovich–, mientras vemos que, por desgracia, los hombres huyen de ellas.

–Las obligaciones comportan derechos. Las mujeres buscan autoridad, dinero, honores –repuso Peszov.

–Es como si yo buscase un puesto de nodriza y me ofendiese de que se me negase, mientras a las mujeres les pagan por ello –dijo el anciano Príncipe.

Turovzin rió a carcajadas y Sergio Ivanovich lamentó no haber tenido él aquella ocurrencia.

Hasta Karenin sonrió.

–Sí, pero un hombre no puede amamantar –contestó Peszov– mientras que la mujer..

–Perdón, un inglés que viajaba en un vapor llegó a amamantar él mismo a su hijo –repuso el príncipe Scherbazky, permitiéndose esta libertad a pesar de estar presentes sus hijas.

–Pues podrá haber tantas mujeres funcionarias como ingleses como ése –atajó Sergio Ivanovich.

–¿Y qué ha de hacer una joven sin familial –intervino Esteban Arkadievich, apoyando a Peszov en su defensa de la mujer, al acordarse de la Chibisova, en la que ahora pensaba constantemente.

–Si se estudiase bien la vida de esa joven, se vería que seguramente había dejado a su familia o la de sus parientes, donde tendría sin duda la posibilidad de hallar un trabajo propio para mujeres –terció inesperadamente Dolly, sin duda adivinando en qué joven pensaba su marido.

–Nosotros defendemos el principio, el ideal –alegó Peszov, con su sonora voz de bajo–. La mujer quiere tener derecho a ser independiente y culta, y se siente oprimida y aplastada con la idea de que ello le es imposible.

–Y yo me siento oprimido y aplastado por la idea de que no me acepten como nodriza en el orfelinato –insistió el anciano Príncipe, con gran alborozo de Turovzin, que, en su risa, dejó caer un grueso espárrago en la salsa.