Ana Karenina V/Capítulo XII

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Capítulo XII

Hacía tiempo que Ana y Vronsky cambiaban miradas, cansados de la erudita charla de su amigo.

Al fin, Vronsky se acercó a un pequeño cuadro sin esperar a que el pintor le invitara.

–¡Oh, qué hermoso, qué hermoso! ¡Qué encanto! ¡Qué maravilla! –exclamaron al unísono él y Ana.

«¿Qué les habrá gustado tanto?», se preguntó Mijailov, que no se acordaba ya de aquel cuadro, pintado por él tres años antes. Los sufrimientos que le había costado y los entusiasmos que despertara en él en aquellos meses que le tuvo absorbido noche y día, estaban olvidados, como los olvidaba siempre apenas terminaba su obra. En cuanto a aquélla, incluso le desagradaba verla y la había expuesto únicamente porque esperaba la visita de un inglés que quería comprarlo.

–Es un estudio de hace tiempo –dijo.

–Es admirable –afirmó Golenischev, notándose que sentía con sinceridad la fascinación de aquel lienzo.

Dos niños, al pie de un alto arbusto, pescaban con caña. El mayor acababa de tender la suya y en aquel instante, colocado detrás de un arbusto, iba sacando el hilo con atención concentrada a fin de no perder el corcho de vista.

El otro, menor, tendido en la hierba y acodado en ella, con su cabecita de cabellos rubios y enmarañados apoyada en sus manos, miraba el agua con pensativos ojos azules. ¿En qué pensaba?

El entusiasmo ante aquel cuadro despertó en Mijailov la emoción de antes, pero no le placía aquel inútil sentimiento referente a algo ya pasado y así, aunque le halagaban los elogios, trató de desviar la atención de aquel cuadro y concentrarla en un tercero.

Pero Vronsky le preguntó si quería venderlo. A Mijailov, emocionado con la visita, le resultaba desagradable hablar ahora de dinero.

–Está expuesto para la venta, claro... –repuso con gravedad frunciendo el entrecejo.

Cuando todos los visitantes se hubieron ido, Mijailov se sentó frente al cuadro de «Cristo ante Pilatos» y mentalmente se repitió lo que le dijeran y lo que podía sobreentender en las palabras de los visitantes.

Y, cosa extraña, lo que tanto valor tenía para él cuando estaban presentes, perdía de pronto toda importancia ahora que mentalmente se ponía fuera del punto de vista de ellos.

Ahora, mirando el cuadro con ojo de artista, adquiría la certeza absoluta de su perfección y la seguridad de su transcendencia, sentimiento que necesitaba para alcanzar aquella tensión que excluía todo otro interés y sin la cual no le era posible trabajar.

No obstante, el pie de Cristo le parecía ahora algo desproporcionado. Cogió la paleta y empezó a trabajar.

Mientras corregía el pie, miraba sin cesar la figura de Juan, en segundo término, y en el que no se fijaron los visitantes, pero que él sabía que era un modelo de perfección.

Concluido el pie, pensó en trabajar en aquella figura, pero se sentía demasiado conmovido para poder hacerlo. No podía trabajar ni en frío ni cuando se sentía emocionado y lo veía todo exageradamente. De la frialdad a la inspiración había sólo un peldaño, y era entonces cuando le resultaba posible pintar. Hoy tuvo, pues, que abandonar el trabajo.

Fue a tapar el cuadro, pero se detuvo con el paño en la mano mirando embelesado la figura de Juan.

Al fin, apartó la mirada con pena, dejó caer el paño, y cansado, pero feliz, volvió a su casa.

Vronsky, Ana y Golenischev, de regreso, iban animados y alegres.

Hablaban de Mijailov y de sus cuadros. La palabra «talento», que ellos definían como una facultad natural, casi física, independiente del alma y el corazón, y con la que nombraban cuanto produjera el pintor, surgía en su charla con frecuencia, ya que necesitaban nombrar algo que no comprendían, pero de lo que deseaban hablar.

Afirmaban que no se podía negar talento a Mijailov, pero que tal talento no había podido desarrollarse por falta de cultura, desgracia común a los pintores rusos. Mas el cuadro de los niños quedó grabado en su memoria, y de vez en cuando lo mencionaban de nuevo.

–¡Qué maravilla! ¡Qué bien logrado y qué sencillo es! Él mismo no comprende el mérito que tiene. No hay que perder la ocasión. Debemos comprarlo ––dijo Vronsky.