Ana Karenina V/Capítulo XVIII

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo XVIII

Levin no podía mirar con calma a su hermano ni permanecer tranquilo en su presencia. Al entrar en la alcoba del paciente, sus ojos y su atención se nublaban y no lograba ver ni comprender los detalles del estado de Nicolás.

Notaba el terrible olor, veía la suciedad y el desorden, su actitud, sus gemidos, pero tenía la sensación de que no podía hacer nada.

No se le ocurría, para ayudarle, la idea de estudiar cuidadosamente el estado de su hermano, de observar cómo se hallaba bajo la manta el cuerpo del enfermo, cómo tenía dobladas sus enflaquecidas piernas y espaldas, a fin de hacerle adoptar una posición que le aliviara en algo los sufrimientos.

Cuando pensaba en estos detalles, un escalofrío le recorría hasta la medula. Estaba persuadido de que era imposible hacer nada, ni para prolongar la vida de Nicolás, ni para atenuar sus sufrimientos.

El enfermo adivinaba el sentimiento de su hermano, su conciencia respecto a la inutilidad de toda ayuda, y se irritaba, cosa que apenaba doblemente a Levin. Estar en el cuarto del enfermo le atormentaba, y no estar en él le parecía peor aún. No hacía, pues, más que entrar y salir bajo diferentes pretextos, sintiéndose incapaz de quedarse solo.

Kitty sentía, pensaba y obraba muy diversamente. El enfermo había despertado en ella compasión, y la compasión produjo en su alma de mujer un sentimiento que nada tenía que ver con el de repugnancia y horror que había despertado en su marido, y que se expresaba en la necesidad de obrar, enterarse con todo detalle del estado del paciente y hacer lo posible para ayudarle.

No dudando de que debía hacerlo, no dudaba tampoco de la posibilidad de realizarlo, y, en seguida, puso manos a la obra.

Los detalles cuyo pensamiento aterraban a su marido, ocuparon desde el primer momento la atención de Kitty. Envió a uno a buscar el médico, envió a otro a la farmacia, mandó a la criada que venía con ella y a María Nicolaevna barrer el suelo, limpiar el polvo y fregar. Por su parte, no se quedaba tampoco atrás: limpiaba un objeto, ponía en orden otro, arreglaba las ropas bajo la manta... Por orden suya se sacaban cosas de la habitación del enfermo y se llevaban otras de más utilidad.

Entraba ella misma en la habitación sin preocuparse de hallar clientes en el pasillo, traía a la alcoba del enfermo sábanas, toallas, almohadas, camisas, y otras veces, ya usadas, las sacaba de ella.

El criado que servía la comida a los ingenieros en la sala común, acudía a veces a la llamada de Kitty con irritado semblante, pero no podía desatender las órdenes que ella le daba, porque lo hacía con tan suave insistencia que no se la podía desobedecer.

Levin no la aprobaba, ni creía que lo que hacía fuera útil para el paciente. Sobre todo, temía que su hermano pudiera enojarse. Pero Nicolás permanecía sosegado, si bien algo confuso, y seguía con interés las ¡das y venidas de su cuñada.

Al volver de casa del médico, adonde le enviara Kitty, Levin halló que estaban, por orden de la joven, mudando de ropa al enfermo. Su tronco largo y blanco, con salientes omoplatos y prominentes costillas, estaba al descubierto, y María Nicolaevna y el criado luchaban inútilmente por colocar las mangas de la camisa en el flaco brazo, caído contra la voluntad del enfermo.

Kitty, al entrar Levin, cerró con precipitación la puerta. No miraba al enfermo, pero cuando éste volvió a gemir se acercó a él.

–¡Vamos! –dijo.

–No se acerque... Yo mismo... –repuso él irritado.

Kitty comprendió que Nicolás se avergonzaba de aparecer desnudo en su presencia.

–No le miro, no... –repuso ella arreglándole la manga–. María Nicolaevna: pase allí y póngale ese lado –añadió.

–Ve, por favor, a mi cuarto y, trae un frasco que hay en el saquito, en el bolsillo del lado –dijo a su marido–. Entre tanto, terminarán de limpiar aquí.

Al volver con el frasco, Levin halló al enfermo ya en la cama. Todo a su alrededor tenía otro aspecto. El olor desagradable había sido sustituido por el de una mezcla de perfume y vinagre que Kitty, sacando los labios e hinchando sus encarnadas mejillas, esparcía a través de un tubito por la habitación.

En ningún sitio había ya polvo; al pie del lecho se veía una alfombra. En la mesa estaban ordenados los frascos, la botella y la ropa necesaria, bien plegada, así como la broderie anglaise en que trabajaba Kitty.

En otra mesa había agua, medicamentos y una bujía. Lavado y peinado, entre las sábanas blancas y los almohadones mullidos, vistiendo la camisa limpia con cuello blanco del que salía su garganta delgadísima, el enfermo descansaba mirando a Kitty fijamente, con una expresión llena de renovada esperanza.

El médico, a quien Levin halló en el casino, no era el que hasta entonces atendiera a Nicolás y del que éste se sentía descontento.

El nuevo médico aplicó el fonendoscopio, escuchó la respiración del enfermo, meneó la cabeza, prescribió una medicina insistiendo con especial meticulosidad en el modo de administrarla y después ordenó el régimen a observar. Aconsejó huevos crudos o apenas pasados por agua y agua de Seltz con leche recién ordeñada, a una determinada temperatura.

Cuando el médico se fue, Nicolás dijo a su hermano algo de lo que éste sólo percibió las últimas palabras: «Tu Katia...» .

Pero en la mirada de Nicolás, Levin comprendió que el enfermo la estaba alabando. En seguida Nicolás hizo venir a su lado a Katia, como él la llamaba.

–Katia –dijo–, me siento mucho mejor. Con usted me habría curado hace tiempo. Estoy muy bien...

Le tomó la mano y fue a llevarla a sus labios, pero, temiendo que ello la desagradase, desistió de su propósito y soltándole la mano se limitó a acariciarla. Kitty, con ambas manos, estrechó la del enfermo.

–Ahora, póngame del lado izquierdo y váyanse a dormir –dijo Nicolás.

Nadie le entendió, excepto Kitty. Y lo comprendió porque estaba en todo momento con la atención puesta en las necesidades del enfermo.

–Ponle del otro lado –dijo a su marido–. Siempre duerme de ese... Ayúdale. Llamar a los criados es desagradable y yo no puedo... ¿Usted no puede hacerlo? –preguntó a María Nicolaevna.

–Le tengo miedo –repuso la mujer.

Pese al horror que inspiraba a Levin enlazar aquel cuerpo terrible y asir bajo la manta aquellos miembros cuya delgadez le asustaba, animado por el ejemplo de su mujer y con una decisión en el rostro que ella no le conocía, introdujo las manos entre las ropas y cogió a su hermano.

A despecho de su fuerza extraordinaria, le asombró el peso de aquellos miembros sin vida. Mientras le volvía al otro lado, sintiendo en tomo a su cuello aquel brazo delgado y enorme, Kitty, rápidamente, sin que lo notasen, volvió la almohada, la sacudió y arregló la cabeza y cabellos del enfermo, que otra vez se le pegaban a las sienes.

Nicolás retuvo en su mano la de Levin y éste notó que su hermano quería hacer algo con ella, llevándola no sabía a dónde.

Le dejó hacer, con el corazón estremecido...

Nicolás llevó la mano de su hermano a la boca y la besó. Agitado por los sollozos y sin fuerzas para hablar, Levin salió de la habitación.