Ana Karenina VI/Capítulo II
Capítulo II
Toda la sociedad femenina estaba reunida en la terraza.
En general, les gustaba sentarse allí, pero hoy tenían, por otra parte, una tarea concreta. Además de la costura de camisitas, faldones y mantillas en que estaban ocupadas todas, tenían que hervir la confitura por un método ignorado por Agafia Mijailovna, es decir, sin añadir agua.
Agafia Mijailovna, encargada hasta entonces de aquel menester, convencida de que lo que se hacía en casa de Levin no podía hacerse mejor, había, a escondidas, aguado las fresas y fresones, segura de que no podía prepararse de otro modo.
La habían sorprendido en esta operación y ahora se hacía la preparación en presencia de todos, y a fin de que la vieja criada se convenciera de que también la confitura sin agua resultaba excelente.
Agafia Mijailovna, con el rostro encarnado y afligido, los cabellos revueltos y los delgados brazos descubiertos hasta el codo, hacía girar lentamente la cacerola sobre el hornillo y miraba tristemente las fresas, deseando con toda su alma que quedaran duras y no se pudiesen comer.
La anciana princesa, comprendiendo que en ella, autora principal de aquella innovación, se centraba el enojo de Agafia Mijailovna, fingía estar ocupada en otras cosas y no interesarse por las fresas, y hablaba de asuntos indiferentes con sus hijos, pero no apartaba la vista del fogón.
–Siempre compro yo misma los vestidos para las muchachas cuando hay saldos en las tiendas –decía la Princesa, continuando la conversación iniciada.
Y añadió, dirigiéndose a Agafia:
–¿No cree usted que conviene espumarlo ahora, querida? No lo hagas tú, Kitty; hace demasiado calor junto al hornillo.
–Yo lo haré –dijo Dolly.
Y, levantándose, comenzó a pasar la cuchara sobre la espuma del azúcar, dando de vez en cuando golpecitos con la cuchara y desprendiendo lo que se había pegado en ella en un plato, ya cubierto por una espuma de tono amarillo rosado, bajo la que corría la melaza color de sangre.
«¡Con cuánto gusto tomarán esto mis niños, después, a la hora del té!», pensaba Dolly, recordando que a ella de niña le extrañaba que a las personas mayores no les gustara lo mejor: lo que se espumaba al hacer las confituras.
–Stiva dice que lo mejor es regalarles dinero –manifestó en voz alta, siguiendo la interesante conversación acerca de lo que era mejor regalar a los criados.
–¿Es posible? ¡Dinero! ––exclamaron a la vez la Princesa y Kitty–. Lo que ellos aprecian más es un regalo...
–Yo, por ejemplo, compré el año pasado a nuestra Matrena Semenovna un vestido que no era de popelín, pero sí muy parecido –añadió la Princesa.
–Ya me acuerdo. Lo llevaba el día del santo de usted.
–Un modelo encantador, con un dibujo sencillo y fino... De no llevarlo ella, me habría encargado uno igual para mí. Es bonito y no cuesta caro; es del estilo del de Vareñka.
–Creo que ya está –dijo Dolly, dejando deslizar el jarabe de la cuchara.
–Cuando empieza a caer en grumos, ya está a punto... Habrá que hervirlo un poco más, Agafia Mijailovna.
–¡Qué moscas tan pesadas! –exclamó Agafia–. Sí, sí, parece que resulta lo mismo...
–¡Qué bonito es; no lo espantéis! –exclamó de pronto Kitty, mirando un gorrión que se había posado en la balaustrada y que, alcanzando un fresón, había empezado a picarlo.
–No te acerques tanto al hornillo –insistió su madre.
À propos de Vareñka –dijo Kitty, hablando en francés, como hacían siempre cuando querían que Agafia Mijailovna no les entendiese–, no sé por qué me parece, mamá, que hoy va a decidirse algo. Ya sabe usted a lo que me refiero. ¡Cuánto me alegraría!
–¡Vaya casamentera –dijo Dolly–, ¡Y con cuánta habilidad y prudencia arregla sus entrevistas!
–Dígame lo que opina, mamá.
–¿Qué voy a opinar? Él –por «él» sobreentendían siempre a Sergio Ivanovich– puede aspirar al mejor partido de Rusia. Aunque ya no es muy joven, todavía muchas le aceptarían con gusto. Vareñka es muy buena, pero él podía...
–Creo que es imposible imaginar una mejor que ella. Primero, porque es encantadora... –empezó Kitty, doblando un dedo.
–Desde luego a él le gusta mucho. Eso es verdad –confirmó Dolly.
–Además él goza en el gran mundo de una situación que le permite casarse con quien quiera, dejando de lado consideraciones de fortuna y de posición. Sólo necesita una cosa: una esposa buena, simpática, tranquila...
–Desde luego, con ella puede uno vivir muy tranquilo –afirmó Dolly.
–En tercer lugar, ella le amará. No hay que olvidar esto. Así que todo irá bien. Espero que cuando vuelvan del bosque esté todo arreglado. Lo veré en seguida en sus ojos. ¡Cuánto me alegraré! ¿Qué piensas tú, Dolly?
–No te excites tanto; no te conviene –dijo su madre.
–No me excito, mamá. Me parece que él se declarará hoy.
–¡Es tan extraño el momento que suelen elegir los hombres para declararse! Siempre se atienen a un límite, que luego rompen de pronto ––dijo Dolly, pensativa, sonriendo al recordar sus relaciones con Esteban Arkadievich.
–¿Cómo se te declaró a ti papá? –preguntó de repente Kitty a su madre.
–No hubo nada de extraordinario. Fue la cosa más natural del mundo ––contestó la Princesa.
Pero su rostro se iluminaba al recordarlo.
–Bien, pero ¿cómo? ¿Le quería usted antes de que le dejaran hablar con él?
Kitty experimentaba un placer especial pudiendo hablar con su madre de igual a igual de estas cosas esenciales en la vida de una mujer.
–Claro que él me quería. Iba a vernos al pueblo donde teníamos la propiedad...
–Pero, ¿cómo se decidió la cosa, mamá?
–¿Creéis haber inventado vosotras algo nuevo? Siempre ha sido igual. La cosa se decide con miradas, con sonrisas.
–¡Qué bien se explica usted, mamá!
–Precisamente con miradas y sonrisas –confirmó Dolly.
–¿Qué le decía él?
–¿Y qué te decía a ti Kostia?
–Me lo escribía con tiza. ¡Es maravilloso! ¡Oh, cuánto tiempo me parece haber transcurrido ya desde entonces!
Y las tres mujeres quedaron silenciosas pensando en lo mismo.
Kitty fue la primera en romper el silencio. Recordó el invierno anterior a su boda y su pasión por Vronsky.
–¡Aquel primer amor de Vareñka! –dijo, recordándolo por natural asociación de ideas–. Quisiera hablar con Sergio Ivanovich, prepararle... Todos los hombres tienen tantos celos de nuestro pasado, que...
–No todos –repuso Dolly–. Tú lo crees así por tu marido. Estoy segura de que está todavía atormentado por el recuerdo de Vronsky.
–Cierto –contestó Kitty, con pensativa mirada, sonriendo.
–¡No sé en qué puede inquietarle tu pasado! –––exclamo la Princesa, pronta a la susceptibilidad, apenas su vigilancia maternal parecía ser puesta en duda–. ¿Que Vronsky te hacía la corte? Eso les pasa a todas las jóvenes.
–No es eso a lo que nos referíamos –repuso Kitty ruborizándose.
–Espera –continuó su madre–. Tú misma no quisiste dejarme hablar con Vronsky. ¿Te acuerdas?
–¡Oh, mamá! –dijo Kitty con apenada expresión.
–¿Quién puede deteneros en estos tiempos?... Vuestras relaciones no podían pasar de ciertos límites. En caso contrario, yo misma le habría detenido. Por otra parte, no debes excitarse... Haz el favor de recordar con calma y tranquilidad cómo pasaron las cosas...
–Estoy del todo tranquila, mamá.
Dolly sugirió:
–¡Qué conveniente fue para Kitty que Ana llegara entonces! ¡Y qué lamentable para Ana! Precisamente pasó lo contrario de lo que parecía –añadió, sorprendida de su pensamiento–. ¡Qué feliz se consideraba Ana entonces y qué desgraciada Kitty! Y todo ha resultado al revés... Yo pienso mucho en Ana.
–No se lo merece. Es una mujer perversa, odiosa, sin corazón –dijo la madre, incapaz de olvidar que Kitty, por culpa de ella, se había casado con Levin y no con Vronsky.
–¿A qué hablar de todo eso? –repuso Kitty enojada–. Yo no pienso en ello, ni quiero pensar. No, no quiero pensar –repitió.
Y prestó oído a los pasos, tan conocidos, de su esposo, que subía la escalera.
–¿De qué hablaban y a qué viene ese «no quiero pensar»? –preguntó Levin entrando en la terraza.
Pero nadie contestó y él no insistió en la pregunta.
–Siento haber perturbado este reino femenino –dijo Levin, mirándolas a todas involuntariamente y comprendiendo que hablaban de algo de lo que no habrían hablado en su presencia.
Por un momento pareció compartir los sentimientos de Agafia Mijailovna, su descontento porque no hiciesen la confitura con agua, y de un modo general por la influencia de los Scherbazky.
No obstante, sonrió y se acercó a su mujer.
–¿Qué tal? –preguntó, mirándola con la misma expresión con que actualmente la miraban todos.
–Estoy muy bien –contestó Kitty, sonriendo–. ¿Y tú?
–Los furgones que han llegado cargan tres veces más que los carros. ¿Vamos a buscar a los niños? He ordenado que enganchen.
–¿Cómo quieres que Kitty vaya en la tartana? –dijo la madre con reproche.
–Iremos al paso, Princesa.
Levin nunca trataba a su suegra de mamá, como todos los yernos, lo que desagradaba a la Princesa. Pero él, aunque la quería y respetaba como ninguno, no podía decidirse a hacerlo, porque con ello le habría parecido profanar el recuerdo de su madre difunta.
–Venga con nosotros, mamá –dijo Kitty.
–No quiero ser testigo de esas imprudencias.
–Pues iré a pie. Me sentará bien –y Kitty, levantándose, se acercó a su esposo y tomó su brazo.
–Te sentará bien, pero todo tiene sus límites.
–¿Ya está hecha la confitura? –preguntó Levin, sonriendo, a Agafia Mijailovna y queriendo ponerla de buen humor–. ¿Resulta bien por el nuevo método?
–Parece que sí. Para nosotros, está demasiado hervida.
–Así resulta mejor, Agafia Mijailovna, porque no se pondrá agria. Si no, como no tenemos hielo, no habría donde guardarla –dijo Kitty, comprendiendo en seguida el intento de su marido y procurando también calmar a la vieja–. En cambio, sus conservas saladas son tan buenas que mamá dice que no las ha comido iguales en ninguna parte.
Y, sonriendo, arregló la pañoleta de la anciana.
Agafia Mijailovna miró a Kitty con cierto enfado.
–No trate de consolarme, señorita. Me basta verla a usted con él para sentirme contenta.
Aquella brusca expresión: «con él», conmovió a Kitty.
–Venga a buscar setas con nosotros y nos enseñará dónde las hay.
Agafia Mijailovna sonrió y movió la cabeza como diciendo: «Quisiera enfadarme con usted, pero es imposible» .
–Haga el favor de hacer lo que voy a aconsejarle –dijo la Princesa–. Encima de cada pote ponga un papel empapado en ron. Así, aunque le falte hielo, nunca se echará a perder la confitura.