Ana Karenina VI/Capítulo V
Capítulo V
«Bárbara Andrievna: cuando yo era muy joven aún, forjé un ideal de mujer a quien amar y a quien hacer mi esposa. Después de largos años de vida, he hallado en usted lo que buscaba. La amo y le ofrezco mi nombre.»
Así se preparaba a hablar Sergio Ivanovich cuando estaba a diez pasos de Vareñka, la cual, arrodillada y defendiendo una seta de los asaltos de Gricha, llamaba a la pequeña Macha.
–Ven, ven, pequeña, ven. ¡Aquí hay muchas! ––decía con su agradable voz.
Viendo acercarse a Sergio Ivanovich no cambió de postura, pero él advirtió en todo su aspecto que sentía su proximidad y se alegraba.
–¿Ha encontrado usted muchas? –preguntó,–volviendo hacia él su hermoso rostro, que sonreía con dulzura enmarcado en el blanco pañuelo.
–Ninguna. ¿Y usted? –repuso Sergio Ivanovich.
Vareñka, ocupada con los niños que la rodeaban, no contestó.
–¡Otro! –dijo, mostrando a la pequeña Macha un hongo minúsculo sobre un delgado tallo cortado en la mitad de su esponjosa cabeza rosada por una brizna de hierba seca que había crecido bajo el hongo.
Vareñka se incorporó cuando Macha cogió el honguito, rompiéndolo en dos frescos pedazos.
–Esto me recuerda mi infancia –dijo Vareñka, dejando a los niños para aproximarse a Sergio Ivanovich.
Anduvieron unos pasos en silencio.
Vareñka adivinaba que él quería hablar; sabía ya de qué, y la alegría y el temor le oprimían el alma.
Se alejaron tanto que todos les perdieron de vista; pero él seguía callando. Vareñka optó por callar también. Después de un silencio, resultaba más fácil hablar de lo que les interesaba que a raíz de unas palabras sobre las setas.
Pero, como involuntariamente, Vareñka dijo de improviso:
–¿De modo que usted no ha encontrado nada? Claro... En el bosque siempre hay menos setas que en los linderos.
Sergio Ivanovich suspiró sin contestar. Le desagradaba que ella hablara de las setas. Habría querido hacerla volver a sus primeras palabras sobre su infancia; pero, también como a la fuerza, tras una pausa le contestó:
–He oído decir que los hongos blancos crecen en los linderos del bosque, pero no sé distinguirlos.
Pasaron otros varios minutos. Se alejaron más de los niños y ahora estaban completamente solos.
El corazón de Vareñka latía de tal modo que ella percibía sus latidos. Se daba cuenta de que se ruborizaba, palidecía y volvía a ruborizarse.
Ser esposa de un hombre como Kosnichev después de la posición en que viviera con la señora Stal, le parecía que era más de lo que podía desear. Estaba, por otra parte, convencida de que le amaba.
Sentía que ahora iba a decidirse todo, y se asustaba de lo que le diría y de lo que le dejaría de decir.
Sergio Ivanovich comprendía también que había que explicarse ahora o no lo harían nunca. Todo en la mirada, el rubor y los ojos de Vareñka delataba una fuerte emoción. Kosnichev la compadecía.
Pensaba aun que no decirle nada ahora, sería ofenderla. Se repitió mentalmente todo lo aducido en pro de su decisión; se repitió incluso las palabras con las que quería expresársela.
Pero, por una inesperada asociación de ideas, en vez de decirle lo que pensaba, le preguntó:
–¿Qué diferencia hay entre el hongo blanco y el hongo de álamo?
Los labios de Vareñka temblaron de emoción al contestar:
–La cabeza no difiere apenas, pero el tallo sí.
Y, después de pronunciar estas palabras, comprendieron ambos que todo había terminado, que lo que debía decirse no se diría. Y su mutua emoción, que había alcanzado su punto máximo, empezó a calmarse.
–El tallo del hongo de álamo recuerda la barba de un hombre moreno sin afeitar –dijo, ya completamente tranquilo, Sergio Ivanovich.
–Es cierto –repuso Vareñka sonriente.
Y, sin darse cuenta, cambiaron el rumbo de su paseo y se acercaron a los niños.
Vareñka sentía dolor y vergüenza, pero a la vez experimentaba cierta sensación de alivio.
De vuelta a casa y repasando todos los motivos que podía tener para casarse, Sergio Ivanovich halló que había pensado equivocadamente. No podía traicionar la memoria de María.
–¡Calma, calma, calma, niños! –gritó Levin, casi irritado, poniéndose ante su mujer para defenderla cuando los chiquillos, entre gritos de alegría, venían corriendo a su encuentro.
Detrás de los niños salieron del bosque Sergio Ivanovich y Vareñka.
Kitty no necesitó preguntar nada. En los rostros serenos y como avergonzados de los dos la joven comprendió que sus esperanzas no se habían realizado.
–¿Y qué? –preguntó su marido cuando volvían a casa.
–No toma –dijo Kitty, recordando a su padre en el modo de reír y hablar, lo que Levin observaba a menudo en ella con placer.
–¿Qué quiere decir «no toma»?
–Esto; mira lo que hacen –repuso Kitty, cogiendo la mano de su marido, llevándosela a la boca y tocándola con sus labios cerrados–. Le besa la mano como se le besa a un obispo.
–Pero, ¿quién es el que «no toma»? –preguntó Levin riendo.
–Ni el uno ni el otro. Mira, es así como debe hacerse.
Y Kitty besó la mano de su marido.
–Cuidado. Ahí vienen unos aldeanos.
–No, no han visto nada...