Ana Karenina VI/Capítulo X

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Capítulo X

Vaseñka apresuró tanto a los caballos que llegaron a las marismas demasiado pronto, con mucho calor aún.

Al acercarse a los grandes pantanos objetivo principal de los cazadores, Levin pensó, inconscientemente, en el modo de deshacerse de Vaseñka y cazar solo, sin estorbos. Oblonsky parecía desear lo mismo. En su rostro, Levin leyó la preocupación propia de todo verdadero cazador antes de empezar la caza, así como cierta expresión de bondad maliciosa peculiar en él.

–¿Cómo nos distribuimos? –preguntó Esteban Arkadievich–. El lugar es magnífico y veo que hasta hay buitres en él –añadió señalando varias grandes aves que volaban en círculo sobre las marismas–. Donde hay buitres, hay caza.

–Escuchen ––dijo Levin con gravedad, arreglándose las altas botas y repasando los gatillos de su escopeta–. ¿Ven aquel islote?

Señalaba uno que destacaba por su oscuro verdor sobre el vasto prado húmedo, a medio segar, que se veía a la derecha del río.

–Las marismas empiezan ante nosotros, aquí mismo, ¿ven?, donde se ve ese verdor, y se extienden hacia la derecha, allí donde están los caballos. Allí, en aquellos montículos de tierra, hay fúlicas, y también en torno al islote, junto a aquellos álamos, y hasta en las cercanías del molino, ¿ven?, allí donde forma como una pequeña ensenada... Ese sitio es el mejor. Allí cacé una vez diecisiete fúlicas. Nos encontraremos junto al molino.

–¿Quién sigue la derecha y quién la izquierda? –preguntó Oblonsky–. Puesto que el lado derecho es más ancho, id los dos por él y yo seguiré el izquierdo –dijo con tono indiferente en apariencia.

–¡Muy bien! Vayamos por aquí y cazaremos a gusto. ¡Vamos, vamos! –exclamó Vaseñka.

Levin no tuvo más remedio que acceder y ambos se separaron de Oblonsky.

Apenas entraron en las marismas, los dos perros comenzaron a correr y buscar ahí donde los matorrales eran más espesos. Por el modo de husmear de «Laska» , lenta a indecisa, Levin comprendió que no tardarían en ver levantarse una bandada de aves.

–Veselovsky: vaya a mi lado ––dijo en voz baja, al compañero que chapoteaba detrás, y cuya dirección del arma, después del disparo involuntario en el pantano de Kolpensoe, era natural que interesara a Levin.

–No tema que dispare sobre usted...

Pero Levin lo pensaba así sin poder evitarlo, y recordaba las palabras de Kitty al despedirse:

–No vayáis a mataros uno a otro sin querer...

Los perros se acercaban cada vez más, muy apartados entre sí y cada uno en una dirección.

La espera era tan intensa que Levin confundió con el graznar de un ave el chapoteo de su propio tacón al sacarlo del barro, y apretó el cañón del arma.

«¡Cua, cua!», sintió encima de su cabeza.

Vaseñka disparó contra un grupo de patos silvestres que revoloteaban sobre las marismas y que se acercaron de repente a los cazadores.

Apenas Levin tuvo tiempo de volver la cabeza cuando se levantó una chocha, luego otra, después una tercera y, en fin, hasta ocho piezas que se elevaron sucesivamente.

Oblonsky mató una al vuelo, cuando el animal iba a describir su zigzag, y el ave cayó como un bulto informe en el barrizal.

Sin precipitarse, Esteban Arkadievich apuntó a otra que volaba bajo hacia el islote. Sonó el tiro y el ave cayó. Se la veía saltar entre la hierba segada, agitando el ala, blanca por debajo, que no había sido alcanzada por el disparo.

Levin no fue tan afortunado. Disparó sobre la primera chocha demasiado cerca y erró el tiro. La encajonó cuando volaba más alta, pero en aquel momento otra chocha saltó a sus pies y Levin se distrajo y erró nuevamente el tiro.

Mientras cargaban las escopetas, surgió otra chocha, y Veselovsky, que ya había cargado, disparó, y la descarga fue a dar en el agua. Oblonsky recogió las aves que había matado y miró a Levin con los ojos brillantes de alegría.

–Separémonos ahora ––dijo Oblonsky.

Silbó a su perro, preparó el arma y, cojeando ligeramente, se alejó en una dirección, mientras sus compañeros seguían la opuesta.

Con Levin pasaba siempre lo mismo: que cuando marraba los primeros tiros, se ponía nervioso, se irritaba y no acertaba ya ni uno en todo el día. Así sucedió también esta vez. Había gran números de chochas, que volaban a cada momento a los pies de los cazadores y a ambos lados del perro. Levin, pues, podía resarcirse, pero cuando más disparaba, más avergonzado se sentía ante Veselovsky, que tiraba como Dios le daba a entender, alegremente, sin hacer blanco casi nunca, pero sin desconcertarse por ello ni perder su calma.

Levin, impaciente, se precipitaba, estaba cada vez más nervioso y disparaba con la certeza de no matar ave alguna.

«Laska» parecía comprenderlo también. Buscaba con menos interés y se habría dicho que miraba a los cazadores con reproche y sorpresa. Los disparos se seguían unos a otros. Los cazadores estaban envueltos en humo de pólvora y, sin embargo, en el morral no había más que tres chochas.

Una de ellas había sido cazada por Veselovsky y las otras dos pertenecían a ambos.

Mientras tanto, al otro lado de las marismas sonaban disparos menos frecuentes, pero a juicio de Levin, más eficaces. Casi siempre, tras cada disparo de Oblonsky, se oía su voz, gritando:

–¡«Krak», «Krak»!

Y Levin, oyéndole, se sentía cada vez más excitado.

Las chochas volaban ahora en bandadas. Constantemente se percibían sus chapoteos en el cieno y en el aire se escuchaban sus graznidos. Se levantaban, giraban y luego volvían a posarse, a la vista de los cazadores. Los buitres no se veían ya por parejas, sino a docenas, que volaban sin cesar sobre las marismas.

Llegados hacia la mitad de los terrenos pantanosos, Levin y Veselovsky se encontraron en el límite de un prado perteneciente a unos campesinos. Largas franjas que arrancaban del lado mismo del carrizal dividían el prado, la mitad del cual estaba ya segado.

Aunque en la parte sin guadañar había menos probabilidades de hallar caza que en la segada, Levin, habiendo convenido con Oblonsky en encontrarse, siguió adelante con su compañero.

–¡Eh! ¡Cazadores! –gritó un campesino que se sentaba junto a un carro desenganchado–. ¡Vengan a comer con nosotros, que tenemos buen vino!

Levin volvió la cabeza.

–¡Vengan! ¡Vengan! –gritó alegremente otro labriego barbudo, de colorado rostro, mostrando al sonreír sus blancos dientes y alzando en el aire una verdosa botella que brillaba al sol.

–Qu'est–ce qu'ils disent ? –preguntó Veselovsky.

–Nos convidan a beber vodka. Seguramente han hecho hoy el reparto del heno... Yo bebería con gusto –dijo Levin no sin malicia, mirando a su compañero y esperando que éste se sintiera seducido por el vodka y quisiera ir.

–¿Y por qué nos convidan?

–Ya ve: son buena gente... Vaya, vaya. Le divertirá.

–Allons, c'est curieux …

–Vaya; encontrará allí el sendero que lleva al molino exclamó Levin.

Y al volverse vio con placer que Vaseñka, encorvándose y tropezando con sus cansados pies, y llevando el fusil a brazo, salía del carrizal para acercarse a los labriegos,

–¡Ven tú también! –llamó el campesino a Levin–. Te daremos empanada.

Levin dudó por un momento. Comenzó a andar hundiendo los pies en el fango, pues se sentía fatigado y apenas los podía levantar. Con gusto se habría comido, sin embargo, un pedazo de pan y se habría bebido detrás un vaso de vodka. Pero en aquel momento su perro se detuvo y Levin sintió que su cansancio desaparecía de repente, y a paso ligero se dirigió a su encuentro.

A sus pies se alzó una chocha. Disparó y la mató, pero el perro seguía inmóvil. Apenas tuvo tiempo de azuzarle, cuando de los mismos pies del animal voló otra chocha. Levin hizo fuego. Pero el día era poco afortunado. Erró el tiro, y al ir a buscar el ave muerta tampoco la halló.

Recorrió el carrizal de arriba abajo, pero sin fruto. «Laska» no creía que su amo hubiese matado al animal y, cuando le mandaba que lo buscase, fingía hacerlo, pero en realidad no buscaba nada.

De modo que tampoco sin Vaseñka, al que Levin achacaba su mala suerte, iba la cosa mejor. Aunque aquí había también muchas becadas, Levin erraba lastimosamente tiro tras tiro.

Los rayos oblicuos del sol poniente eran muy calurosos aún. El traje, chorreante de sudor, se le pegaba al cuerpo. La bota izquierda, llena de agua, le pesaba enormemente. Las gotas de sudor le corrían por el rostro manchado de pólvora; se notaba la boca amarga, sentía el olor de pólvora y de cieno, y a sus oídos llegaba el incesante chapoteo de las chochas.

Los cañones de la escopeta estaban tan recalentados que era imposible tocarlos; el corazón de Levin palpitaba en breves y rápidos latidos; sus manos temblaban de emoción, y sus pies cansados tropezaban y se enredaban en hoyos y montículos. Pero seguía andando y disparando.

Por fin, tras un tiro errado vergonzosamente, Levin arrojó al suelo la escopeta y el sombrero.

«Necesito serenarme», se dijo.

Cogió de nuevo el arma y el sombrero, llamó a « Laska» y salió del carrizal.

Ya en un sitio seco, se sentó en una prominencia del terreno, se descalzó, quitó el agua de la bota, se acercó al pantano, bebió de aquel agua que sabía a moho, humedeció los cañones calientes del arma y se lavó las manos y la cara.

Una vez fresco y animado con el firme propósito de no perder su sangre fría, volvió a un lugar donde había visto posarse un ave.

Mas, aunque se esforzaba en estar tranquilo, sucedía lo mismo de antes. Su dedo oprimía el gatillo antes de apuntar bien. Todo iba de peor en peor.

Sólo tenía cinco piezas en el morral cuando salió de las marismas para dirigirse al álamo donde debía encontrar a Esteban Arkadievich.

Antes de divisarle, Levin vio a su perro, «Krak», que salió corriendo de entre las raíces de un álamo, sucio del barro negro y pestilente de la ciénaga. Con aspecto triunfante, olfateó a «Laska».

Detrás de «Krak», surgió, a la sombra del álamo, la gallarda figura de Oblonsky. Avanzaba rojo, sudoroso, con el cuello desabrochado, cojeando como antes.

–¡Qué! ¿Habéis disparado mucho? –dijo, sonriendo alegremente.

–¿Y tú? –preguntó Levin.

La pregunta era superflua, porque su amigo llevaba el morral rebosante.

–No me ha ido mal.

Llevaba catorce piezas.

–Es un excelente cazador. A ti seguramente te ha estorbado Veselovsky. Es muy molesto cazar dos con un solo perro –dijo Esteban Arkadievich, para atenuar el efecto de su triunfo.