Ana Karenina VI/Capítulo XX

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo XX

–Aquí tiene, Princesa, a Dolly, a la que tanto quería usted ver –dijo Ana, saliendo, junto con Daria Alejandrovna, a la gran terraza de piedra donde, sentada ante el bastidor, bordando un antimacasar para el conde Alexey Kirilovich, estaba la princesa Bárbara.

–Dice –añadió Ana– que no quiere tomar nada antes de la comida, pero usted ordenará que sirvan el desayuno. Mientras, yo voy a buscar a Alexey y les traeré a todos aquí.

La princesa Bárbara acogió a Dolly cariñosamente y, con tono algo protector, se puso a explicarle en seguida que vivía en la casa de Ana porque ésta la amaba, de siempre, más que a su hermana, Katerina Paulovna, que la había educado. Ahora, cuando todos habían abandonado a Ana, ella había considerado un deber ayudarla en este período transitorio, el más penoso de su vida.

–Cuando se ultime el divorcio, volveré de nuevo a mi sociedad, pero ahora, mientras pueda ser útil, cumpliré mi obligación por más penoso que pueda ser, y no haré como hacen los demás. ¡Y qué buena eres! ¡Qué bien has hecho viniendo! Ellos viven como los mejores esposos. Dios los juzgará. No vamos a juzgarlos nosotros. ¿Y Birinsovsky con Aveneva? ¿Y el mismo Nicandrov? ¿Y Vasiliev y Mamonova? ¿Y Lisa Neptunova? De ellos nadie dijo nada y todos les recibían. Y, además, c'est un interieur si joli, si comme il faut. Tout à fait à l'anglaise. On se réunit au matin au breakfast, et puis on se sépare . Todos hacen lo que quieren hasta la cena. La cena es a las siete. Stiva ha hecho bien en dejarte venir. Es preciso que mantenga relaciones con ellos. ¿Sabes? Por medio de su madre y hermano, puede hacer mucho. Además, ellos hacen muy buenas obras. ¿No te han hablado de su hospital? Será admirable. Todo viene de París.

La conversación fue interrumpida por Ana, que encontró a los hombres de la casa en la sala de billar y ahora volvía con ellos. Hasta la comida aún faltaban dos horas, y se dedicaron a buscar un medio de pasar aquel tiempo. El día era hermoso y en Vosdvijenskoe había muchos modos de distraerse, todos distintos de los que estaban en use en Pokrovskoe.

–¿Una partida de tenis? –propuso, con su bella sonrisa, Veselovsky–. Nosotros dos jugaremos de compañeros, Ana Arkadievna.

–No. Hace calor. Sería mejor pasear por el jardín o dar un paseo en la barca para enseñar las orillas a Daria Alejandrovna –indicó Vronsky.

–Estoy conforme con todo –aprobó Sviajsky.

–Pienso que para Dolly lo más agradable sería pasear por el jardín, ¿no es verdad? Luego ya iremos en la barca –dijo Ana.

Se decidieron por esto último.

Veselovsky y Tuchkevich se dirigieron a la caseta de baños, prometiendo preparar la barca y esperarles allí.

En parejas –Ana con Sviajsky y Dolly con Vronsky– pasearon por la avenida del jardín.

Dolly estaba algo cohibida y preocupada por aquel ambiente completamente nuevo para ella. El principio, teóricamente, no ya justificaba sino que hasta aprobaba lo hecho por Ana. Como sucede a menudo a las mujeres, aun a las completamente honradas y a las más virtuosas, cansadas de la vida normal, Dolly, no solamente perdonaba el amor culpable sino que hasta lo envidiaba. Pero, en realidad, en aquel medio que le era extraño, entre aquella refinada elegancia, desconocida para ella, Daria Alejandrovna se sentía a disgusto. Sobre todo le era desagradable ver a la princesa Bárbara, que lo perdonaba todo con tal de disfrutar de las comodidades de que gozaba.

En general, Dolly aprobaba, como decimos, lo hecho por Ana, pero ver al hombre que había sido la causa de todo le producía un sentimiento de malestar.

Además, Vronsky nunca le había gustado. Le consideraba un orgulloso que no tenía nada de qué

enorgullecerse como no fuera su capital. Pero, contra su voluntad, aquí, en su propia casa, se imponía aún más que antes a ella, y Dolly se sentía a su lado cohibida, privada de libertad.

Con Vronsky experimentaba un sentimiento parecido a lo que sentía ante la camarera a causa de su blusita vieja. No era que se avergonzara ante la doncella, pero sentía que ésta advirtiera sus remiendos. Tampoco con Vronsky se avergonzaba, pero se sentía molesta por ella misma.

Ahora, confusa, buscaba un tema de conversación. A pesar de que consideraba que a causa de su orgullo habrían de serle desagradables los elogios de su casa y del jardín, no encontrando otro tema mejor, le dijo que le había gustado la casa.

–Sí, es una bonita construcción, de buena arquitectura antigua –dijo Vronsky satisfecho por la alabanza.

–Me ha gustado, también, mucho el jardín. ¿Estaba antes así, delante de la casa? –continuó Daria Alejandrovna.

–¡Oh, no! –contestó Alexey.

Su rostro se iluminó de placer.

–¡Si hubiese usted visto esto en primavera! –indicó.

Luego atrajo su atención sobre los diferentes detalles que adornaban la casa y el jardín.

Hablaba y mostraba aquello con verdadera emoción.

Se adivinaba que, habiendo consagrado mucho trabajo, tiempo y dinero a arreglar y adornar su finca, Vronsky sentía necesidad de hablar de ello, y que le alegraban el alma las alabanzas que Daria Alejandrovna le prodigaba.

Si quiere ver el hospital y no está usted cansada... No está lejos... ¿Vamos? –propuso tras mirar el rostro de Dolly y ver que no denotaba cansancio ni aburrimiento.

Daria Alejandrovna aceptó de buen grado.

–Ana, ¿tú vendrás también? –preguntó Vronsky a Ana.

–Vamos, ¿no? –consultó Ana a Sviajsky–. Pero será necesario avisar –añadió– a Veselovsky y Tuchkovich, para que no estén los pobres preparando inútilmente la barca. Es un monumento –dijo a Dolly con aquella astuta sonrisa con la que antes le hablara del hospital.

–¡Oh! Es una obra capital –comentó Sviajsky.

Y, para que no pareciera que adulaba a Vronsky, en seguida hizo una observación que podía contener una ligera censura.

–Sin embargo, Conde –le dijo– me sorprende que haciendo tanto por el pueblo en sentido sanitario, se muestre tan indiferente por las escuelas.

–C'est devenu tellement commun, les écoles ! –replicó Vronsky–. Pero no es sólo por este motivo, sino porque me he ido entusiasmando con la idea. Es por aquí –indicó a Daria Alejandrovna indicándole la salida lateral del paseo.

Las señoras abrieron sus sombrillas y, después de unas cuantas vueltas, salieron a un sendero que corría por el límite de la finca.

Al salir de la puertecilla, Daria Alejandrovna vio ante ella, sobre un altozano, una construcción grande, roja, de forma caprichosa, casi ya terminada, cuyo tejado, de zinc, sin pintar brillaba todavía al sol.

Al lado de aquella construcción ya acabada se estaba levantando otra.

Subidos sobre los andamios, los obreros vertían masa de los cubos, las alisaban con las paletas o ponían ladrillos.

–¡Qué rápidas van las obras! –dijo Sviajsky. Cuando estuve aquí la última vez no había techo todavía.

–En otoño estará terminado. En el interior está ya listo casi todo –explicó Ana.

–Y esta nueva construcción, ¿qué es?

–Son los locales destinados para el médico y la farmacia ––contestó Vronsky.

Al ver al arquitecto, que se acercaba, con su clásico abrigo corto, pidió permiso a las señoras, fue a su encuentro y sostuvo con él una animada conversación.

–Le digo que el frontis resulta demasiado bajo –dijo Vronsky a Ana, que, aproximándose, le preguntaba de qué trataban.

–Ya le dije yo –comentó– que tenían que levantar los cimientos.

–Sí, está claro que habría sido mejor, Ana Arkadievna; pero ya es tarde. No podemos hacer nada.

–Sí, me interesa mucho esta obra –contestó Ana a Sviajsky, el cual había expresado su sorpresa por sus conocimientos de arquitectura–. Hay que obrar de modo que la nueva construcción armonice con la del hospital. Pero ha sido ideada demasiado tarde y empezada sin plan.

Habiendo terminado la conversación con el arquitecto, Vronsky se unió, de nuevo, a las señoras y las acompañó por el interior del hospital.

Aunque, por fuera aún se estaban terminando algunos detalles, como las comisas, y en el piso de abajo pintaban todavía, en el piso superior casi todo estaba terminado. Subiendo por la ancha escalera de hierro fundido entraron en la primera habitación. Era una pieza de vastas dimensiones. Las paredes estaban pintadas imitando mármol; las enormes ventanas, de cristal, ya estaban puestas. únicamente el suelo, que debía ir entarimado, estaba aún sin terminar. Los carpinteros, que cepillaban unas tablas, dejaron su trabajo y, quitándose las cintas que sujetaban sus cabellos, saludaron a las señoras.

–Es el recibidor –explicó Vronsky. Aquí habrá un gran pupitre, una mesa, un armario y nada más.

–Vamos aquí. No os acerquéis a la ventana –dijo Ana.

Luego probó si la pintura estaba fresca, y dijo:

–Alexey, esto ya está seco.

Del recibimiento pasaron al corredor, donde Vronsky les enseñó la ventilación, que tenía un sistema modernísimo. Desde de allí les llevó a ver las bañeras, de mármol; las camas, con magníficos muelles. Después les fue mostrando una tras otra las diversas salas, la despensa, el ropero, las estufas, de nuevo modelo; las carretillas que, sin producir ruido, habían de llevar por el pasillo los objetos necesarios, y muchas otras cosas curiosas. Sviajsky lo apreciaba todo como un buen conocedor en cosas modernas.

Dolly estaba realmente sorprendida de cuanto veía, y queriendo comprenderlo todo no cesaba de hacer preguntas, lo que procuraba a Vronsky un visible placer.

–Sí. Me parece que su hospital será el único bien organizado en toda Rusia –dijo Sviajsky.

–¿Y no tendrá usted aquí un departamento de maternidad –preguntó Dolly–. Es tan necesario en un pueblo –añadió–. Cuantas veces yo...

No obstante su cortesía, Vronsky la interrumpió:

–Esto no es una casa de maternidad: es un hospital y está destinado sólo a enfermedades. Eso sí, para todas, excepto las contagiosas ––explicó luego–. ¿Y esto? Mírelo –siguió, haciendo rodar hacia Daria Alejandrovna una butaca que acababa de recibir, para los convalecientes–. Mírelo solamente –insistió. Y se sentó en la butaca y la puso en movimiento–. El enfermo –dijo– no puede andar, está débil aún, tiene los pies en cura o simplemente doloridos; pero le es necesario tornar el aire. Pues bien: con esto puede moverse, pasear, dirigirse a donde quiera.

Daria Alejandrovna se interesaba por todo. Todo le gustaba; y más que nada el propio Vronsky, con su animación tan natural a ingenua.

«Sí, es un hombre bueno, simpático», pensaba Dolly, a veces sin escucharle, pero mirándole, observando la expresión de su rostro. Y mentalmente se ponía en el lugar de Ana y comprendía que ésta hubiera podido enamorarse de él.