Ana Karenina VI/Capítulo XXIX

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo XXIX

La estrecha sala en la cual se bebía y tomaban bocadillos estaba llena de nobles. La agitación iba constantemente en aumento y en todos los rostros se leía la inquietud.

Los más animados eran, sin embargo, los cabecillas, que sabían todos los detalles y el número de bolas. Eran los dirigentes del combate en perspectiva. Los demás, como los soldados, se preparaban para la

batalla, pero en tanto que comenzaba ésta buscaban pasar el rato divirtiéndose. Unos tomaban algo de pie o sentados a una de las mesitas; otros se paseaban por la sala o charlaban con sus amigos a quienes hacía tiempo que no habían visto.

Levin no tenía ganas de comer; no era fumador. No quería juntarse con los suyos, es decir, con Sergio lvanovich, Esteban Arkadievich, Sviajsky y otros, que mantenían animada conversación, porque con ellos estaba Vronsky, vestido con su uniforme de caballerizo del Emperador. Aun el día antes Levin le había visto en las elecciones y había evitado su encuentro, no queriendo saludarle.

Ahora se acercó a la ventana y se sentó observando a los grupos y escuchando lo que se decía a su alrededor. Le entristecía el ver que todos hablaban animados, preocupados a interesados, y únicamente él y un viejecito de boca sin dientes, con uniforme de la Marina, sentado a su lado, solitario, moviendo con un tic nervioso sus labios, estaban indiferentes, inactivos.

–¡Es un canalla!... Le voy a contar... Pero no. ¿Es decir que en tres años no ha podido reunir el dinero? –decía un propietario de tierras, bajito, encorvado, de cabellos alisados con pomada y que le caían sobre el cuello bordado del uniforme. Y al mismo tiempo daba golpes en el suelo con los tacones de sus botas nuevas, seguramente compradas para las elecciones. Y, después de lanzar una mirada de fuego a Levin dio media vuelta rápidamente y se alejó.

–Sí, es un asunto poco limpio –exclamó con voz débil un pequeño propietario de tierras.

Luego, un grupo de terratenientes, rodeando a un grueso general, se aproximó rápidamente, hacia Levin, en busca, evidentemente, de un sitio donde poder hablar sin ser oídos.

–¿Cómo se atreve a decir que ordené que le robasen los pantalones? Presumo que debió de venderlos para beber. Y quiero escupirle por muy príncipe que sea. ¡No tiene derecho a decirlo! ¡Es una porquería!

–Pero, y perdone, ellos se basan en el artículo de la ley. Su mujer debe ser inscrita como noble –hablaban en otro grupo.

–¡Al diablo con el artículo de la ley! Lo digo con el corazón en la mano... Para eso hay nobles... Hay que tener confianza.

–Excelencia, vamos a tomar un fine champagne.

Otro grupo iba tras uno de los nobles a quienes habían emborrachado, que pasaba gritando.

–Y yo le aconsejé siempre a María Semenovna que lo arrendase, porque ella no podría obtener nunca ganancias –decía, con voz agradable, un propietario de tierras, de bigotes canosos, con uniforme de coronel de Estado Mayor.

A aquel propietario Levin le había visto ya otra vez en casa de Sviajsky y en seguida le reconoció. El noble le miró también, y se saludaron afectuosamente.

–Mucho gusto. Le recuerdo muy bien, ¿cómo no? Nos vimos el año pasado en casa del Presidente.

–¿Y cómo van las cosas de su propiedad? –preguntó Levin.

–Como siempre, perdiendo ––contestó el hombre poniéndose a su lado y con la sonrisa sumisa y la expresión tranquila y resignada del que está convencido de que las cosas no pueden ir de otra manera. Y usted, ¿cómo es que está en nuestra provincia? ¿Ha venido a tomar parte en nuestro pequeño coup d'État ? –preguntó a su vez, pronunciando mal pero con seguridad las palabras francesas.

–Aquí ha venido toda Rusia. Hasta gentileshombres y casi ministros –siguió el propietario, indicando la figura representativa de Esteban Arkadievich, que, con uniforme de gentilhombre, en pantalones blancos, se paseaba con un general.

–Debo confesarle que comprendo muy poco la importancia de las elecciones de la Nobleza –dijo Levin.

El propietario de tierras le miró.

–¿Y qué tiene que comprender? No tiene ninguna importancia. Es una institución en decadencia, que sigue su movimiento por la fuerza de la inercia. Mire usted los uniformes. Parecen decir: «Es una reunión de jueces, de miembros de comisiones, pero no de nobles».

–¿Y por qué, entonces, viene usted? –preguntó Levin.

–Por la fuerza de la costumbre. Luego, que hay que sostener las relaciones. Es una obligación moral en cierto sentido. Y además, a decir verdad, tengo mi interés: mi yerno quiere presentar su candidatura para los miembros obligatorios de la Comisión. No es rico y quiero ayudarle a pasar. Y estos señores, ¿para qué vienen? –dijo indicando al señor batallador que hablaba ante la mesa electoral.

–Es la nueva generación de la nobleza.

–Que es nueva, conformes... pero no es nobleza. Son propietarios de tierras por haberlas comprado y nosotros lo somos por haberlas heredado... ¿Pueden ser considerados como gentileshombres los que atacan de este modo a la nobleza?

–Pero usted dice que es una institución caduca...

–Caduca o acabada. Pero, sea como sea, hay que tratarla con más respeto. Tenemos el caso de Snetkov... Somos Buenos o malos; pero hace miles de años que existimos. ¿Sabe usted? Por ejemplo: nosotros queremos delante de la casa un jardincillo y debemos alisar para ello la tierra y allí tenemos un árbol centenario... Es un árbol todo torcido, viejo; pero por plantar florecillas y hacer un jardín no va usted a cortar el viejo árbol; dispondrá usted la tierra en forma que le permita aprovecharlo. En un año no es posible hacer crecer un árbol igual –dijo el propietario. Y en seguida cambió de tema.

–¿Y cómo van las cosas de su propiedad?

–No van bien. Me producen ¡un cinco por ciento!

–Pero usted no cuenta su trabajo, que también vale algo. Le diré de mí mismo que antes de ocuparme de la propiedad trabajaba y ganaba tres mil rublos. Ahora trabajo más que cuando estaba en el servicio, y, como usted, gano el cinco por ciento y ¡gracias a Dios! Y mi trabajo lo doy de balde.

–Entonces, ¿para qué lo hace? Si es sólo para perder..

–¿Qué quiere que haga? Es costumbre y sé que debo obrar así... le diré más –continuó el propietario apoyado en la ventana y animado ya–. Mi hijo no tiene inclinación alguna al cultivo de las tierras. Seguramente será un sabio. Entonces no habrá quien lo continúe. Y, de todos modos, sigo trabajando. Ahora he plantado un jardín.

–Sí, sí –repuso Levin. Es la pura verdad. Siempre digo que no hay verdadera ganancia y sigo cultivando mi hacienda. Siente uno cierta obligación respecto a las tierras.

–Y más le contaré –siguió el propietario–. Un día vino a visitarme un vecino, comerciante. Dimos un paseíto por la propiedad, por el jardín... «No», me dijo, « Esteban Vasilievich, todo lo tiene usted en orden, pero el jardín está abandonado (y conste que yo lo cuido muy bien). Yo en su lugar» , siguió diciendo el comerciante, «los tilos los cortaría, naturalmente cuando hay que cortarlos: cuando tienen savia. Posee usted un millar; de cada uno saldrán dos buenas cestas, y hoy esto representa un capital... También cortaría los troncos de los tilos».

–Y con este dinero compraría vacas o tierras a bajo precio y las arrendaría a los campesinos –terminó Levin, con sonrisa que demostraba que más de una vez había hecho él cálculos semejantes–. Y con ello se haría una fortuna mientras –que usted y yo... Que Dios nos ayude solamente a guardar lo que tenemos y dejarlo así a nuestros hijos.

–He oído que se ha casado usted... –indicó el propietario.

–Sí –contestó Levin con orgullo y placer–. Es muy extraño en el actual estado de cosas, ¿no? Nosotros vivimos sin ganar y somos como las antiguas vestales, puestas solamente para guardar un fuego sagrado.

El propietario sonrió bajo sus bigotes blancos.

–Entre nosotros –siguió la conversación– está también, por ejemplo, nuestro amigo Nicolás Ivanovich Sviajsky o el conde Vronsky, que ahora vive aquí. Éstos quieren organizar la agricultura en mayor escala, pero hasta ahora, fuera de goner el capital, no han obtenido otro resultado.

–¿Y por qué nosotros no hacemos como los comerciantes? ¿Por qué no cortamos los jardines para vender la madera? –preguntó Levin, volviendo al pensamiento que le había asaltado antes.

–Pues por la razón de que, como ha dicho usted muy bien, somos una especie de vestales para guardar el fuego sagrado. Vender la madera no es asunto de nobles. Y nuestra obra de noble se hace, no aquí, en las elecciones, pero sí allí, en nuestro rincón. Hay también un instinto nuestro, propio, que nos indica lo que debemos hacer y lo que no. Con los campesinos pasa lo mismo; según vengo observando, cuando el campesino es bueno arrienda cuantas tierras puede... Puede ser mala la tierra, pero él sigue labrándola... También lo hace sin calcular que ha de perder en ella...

–Así somos nosotros –dijo Levin.

Y terminó, al ver que Sviajsky se le acercaba.

–He tenido una gran satisfacción en encontrarle.

–Nos vemos por primera vez desde que nos conocimos en su casa de usted, y estábamos charlando como dos Buenos amigos –dijo el noble a Sviajsky.

¿Qué? ¿Han criticado las nuevas instituciones? –dijo éste humorísticamente, con una sonrisa.

–Algo de eso hemos hecho.

–Nos hemos desahogado.