Ana Karenina VI/Capítulo IX

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Capítulo IX

–Dinos qué itinerario vamos a seguir –preguntó Oblonsky. –El plan es éste: ahora nos dirigiremos a las tierras pantanosas donde abundan las fúlicas. Después de Grozdevo empiezan magníficas marismas llenas de chochas y también de fúlicas. Ahora hace calor, pero como hay unas veinte verstas, llegaremos al oscurecer, y a esa hora podremos cazar... Pasaremos la noche allí y mañana seguiremos hacia los grandes pantanos.

–¿No hay nada por el camino?

–Sí; pero tendríamos que detenernos, y hace tanto calor... Hay dos lugares excelentes, pero dudo que hallemos algo en ellos.

Levin sentía deseos de pararse en aquellos lugares, pero como distaban poco de casa, podía ir a ellos siempre que quisiera. Además eran sitios reducidos, y había poco espacio para los tres. Por esta causa les mintió diciéndoles que allí había poca caza. Mas, al pasar ante una de las pequeñas marismas, ante las cuales Levin trataba de pasar de largo, el experto ojo de cazador de Oblonsky distinguió en seguida la hierba del pantano.

–¿Y si nos detuviéramos ahí? –exclamó señalando el lugar.

–¡Vayamos, Levin! ¡Es un lugar magnífico! –gritó Vaseñka. Y Levin tuvo que acceder.

Apenas se detuvieron, los perros, corriendo a porfía, se dirigieron hacia el pantano.

–¡«Krak», «Laska»!

Los perros regresaron.

–Para los tres habrá poco espacio. Me quedaré aquí dijo Levin, confiando en que sus amigos no hallarían más que las cercetas que se habían remontado asustadas por los perros, y volaban, con su vuelo balanceante, graznando lúgubremente sobre las marismas.

–No, Levin, vayamos juntos –insistió Veselovsky.

–Les aseguro que estaremos aprestados. ¡Ven, «Laska» ! ¿Necesitan el otro perro?

Levin permaneció junto al charabán, mirando con envidia a los cazadores. Uno y otro recorrieron todo el cazadero, pero excepto una fúlica y varias cercetas, una de las cuales mató Vaseñka, no había nada.

–Ya han visto que no trataba de ocultarles el lugar –dijo Levin–. Ya sabía yo que era perder el tiempo.

–De todos modos nos hemos divertido –repuso Vaseñka, subiendo torpemente al charabán, con el arma y la cerceta en la mano–. ¿La he alcanzado bien, verdad? ¿Falta todavía mucho para llegar al pantano?

De pronto los caballos se encabritaron, lanzándose a correr; Levin dio con la cabeza contra el cañón de una de las escopetas, y en aquel momento le pareció oír un disparo. Pero, en realidad, el disparo se había producido antes.

Lo sucedido fue que Vaseñka, había olvidado bajar uno de los gatillos, que se disparó. La carga fue, afortunadamente, a dar en tierra sin herir a nadie.

Oblonsky meneó la cabeza y miro con reproche a Veselovsky, aunque riendo, pero Levin no tuvo valor para decirle nada, especialmente porque cualquier reproche habría parecido motivado por el riesgo que había corrido y por el bulto que el choque con el arma le había producido en la frente.

Veselovsky se mostró al principio sinceramente disgustado, pero luego rió de la alarma de tan buena gana, y tan contagiosamente, que Levin no pudo tampoco contener la risa.

Al llegar a las marismas de más allá, que por ser bastante grandes debían entretenerles cierto tiempo, Levin trató de nuevo de persuadirles de que no, pero Veselovsky se empeñó en detenerse también aquí.

El lugar era angosto y Levin, como buen huésped, volvió a quedarse con los coches.

Apenas llegaron, « Krak» corrió hacia unos pequeños montículos de tierra. Veselovsky fue el primero en seguir al perro. Aún no había llegado Oblonsky, cuando salió volando una fúlica.

Oblonsky falló el tiro y el ave se ocultó en un prado no segado. Entonces se la dejó a su compañero. «Krak» volvió a encontrarla, la hizo levantar y Veselovsky la mató, regresando después a los coches.

–Ahora vaya usted y yo cuidaré de los caballos ––dijo.

Levin empezaba a sentir la envidia natural en un cazador. Entregó las riendas a Veselovsky y se dirigió hacia las marismas.

«Laska» ladraba hacía tiempo, quejándose de su injusta preterición. Ahora corrió rectamente al sitio donde había caza, paraje ya conocido por Levin, entre los montículos, a los que aún no había llegado «Krak».

–¿Por qué no detienes a tu perro? –gritó Oblonsky.

–No espantará la caza –respondió Levin alegremente, mirando a su perra y siguiéndola.

«Laska», a medida que se aproximaba, buscaba con mayor interés. Un pajarillo de las marismas la distrajo por un momento. El perro describió un círculo ante los montículos, luego otro, y, de repente, se estremeció y se quedó parado.

–¡Ven Stiva! –llamó Levin, sintiendo que su corazón latía con más fuerza.

Dijérase que en su oído se había descorrido un cerrojo y que todos los sonidos comenzaban a impresionarlo desmesuradamente y en desorden, pero de un modo preciso. Oía los pasos de Esteban Arkadievich confundiéndolos con el lejano pisar de los caballos, sintió un crujido en el montículo de tierra que pisó y lo tomó por el vuelo de un pájaro, y, más lejos, percibió un chapoteo que no podía explicarse.

Eligiendo sitio donde apostarse, se acercó al perro.

–¡Listo! ––ordenó a «Laska».

Se levantó una chocha. Levin apuntó, pero en aquel momento el sonido del chapoteo, que había oído antes, se hizo más fuerte, uniéndosela ahora la voz de Vaseñka, que gritaba de un modo extraño. Levin, aunque veía que apuntaba a la chocha un poco bajo, disparó. Una vez convencido de que había fallado el tiro, miró a sus espaldas y vio que los caballos del charabán, que estaban en el camino, se habían internado en el terreno pantanoso, donde se hallaban atascados. Veselovsky, para presenciar la caza, los había hecho entrar allí.

«¡Parece que le impulsa el mismísimo diablo!», gruñó Levin dirigiéndose al carruaje.

–¿Por qué diablos los ha hecho entrar? –le preguntó secamente. Y llamó al cochero para que le ayudase a sacar los caballos.

A Levin le disgustaba que le hubieran estorbado el disparo, que le empantanaran los animales y, sobre todo, que ni Veselovsky ni Oblonsky les ayudaran, al cochero y a él; aunque, a decir verdad, ni uno ni otro tenían la menor idea de cómo habían de desengancharse.

Sin contestar palabra a las afirmaciones de Vaseñka de que allí todo estaba seco, Levin trabajaba junto al cochero tratando de sacar los caballos. Pero, luego, enardecido ya por el esfuerzo y viendo que Veselovsky se esforzaba con tanto ardor en tirar del charabán que hasta rompió un guardabarros, Levin se reprochó su actitud, debida en gran parte a su resentimiento del día anterior, y procuró suavizar su trato con especial amabilidad.

Cuando todo estuvo arreglado y los coches volvieron a la carretera, Levin ordenó sacar el almuerzo.

–Bon appétit, bonne conscience! Ce poulet va tomber jusqu'aufond de mes bottes ! –dijo Vaseñka, ya alegre de nuevo, al concluir el segundo pollo–. Nuestras desventuras han terminado y todo marchará por buen camino. Pero, como debo ser castigado por mis culpas, me sentaré en el pescante. ¿Verdad? Aunque no soy Automedonte, verá qué bien les llevo –insistió, cuando Levin le pidió que dejara las riendas al cochero–. No, no. Debo pagar mi culpa. ¡Voy muy bien en el pescante!

Y lanzó los caballos al galope.

Levin temía que Vaseñka fatigase a los caballos, sobre todo al rojizo de la izquierda, al que el joven no sabía guiar, pero involuntariamente se plegó a su jovialidad escuchando las canciones que, en el pescante, fue cantando durante todo el camino, oyéndole contar cosas divertidas, escuchando sus explicaciones sobre la manera de guiar, a la inglesa four–in–hand.

Sintiéndose en la mejor disposición de ánimo deseable, llegaron los cuatro a las grandes marismas de Grozdevo.