Ana Karenina VII/Capítulo VII
Capítulo VII
Llegó al Círculo a la hora justa, en el momento en que socios a invitados se reunían en él.
Levin no había estado allí desde el tiempo en que, habiendo salido ya de la universidad, vivía en Moscú y frecuentaba la alta sociedad. Recordaba con todo detalle el local, y cómo estaban dispuestas todas las dependencias; pero había olvidado por completo la impresión que antes le producía.
Seguro de sí y sin vacilar, llegó al patio, ancho, semicircular y, dejando el coche de alquiler, subió la escalinata. Cuando le vio el portero, de flamante uniforme con ancha banda, le abrió la puerta sin hacer ruido y le saludó.
Levin vio en la portería los chanclos y abrigos de los miembros del Círculo, que, ¡al fin!, habían comprendido que cuesta menos trabajo despojarse de aquellas prendas y dejarlas abajo, en el guardarropa, que subir con ellas al piso de arriba. En seguida oyó el campanillazo misterioso que sonaba siempre al subir la escalera, de pendiente moderada y cubierta con una rica alfombra. Vio en el rellano la estatua, que recordaba bien, y en la puerta de arriba al tan conocido y ya envejecido tercer portero, con la librea del Círculo, el cual abría siempre la puerta sin precipitarse pero sin tardanza, examinando detenidamente al que llegaba. Y Levin sintió de nuevo la sensación de descanso, de tranquilidad, de bienestar que experimentaba siempre hacía años al entrar en el Círculo.
–Haga el favor de dejarme el sombrero –le dijo el portero, viendo que había olvidado esta costumbre del Círculo de dejar los sombreros en la portería–. Hace tiempo que el señor no ha venido por aquí... El Príncipe le inscribió ayer. El príncipe Esteban Arkadievich no ha llegado todavía.
El portero conocía, no sólo a Levin, sino, también, a todos sus parientes y amigos, y en seguida le fue nombrando, de entre ellos, a todos los que en aquel momento se encontraban allí.
Después de haber pasado por la primera sala, en la que se veían grandes biombos, y por la habitación de la derecha, donde estaba sentado el vendedor de frutas, y adelantando a un viejo que iba despacio, entró en el comedor, lleno de animación y de ruido.
Levin pasó por delante de las mesas, casi todas ya ocupadas, mirando a los concurrentes. Aquí y allá veía las gentes más diversas, jóvenes y viejos, unos íntimos, otros conocidos. No había ni un rostro enfadado ni preocupado. Parecía que todos habían dejado en la portería sus disgustos y preocupaciones y se habían juntado allí para gozar, sin cuidados, de los bienes materiales de la vida. Allí estaban Sviajsky, y Scherbazky, y Neviedovsky, y el viejo príncipe, y Vronsky, y Sergio Ivanovich.
–¡Ah! ¿Por qué has tardado tanto? –le preguntó el viejo Principe dándole una palmadita cariñosa en el hombro–. ¿Cómo está Kitty? –añadió, arreglando la servilleta y colocándosela en el ojal del chaleco.
–Está bien. Las tres comen en casa.
–¡Ah! « Alinas–Nadinas...» Aquí ya no tenemos sitio para ti... Ve allí, a aquella mesa, y ocupa en seguida el puesto que hay vacante –dijo el viejo Príncipe volviendo la cabeza. Y, con gran cuidado, tomó de manos del lacayo el plato de sopa de lota .
–Levin, ven aquí –le llamó, de algo lejos, una voz alegre.
Era Turovzin.
Estaba sentado junto a un joven militar desconocido para Levin, y a su lado había dos sillas reservadas inclinadas contra la mesa.
Después de las fatigosas conversaciones de aquel día, la vista de aquel amable libertino, por quien había sentido siempre simpatía y que le recordaba el día de su declaración a Kitty, a la que había estado presente, fue para Levin un motivo de particular alegría.
–Son las sillas para usted y Oblonsky, que vendrá ahora mismo –le dijo su antiguo amigo.
El militar, que permanecía sonriente, de pie, era el petersburgués Gagin.
Turovzin les presentó.
–Oblonsky siempre llega tarde –dijo luego–. ¡Ah! Allí viene.
–¿Has llegado ahora? –preguntó Oblonsky acercándose a ellos y dirigiéndose a Levin. ¡Buenas! ¿Has bebido ya vodka? ¿No? Pues vamos...
Levin se levantó y, junto con Oblonsky, se acercó a una gran mesa, donde había bocadillos y garrafas llenas de vodka y otras bebidas. Parecía que entre dos docenas de bocadillos de diversas clases, ya se podía elegir a gusto; pero Esteban Arkadievich pidió otra cosa especial, que en seguida le trajo uno de los criados.
Los dos cuñados bebieron unas copitas de vodka, tomaron unos bocadillos y volvieron a su mesa.
En seguida, cuando aún comían la sopa de pescado, a Gagin le sirvieron el champaña y ordenó que llenaran cuatro copas.
Levin no rehusó el vino que le ofrecía su amigo y pidió, por su parte, otra botella.
Tenía apetito y sed y comía y bebía con gran gusto; y con mayor gusto aún, tomaba parte en las conversaciones, sencillas y alegres, de sus compañeros de mesa.
Bajando la voz, Gagin contó una de las últimas anécdotas de San Petersburgo, la cual, aunque indecente y simple, era tan divertida, que Levin estallo en una fuerte carcajada que atrajo la atención de los que estaban en las mesas, aun los más lejanos.
–Es por el estilo de «esto precisamente no me gusta...» ¿Conoces ese chiste? –dijo Esteban Arkadievich–. ¡Ah! Es estupendo. Trae una botella más –ordenó al criado. Y empezó a contar la anécdota.
–De parte de Pedro Illich Vinovsky, quien les ruega que acepten –le interrumpió un criado viejecito, ofreciéndole dos finas copas llenas de burbujeante champaña.
Esteban Arkadievich tomó una de las copas y, mirando por encima de la mesa, cambió una mirada con un hombre calvo, de bigotes rubios, que estaba sentado unas mesas más alla, y le hizo, con la cabeza, una señal de agradecimiento y saludo.
–¿Quién es? –preguntó Levin.
–Le encontraste un día en mi casa... ¿No recuerdas? Es un buen mozo.
Levin repitió el gesto de su cuñado y tomó la copa que le ofrecían.
La anécdota de Esteban Arkadievich era también divertida. Levin contó otra que agradó igualmente. Luego hablaron de caballos, de las carreras que se habían celebrado aquel día y de la brillante victoria obtenida por el «Atlasny » de Vronsky, que había ganado el premio. La comida transcurrió con todo ello tan agradablemente para Levin que apenas se dio cuenta de nada.
–¡Ah! ¡Aquí están! –dijo Esteban Arkadievich, ya al final de la comida, alargando su mano, por encima de la silla, a Vronsky y a un alto coronel de la Guardia Imperial que se dirigían hacia ellos.
La alegría que reinaba en el Círculo se reflejaba también en el rostro de Vronsky, el cual, muy animado, se apoyó en el hombro de Esteban Arkadievich y le dijo algo al oído. Y con la misma sonrisa alegre adelantó la mano a Levin, que se la estrechó efusivamente.
–Estoy muy contento de encontrarle de nuevo –dijo Vronsky–. Aquel día, el de las elecciones, estuve buscándole, pero me dijeron que ya se había marchado usted.
–Sí, me marché aquel mismo día –contestó Levin–. Ahora mismo hablábamos de su caballo –siguió–. Le felicito.
–Usted también tiene caballos, ¿no?
–No. Mi padre sí tenía, yo no. Pero me acuerdo y entiendo de ellos.
–¿Dónde has comido? –preguntó Esteban Arkadievich a Vronsky.
–Estamos en la segunda mesa. Detrás de las columnas.
–Le han festejado –dijo el coronel–. Ganó el segundo premio del Emperador. Si tuviese yo tanta suerte con las cartas como él con los caballos... Pero, estoy perdiendo un tiempo precioso. Voy a la «sala infernal» –añadió. Y se alejó de la mesa.
–Es Jachvin –contestó Vronsky a Turovzin, que le había preguntado quién era aquel jefe militar. Y se sentó al lado de ellos, en la silla que había vacante.
Habiendo bebido la copa de champaña que le ofrecieron, Vronsky pidió otra botella.
Ya fuera por la impresión que le produjo el Círculo, ya por el vino que había bebido, Levin se sentía feliz. Entabló con Vronsky una animada conversación sobre caballos y se sintió aún más feliz al comprobar que no experimentaba animosidad alguna contra él. Hasta le dijo, entre otras cosas, que su mujer le había dicho que le había encontrado en la casa de la princesa María Borisoyna.
–¡Ah! La princesa María Borisovna... ¡Es un encanto! –comentó Esteban Arkadievich. Y contó una anécdota referente a ella que hizo reír a todos.
Con tanta gana, tan francamente rió Vronsky, que Levin se sintió completamente reconciliado con él.
–¿Qué? ¿Hemos terminado? –preguntó Esteban Arkadievich–. Vamos, pues –añadió sonriente.