Ana Karenina VII/Capítulo X
Capítulo X
Ana Arkadievna no ocultó a Levin la alegría que experimentaba al verle.
Y en la forma con que ella le dio la mano, en cómo le presentó a Vorkuev y le mostró la niña –muy bonita, de cabellos rojizos– que estaba sentada allí, haciendo labor, llamándola «su pequeña y querida protegida», en todo esto, Levin reconoció los modales que tanto le admiraban de una mujer de gran mundo, siempre tranquila y natural.
–Me alegra mucho su visita –repitió. Y en sus labios estas palabras, tan sencillas, adquirieron para él una significación particular.
–Ya le conocía a usted hace tiempo –siguió Ana, dirigiéndose a Levin–y le quiero por su amistad con Stiva y por su mujer de usted. La traté muy poco tiempo, pero me dejó la impresión de una hermosa flor, precisamente de una flor. ¡Y pronto será madre!
Ana hablaba con soltura, sin precipitarse, mirando ya a Levin, ya a su hermano. Levin comprendió que producía en ella una excelente impresión, se sintió desembarazado y feliz y le habló con naturalidad, agradablemente. Le parecía conocerla desde la infancia.
–Ivan Petrovich y yo nos hemos quedado aquí en el despacho de Vronsky para poder fumar –dijo Ana a Esteban Arkadievich, que le preguntó si les estaba permitido fumar. Y, mirando a Levin y sin preguntarle si fumaba o no, cogió una lujosa pitillera y le alargó un cigarrillo.
–¿Cómo te encuentras hoy? –le preguntó su hermano.
–Nada... Nervios... Como siempre.
–¿No es verdad que este retrato es una obra maestra? –preguntó Esteban Arkadievich a Levin, viéndole contemplar el cuadro.
–No he visto en mi vida un retrato mejor –contestó Levin.
–Se parece mucho, ¿verdad? –dijo Vorkuev.
Levin comparó el retrato con el original.
El rostro de Ana, en el momento en que Levin la miró, resplandeció con una claridad particular; y éste, al cruzar su mirada con la de ella, se sonrojó.
Para ocultar su emoción, quiso preguntar a Ana si hacía mucho tiempo que no había visto a Daria Alejandrovna, pero precisamente en aquel instante ella le dijo:
–Ahora mismo hablábamos con Ivan Petrovich de los últimos cuadros de Vaschenkov. ¿Usted los ha visto?
–Sí, los he visto –contestó Levin.
–¡Oh! Perdón, le he interrumpido... Usted quería decir..
Levin hizo la pregunta que había pensado respecto a Daria Alejandrovna.
Ana contestó que hacía poco tiempo que Daria Alejandrovna le había visitado.
–Por cierto que cuando estuvo aquí, parecía muy disgustada de lo que le pasaba a Gricha en el colegio. Al parecer, el maestro de latín era poco justo con el muchacho –añadió.
Levin volvió a la conversación sobre los cuadros de Vaschenkov.
–Sí, he visto los cuadros y no me gustaron –dijo.
Ya no hablaba ahora torturándose continuamente, como lo había hecho aquella mañana. Cada palabra de Ana adquiría para él una significación particular. Y. si agradable le era hablarle, escucharla le era más agradable todavía.
Ana conversaba con naturalidad y desenvoltura, sin dar importancia alguna a lo que decía, y dándola en cambio grande a lo que decía su interlocutor.
Hablaron de las directrices que seguía el arte; de la nueva ilustración de la Biblia hecha por un pintor francés. Vorkuev criticaba a este pintor por su crudo realismo. Levin le objetó que aquel realismo era una reacción natural y beneficiosa contra el convencionalismo, que los franceses habían llevado en el arte hasta un extremo al que no había llegado ninguna nación. Y añadió que los pintores franceses, en el hecho de no mentir, veían ya poesía.
Nunca una idea espiritual expuesta por él había procurado a Levin tanto placer como ésta.
Ana, comprendiéndole, se sintió animada, le aprobó, y, sonriendo, dijo:
–Río, como se ríe cuando se ve un retrato muy parecido. Lo que usted ha dicho ahora caracteriza completamente el actual arte francés –la pintura y hasta la literatura: Zola, Daudet–. Tal vez haya sido siempre así: Se empieza por realizar sus conceptions por medio de figuras convencionales, imaginarias; pero, luego, todas las combinaisons artificiales, todas las figuras imaginarias, acaban por fatigar, y entonces se empiezan a concebir figuras más justas y naturales.
–Esto es verdad ––dijo Vorkuev.
–Entonces, ¿ustedes estuvieron en el Círculo? –preguntó Ana a su hermano.
«Sí, sí, he aquí una mujer», pensaba Levin, olvidándose de todo y mirando absorto el rostro bello y animado de Ana, el cual en aquel momento, a inopinadamente, cambió de expresión.
Levin no oyó lo que Ana decía en voz baja a su hermano, al oído, pero el cambio que se había manifestado en su rostro le impresionó. Aquel rostro antes tan hermoso en su tranquilidad, expresó de pronto una curiosidad extraña y después ira y orgullo. Pero eso duró sólo un instante. Ana frunció las cejas como recordando algo desagradable,
–Pues, al fin y al cabo, eso no le interesa a nadie –comentó para sí. Y, dirigiéndose a la inglesa, dijo:
–Please order the tea in the drawing–room .
La niña se levantó y salió de la habitación.
–¿Qué tal ha hecho sus exámenes? –preguntó Esteban Arkadievich, señalando a la pequeña.
–Muy bien. Es una niña inteligente y tiene muy buen carácter –contestó Ana.
–Acabarás queriéndola más que a tu propia hija.
–Se ve bien que eso lo dice un hombre. En el amor no hay más y menos... A mi hija la quiero con un amor y a ésta con otro diferente.
–Y yo digo a Ana Arkadievna –intervinó Vorkuev– que si ella hubiera puesto una centésima parte de la energía que emplea para esta inglesa en la obra común de educación de los niños rusos, habría hecho una obra grande y útil.
–Diga usted lo que quiera, yo no puedo hacer eso. El conde Alexey Kirilovich me animaba mucho a ello –y al pronunciar estas palabras, Ana miró tímidamente y como interrogándole a Levin, que le contestó con una mirada afirmativa y respetuosa–. El Conde, como digo, me animaba a ocuparme de la escuela del pueblo y he ido varias veces allí... Son muy simpáticos, sí; pero no pude interesarme por ellos. Usted dice: «energía». La energía se basa en el amor y no es posible adquirir amor a la fuerza; no se puede ordenar que se ame. A esta niña le tomé cariño sin saber yo misma porqué.
Ana miró de nuevo a Levin. Y su sonrisa y su mirada le dijeron claramente que hablaba sólo para él, que tenía en mucho su opinión, y que sabía de antemano que se comprendían.
–La entiendo muy bien –dijo Levin–. En la escuela y en otras instituciones semejantes no es posible poner el corazón y pienso que, precisamente por esta razón, todas las instituciones filantrópicas dan tan malos resultados.
Ana sonrió.
–Sí, sí –afirmó después–. Por mi parte, nunca lo pude hacer. Je n'ai pas le coeur assez large como para querer a un asilo entero de niños, incluyendo los malos. Cela ne m'a jamais réussi ! ¡Y, no obstante, hay tantas mujeres que se han creado con esto una position sociale! Y ahora, precisamente ahora, cuando tan necesaria me sería una ocupación cualquiera, es cuando puedo menos ––dijo con expresión melancólica y confiada, dirigiéndose a su hermano, pero hablando en realidad para Levin.
De pronto frunció las cejas y cambió de conversación.
Levin comprendió por aquel gesto que Ana estaba descontenta de sí misma, pesarosa de haber hablado de sí.
–¿Y usted qué hace? –dijo dirigiéndose ahora directamente a Levin–. Pasa usted por ser un mal ciudadano, pero yo he tomado siempre su defensa...
–¿Y cómo me defendía usted?
–Según los ataques... Bueno, ¿quieren ustedes tomar el té?
Ana se levantó y cogió un libro encuadernado en tafilete.
–Démelo usted, Ana Arkadievna –dijo Vorkuev indicando el libro–. Es merecedor de...
–¡Oh, no! No está bien terminado...
–Ya le he hablado a Levin de él –dijo Esteban Arkadievich a su hermana.
–No debiste hacerlo. Mis escritos son por el estilo de aquellas cestitas de madera que me vendía Lisa Markalova, hechas por los presos. A fuerza de paciencia, aquellos desgraciados hacían milagros –dijo, dirigiéndose también ahora a Levin.
Y éste descubrió un rasgo nuevo en aquella mujer que tanta admiración había ya despertado en él. Además de ser inteligente, espiritual y hermosa, tenía una sinceridad admirable que le llevaba a no disimular en nada todo lo que de penoso tenía su situación.
Dicho aquello, Ana suspiró y, de repente, su rostro adquirió una expresión seria y triste, y quedó inmóvil, como petrificada.
Con ese aspecto parecía aún más bella que antes; pero esta expresión era nueva, estaba fuera de aquel círculo de expresiones que irradiaban alegría y producían felicidad y que el pintor había sabido reproducir tan bien en el retrato.
Levin miró una vez más al cuadro, mientras Ana tomaba por el brazo a su hermano, y un sentimiento de ternura y de compasión, que le sorprendieron a él mismo, se despertó en su alma por aquella mujer.
Ana pidió a Levin y Vorkuev que pasaran al salón y ella se quedó en la habitación a solas con su hermano para hablar secretamente con él.
«Hablarán ahora del divorcio, de Vronsky, de lo que hace éste en el Círculo, de mí...» , pensó Levin. Y le preocupaba tanto lo que pudieran estar hablando los dos hermanos, que no atendía a lo que Vorkuev le decía en aquel momento de las cualidades de la novela para niños escrita por Ana.
Durante el té continuó la conversación, agradable y llena de interés.
No sólo no hubo un momento de silencio, sino que, al contrario, se desenvolvía tan rápida y agradablemente como si hubiera de faltarles tiempo para decir todo lo que querían exponer.
Y todo lo que decía Ana a Levin le parecía interesante, a incluso los relatos o comentarios de Vorkuev y Esteban Arkadievich adquirían para él una profunda significación por el interés que ponía en ellos y las atinadas observaciones que hacía.
Mientras seguía la interesante conversación, Levin se extasiaba continuamente ante la belleza, la inteligencia y la cultura y a la vez la sencillez y sinceridad de Ana.
Él escuchaba o hablaba, pero incluso entonces pensaba constantemente en ella, en su vida interior, y no apartaba de Ana sus ojos, queriendo, por sus gestos y su mirada, adivinar sus sentimientos. Y él, que antes la juzgaba con severidad, ahora la justificaba y, al mismo tiempo, la compadecía; y la idea de que Vronsky no llegara a comprenderla completamente le oprimía el alma.
Habían dado ya las diez de la noche cuando Esteban Arkadievich se levantó para marcharse. (Vorkuev se había marchado ya.) A Levin le había pasado el tiempo tan agradablemente, que le pareció que acababan de llegar y se levantó pesaroso.
–Adiós –dijo Ana, reteniendo la mano de Levin y mirándole a los ojos con una mirada que le conturbó–. Me siento muy dichosa de que la glace soit rompue .
Mas, seguidamente, ella retiró su mano y frunció el ceño.
–Dígale a su esposa –encargó a Levin– que la quiero como siempre. Y que si ella no puede perdonarme, le deseo que no me perdone nunca. Para perdonar es preciso padecer lo que yo he padecido. Y de esto deseo de corazón que la libre Dios.
–Sí, se lo diré... se lo diré... repuso Levin sonrojándose.