Ana Karenina VII/Capítulo XVII
Capítulo XVII
Los asuntos de Esteban Arkadievich marchaban de mal en peor.
Dos terceras partes del dinero que debía percibir por la venta de su bosque estaban ya gastadas y, con un descuento del diez por ciento, Oblonsky tomó por adelantado casi todo lo que le faltaba cobrar de la parte restante. El comerciante que había comprado el bosque no le daba más dinero, principalmente porque, por primera vez en su vida, Daria Alejandrovna, haciendo valer sus derechos a aquellos bienes, se había negado a firmar en el contrato haber recibido dinero a cuenta de aquella tercera parte del bosque. Todo el sueldo de Esteban Arkadievich se había ido en los gastos de la casa y en pagar pequeñas deudas que él tenía siempre. Los Oblonsky habían quedado, pues, sin un céntimo y sin tener dónde encontrar dinero.
«Esto es desagradable y fastidioso y no debe continuar así», pensaba Esteban Arkadievich. Y pensaba también que la causa de aquella situación tan difícil era el escaso sueldo que percibía. El puesto que ocupaba resultaba muy bien remunerado hacía cinco años, pero, con el encarecimiento de la vida, su sueldo no llegaba para nada. Petrov, director de un banco, percibía doce mil rubios; a Sventisky, como miembro de una sociedad, le daban diecisiete mil; Mitin, fundador de un banco, cobraba cincuenta mil. «Se ve que estoy dormido y me han olvidado», pensaba Esteban Arkadievich.
Entonces decidió escuchar, observar, orientarse hacia otros cargos más remuneradores. Al final del invierno había puesto ya la mirada en uno muy bien retribuido y comenzó las gestiones para obtenerlo. Inició las primeras desde Moscú, por mediación de sus tíos, tías y amigos; y luego, cuando el asunto estuvo ya madurado, se trasladó a San Petersburgo para darle fin.
Existían puestos de todas las categorías, desde mil hasta cincuenta mil rubios de sueldo anual. El que quería Esteban Arkadievich era el de miembro de la Comisión de las Agencias Reunidas de Balances de Crédito Mutuo y de los Ferrocarriles del Sur. Este puesto, como todos los de esta índole, exigía unos conocimientos y una actividad tales como difícilmente podían hallarse en un hombre solo. Como este hombre no se encontraba, procuraban al menos encontrar para ellos un hombre «honrado».
Esteban Arkadievich, no sólo era un hombre honrado, sino un honradísimo hombre, con la especial significación que tiene esta palabra en Moscú cuando dicen « honradísimo hombre de acción», «honradísimo escritor», «honradísima institución» «honradísima dirección de ideas», lo que significaba que la institución o el hombre, no sólo son probos, sino también, si llegare el caso, capaces de oponerse al propio Gobierno. En Moscú, Esteban Arkadievich frecuentaba la sociedad donde esta palabra estaba en boga, y era considerado como un «honradísimo ciudadano» . Por esta razón, más que por otra, tenía más derecho que otros a ocupar aquel cargo.
El cargo, que producía de seis a diez mil rublos anuales, y que Oblonsky podía ocuparlo sin dejar su puesto oficial en el Ministerio, dependía de dos ministerios, de una señora y de dos judíos. Todas estas personas estaban preparadas ya en su favor, pero, no obstante, necesitaba verlas en San Petersburgo. Además, Esteban Arkadievich había prometido a su hermana obtener una respuesta definitiva de su marido con respecto al divorcio. Dolly le dio cincuenta rublos, y con este dinero, Oblonsky se marchó a San Petersburgo.
Sentado en el gabinete de Karenin, Esteban Arkadievich escuchaba la lectura que éste le hacía de su memoria relativa al mal estado de las finanzas rusas, y esperaba el momento en que Alexey Alejandrovich terminara de leer y comentar para tratar con él de los asuntos que allí le llevaban: el divorcio y la obtención del cargo a que aspiraba.
–Sí, todo esto es muy justo –dijo Oblonsky, cuando su cuñado, quitándose los pince-nez , sin los cuales ahora no podía leer, le miró interrogativamente después de haber terminado la lectura–. Pero de todos modos el principio esencial de nuestros tiempos es la libertad.
–Sí, mas yo establezco otro principio que abraza, también, el de libertad –dijo Alexey Alexandrovich, recalcando las palabras « que abraza» . Y se puso de nuevo los pince–nez, y, después de haber hojeado el manuscrito, escrito con buena letra, de anchos y claros caracteres, leyó otra vez lo referente a aquel principio a que aludía.
–Si no acepto el sistema de protecciones, no es para favorecer a los particulares –explicó–, sino para que las clases superiores a inferiores, en el mismo grado, encuentren un medio mejor de vida –decía Karenin mirando a Oblonsky por encima de los pince-nez–. Pero «ellos» no lo comprenden, no lo quieren comprender. «Ellos» están muy ocupados en otras cosas: unos en sus intereses personales; otros en tratar de deslumbrar con sus frases huecas... Esteban Arkadievich sabía que cuando Karenin se ponía a hablar de lo que estaban pensando o haciendo «ellos» (aquellos mismos que no querían aceptar sus proyectos y, según decía, eran la causa de todo el mal que padecía Rusia), significaba que la conversación tocaba a su fin. Por este motivo, con mucho gusto renegó del principio de libertad y se mostró de acuerdo con Alexey Alejandrovich, el cual, al fin, quedó callado, hojeando su manuscrito.
–¡Ah! A propósito –dijo Esteban Arkadievich entonces, aprovechando aquel estado de ánimo de su
cuñado–, quería pedirte que, cuando tengas ocasión de ver a Pomoszky, le digas que tengo un gran interés en ser designado para el puesto que van a instituir de miembro de la Comisión de las Agencias Reunidas de Balances de Crédito Mutuo y de los Ferrocarriles del Sur. (Esteban Arkadievich estaba tan encariñado con este puesto, que pronunciaba ya su título rápidamente y sin equivocarse.)
Alexey Alejandrovich le preguntó en qué consistía la labor de aquella Comisión y quedó pensativo, reflexionando si en la actividad de ella había algo contrario a sus proyectos. Pero como la actividad de la nueva institución era muy complicada y los proyectos de Karenin alcanzaban un amplio campo, no pudo de momento decidir y, quitándose otra vez los pincenez, dijo:
–Indudablemente, podré decirle algo a Pomozsky, pero, ¿para qué quieres ocupar este puesto, precisamente?
–Se trata de un buen sueldo. Creo que hasta nueve mil rublos, y mis medios...
–¡Nueve mil rublos! –exclamó Alexey Alejandrovich, y frunció el entrecejo.
La importancia de este sueldo le recordó que la futura actividad de Esteban Arkadievich en aquel cargo tal vez fuera contraria a la principal idea de sus proyectos, que era la economía.
–Considero, y así lo he expuesto en mi memoria, que en nuestros tiempos esos sueldos exorbitantes no son más que una prueba de la falsa assiette económica de nuestra administración.
–Pero, ¿cómo quieres que sea? –refutó Esteban Arkadievich–. Si el director de un banco gana diez mil rublos de sueldo, y un ingeniero gana veinte mil, es porque el trabajo lo vale. Esto tienes que reconocerlo.
–Yo considero que el sueldo es el pago por una mercancía y debe regularse por la ley de la oferta y la demanda. Y cuando veo, por ejemplo, que de la Escuela Superior de Ingenieros salen dos alumnos igualmente instruidos y capaces y uno logra un sueldo de cuarenta mil rublos y el otro ha de conformarse con dos mil; cuando veo que ponen como directores de bancos, con un sueldo enorme, a juristas que no poseen noción alguna de aquella especialidad, entonces concluyo que esos nombramientos no están regulados por la ley de la oferta y la demanda, sino hechos por favoritismo y con parcialidad. Y esto es un abuso intolerable que tiene una influencia desastrosa en los servicios del Estado. Considero...
Esteban Arkadievich se apresuró a interrumpir a su cuñado.
–Debes tener en cuenta –dijo– que se trata de una institución nueva, indudablemente útil, al frente de la cual se necesitan sobre todo hombres «honrados» –terminó, recalcando las palabras «hombres honrados».
Pero la significación moscovita de «hombre honrado» era incomprensible para Alexey Alejandrovich.
–La honradez es una cualidad negativa –sentenció.
–De todos modos –insistió Oblonsky– me harás un gran favor hablándole de mí a Pomoszky. Así trabaré conversación con él más fácilmente.
–Lo haré con gusto, pero me parece que este asunto depende de Bolgarinov ––dijo Alexey Alejandrovich.
–Bolgarinov está completamente de acuerdo –afirmó Oblonsky.
Y se sonrojó al decirlo, porque aquella mañana, precisamente, había hecho una visita a aquel hebreo y la tal visita le había dejado un recuerdo bastante desagradable. Esteban Arkadievich estaba plenamente convencido de que la causa a la que quería dedicarse era nueva, útil y honrada. Pero aquella mañana, cuando Bolgarinov, de manera evidentemente deliberada, le había hecho esperar dos horas en la antesala de su despacho junto con otros visitantes, Oblonsky se sintió desconcertado y molesto, tanto por el hecho de que a él, al príncipe Oblonsky, descendiente de Riurick, le hubiese tocado esperar dos horas en la antesala de un judío, como por no haber seguido por primera vez en su vida el ejemplo de sus antepasados de servir al Gobierno, entrando en una nueva esfera de actividad. No obstante, durante aquellas dos horas de espera, paseando animado por la sala o atusándose las patillas, o entablando conversación con otros solicitantes, Esteban Arkadievich había imaginado un ingenioso calembour a propósito de aquella espera en la casa de un judío. Esteban Arkadievich ocultaba a los demás a incluso a sí mismo el sentimiento que experimentaba. No obstante, no sabía bien si su malestar procedía del temor de que no le resultase bien el calembour o de alguna otra causa. Cuando, por fin, Bolgarinov le recibió, lo hizo con extrema amabilidad, visiblemente satisfecho de poder humillarle y no dejándole ninguna esperanza sobre el éxito de su gestión.
Esteban Arkadievich se apresuró a olvidar aquel incidente. Sólo ahora, al recordarlo, se había ruborizado.