Ana Karenina VII/Capítulo XXVI
Capítulo XXVI
Nunca había sucedido que Ana y Vronsky pasaran un día entero enemistados, y el que ahora hubiera sucedido era para Ana claro indicio de que el amor de Vronsky hacia ella había desaparecido, o se había entibiado al menos. « ¿Cómo, si no, habría sido posible que él la mirara de aquella manera tan fría que le había dirigido al entrar en la habitación a recoger la documentación del caballo?; ¿cómo habría podido ver que su corazón se rompía a pedazos y seguir adelante, tranquilo a indiferente? No es que esté frío; es que me odia porque ama a otra mujer. Esto está claro», pensaba Ana.
Y, recordando las duras palabras de Vronsky y pensando en otras que él no le había dicho, pero que ella presumía que quería decirle, se sentía todavía más hundida en la desesperación.
« No le retengo», le hacía decir ella. «Usted puede ir a donde quiera... Probablemente usted no quiere divorciarse de su marido para volver a vivir con él. Vuelva usted. Si necesita dinero... ¡Cuántos rublos necesita usted?»
Las palabras más duras y crueles, los gestos del hombre más brutal imaginábalos Ana en su amado dirigidos a ella, y con estos pensamientos crecía su ira contra él y se decía que no le perdonaría jamás.
Luego pensó: «¿Y no fue ayer mismo cuando me juró amor como un hombre honrado y sincero? ¿No me dijo varias veces que estaba desesperada sin motivo?».
Todo aquel día, excepto las horas que invirtió en ir al establecimiento de Wilson, lo pasó Ana atormentada por la duda de si todo habría terminado, o si quedarían aún esperanzas de reconciliación; de si se marcharía en seguida o iría a verle.
Estuvo esperándole todo el día, y por la noche, cuando al retirarse a su habitación había dado orden de que le dijeran que tenía una fuerte jaqueca, pensaba:
«Si a pesar de todo entra a verme es que me ama; si hace lo contrario, y respeta o finge acatar mi indicación, es que no siente el menor interés por mí, que ni siquiera le importa que esté yo enferma, es decir, que todo ha terminado entre nosotros. Y en este caso», siguió pensando, «decidiré lo que debo hacer».
Al sentir la llegada de Vronsky, puso toda su atención en lo que él hacía. Oyó la llegada del coche, la llamada a la puerta de la calle, sus pasos, su conversación con la camarera y cómo se retiraba a sus habitaciones. Entonces pensó:
«Se ha conformado con lo que le han dicho; no ha querido averiguar más, no ha querido ni siquiera verme. Esto significa que todo ha terminado.»
Y cómo único recurso para resucitar el cariño en su corazón y castigarle con el remordimiento, para vencer, en suma, en aquella lucha, se le presentó de nuevo, clara y obsesionante, la idea de la muerte.
Ahora le daba ya todo igual: no le importaba ir o no a Vosdvijenskoe; ni conseguir o no el divorcio. Nada necesitaba. Sólo quería una cosa: castigarle.
Cuando preparó su habitual dosis de opio y pensó que podía morir con sólo beberse todo el frasco, le pareció tan fácil y sencillo que volvió a pensar, con gran complacencia, en cómo sufriría, se arrepentiría y, aunque ya tarde, amaría su recuerdo.
Se metió en la cama, apagó todas las luces, excepto una, cuya llama se estaba extinguiendo ya, y quedó inmóvil, estirada, con los ojos abiertos, mirando hacia el techo esculpido en el cual la sombra de la pantalla había fijado extrañas figuras. Su pensamiento representaba entonces a Vronsky ante su cuerpo inerte, cuando ella hubiese desaparecido ya completamente, cuando no quedase más que su recuerdo. «¿Cómo pude», se diría él, «decirle palabras tan crueles como las que le dije? ¿Cómo pude salir de la habitación sin dirigirle una palabra, viéndola tan afligida? Pero ahora ya no está aquí», dirá, «ahora se ha ido para siempre ...».
De repente, la sombra que hacía la pantalla se movió, se extendió a todo el techo; nuevas sombras brotaron de otros puntos de la habitación al encuentro de aquélla. Pero por un momento se desvanecieron, se juntaron de nuevo con gran rapidez, se movieron tumultuosamente, se entremezclaron hasta fundirse. Y todo se sumió en la oscuridad.
«Es la muerte», pensó Ana.
Y se sintió sobrecogida por un horror tal que, con los ojos espantados, muy abiertos, y su cuerpo en fuerte tensión nerviosa, estuvo mucho tiempo sin poderse mover. Al fin, con gran esfuerzo, su mano temblorosa pudo coger las cerillas que tenía encima de la mesilla y encender otra luz que reemplazara a la que se había consumido produciendo aquellas sombras y figuras extrañas que tanto terror habían infundido en su espíritu.
Y ensanchando su pecho suspiró hondamente como si se librara de un gran peso; se sintió libre de la horrible visión que oprimía su pecho y murmuró:
«No, no... Vivir... ¡Quiero vivir! Le amo y él también me ama. Hemos discutido, pero esto pasará».
Y la alegría de volver a la vida cuando se creía ya entre las garras de la muerte, inundó sus ojos de lágrimas, que se deslizaron suavemente por sus mejillas, pálidas aún. Luego, para huir de su soledad, para ahuyentar de su alma los restos de aquel terror pasado, se dirigió al gabinete de Vronsky.
Estaba durmiendo con un sueño profundo.
Ella se le acercó, le iluminó con la vela el rostro, que estaba sereno, tranquilo, y le contempló con arrobamiento. Ahora, en aquella actitud, a Ana le gustaba más; sintió con mayor intensidad su amor y, conmovida, no pudo contener las lágrimas. Luego pensó que si le despertaba en aquel momento la miraría con su mirada fría, seguro de ser justo, y que antes de hablarle de su amor, ella habría tenido que mostrarse severa con él como él se mostraba con ella. Regresó, sin despertarle, a su habitación y, después de una segunda dosis de opio, cuando amanecía ya, se durmió con un sueño pesado pero intranquilo, ya que no dejaba de sentir palpitaciones en su corazón y en las venas, en las sienes, en las manos, y continuaba con sus pensamientos.
Por la mañana tuvo una horrible pesadilla que la había atormentado ya otra vez antes de sus relaciones con Vronsky. Un viejecillo con la barba mal peinada, inclinado sobre el lecho, manipulaba los hierros de la cama repitiendo unas palabras sin sentido. Y Ana, como siempre que tenía esta pesadilla (y en esto consistía precisamente todo el horror) sentía que el viejecillo no le prestaba atención, y continuaba manipulando los hierros de la cama.
Ana se despertó con un fuerte dolor de cabeza; inundada toda de sudor.
Cuando se levantó, recordó, muy vagamente, todo lo que la había ocurrido durante el día anterior.
«Hubo una discusión, lo que había habido tantas veces... Dije que tenía jaqueca y él no entró en mi habitación... Mañana nos vamos de aquí. Tengo que verle y prepararme para el viaje», se dijo.
Al enterarse de que Vronsky estaba en el despacho, se dirigió allí. Cuando cruzaba el salón, oyó que a la entrada de la casa se paraba un carruaje. Miró por la ventana y vio un coche lujoso, a una de cuyas ventanillas se asomaba una joven con sombrero color lila, ordenando algo al lacayo, quien llamó a la puerta y entró en la casa. Después de una pequeña conversación en el piso de abajo, alguien pasó a las habitaciones superiores y en el salón de al lado resonaron los pasos de Vronsky. Éste, con andar rápido, bajó la escalera. Ana se acercó de nuevo a la ventana y algo separada de ésta, procurando que no la vieran, observó otra vez lo que pasaba en la calle con las viajeras del coche. Ahora, Vronsky, sin sombrero, bajaba la escalinata; se acercó al carruaje. La joven del sombrero lila le entregó un paquete. Él le dijo unas palabras sonriendo. El coche se alejó y Vronsky subió la escalera corriendo.
Ana sintió que la bruma que cubría su cerebro se desvanecía de repente. Los sentimientos del día interior, aumentados con un nuevo dolor, oprimían su corazón enfermo. Ahora no comprendía cómo había podido rebajarse hasta el punto de quedarse un día más en su casa. «No estaré con él un día más», se dijo.
Y entró en el gabinete de Vronsky para comunicarle su decisión de marcharse de la casa y separarse de él inmediatamente.
–Era la Sorokina, con su hija, que me han traído dinero y los documentos de mamá. Ayer no pude recibirles. ¿Y tu jaqueca? ¿Estás mejor? –le dijo él sin querer advertir la expresión sombría y trágica de su rostro.
Ana le miraba fijamente, de pie en medio de la habitación. Él la miró a su vez, frunciendo el ceño un momento, y continuó leyendo la carta que acababa de recibir. Ella dio media vuelta y, lentamente, se dirigió a la salida de la habitación. Vronsky pensó un momento en llamarla y hacerla volver, pero la dejó llegar hasta la puerta sin decirle nada, sin que se oyera en la habitación más que el ruido de los pasos de Ana y el de las hojas de la carta, que él iba volviendo.
–¡Ah! A propósito ––dijo Vronsky cuando ella llegaba ya a la puerta–. Decididamente nos vamos mañana, ¿no?
–Se irá usted, yo no –contestó Ana, volviéndose ligeramente.
–Ana, así es imposible vivir –exclamó Vronsky.
–Se irá usted, yo no –repitió.
–¡Esto está haciéndose de nuevo insoportable!
–Usted se arrepentirá de esto –añadió ella y salió.
Asustado por el tono de desesperación con que había pronunciado estas palabras, Vronsky se levantó de un salto y corrió tras ella, pero a los pocos pasos, pensándolo mejor, se detuvo, reflexionó unos momentos, y volvió a la silla que ocupaba, se sentó y con los dientes apretados y la vista fija en el suelo quedó sumido en hondas reflexiones.
«Lo he probado todo», se dijo; «no me queda sino un recurso: dejarla hacer». Y se preparó para ir a la ciudad y a la casa veraniega de su madre, de quien le era preciso obtener la firma de unos documentos referentes a su herencia.
Ana oyó el ruido de sus pasos en el gabinete y luego a través del comedor. Cerca del salón, Vronsky se paró, pero no se dirigió a la habitación de Ana como ella esperaba, sino que dio a un criado orden de entregar el caballo a Voitov cuando éste fuese a buscarlo. Luego oyó cómo se adelantaba el coche hasta la entrada de la casa; sintió abrirse la puerta de ésta y le vio salir. De repente, se volvió, dijo algo a uno de los criados, quien corrió a la habitación de su dueño, cogió los guantes que Alexey se había dejado olvidados y volvió a bajar las escaleras corriendo para entregarlos a su señor. Ana se acercó a la ventana y vio que Vronsky, sin mirar al criado, cogió los guantes, luego tocó con la mano derecha la espalda del cochero, le dijo algo y, sin volver la vista a la casa, subió al coche, y se acomodó en él en su postura habitual: con las piernas cruzadas. El coche partió seguidamente y a poco desaparecía tras la esquina.