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Ana Karenina VIII/Capítulo II

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Capítulo II

Apenas Kosnichev y Katavasov llegaron a la estación del ferrocarril de Kursk, extraordinariamente animada en aquel momento, y mientras salían del coche y examinaban los equipajes que el lacayo acababa de llevar, llegaron cuatro carruajes de alquiler cargados de voluntarios.

Señoras con ramos de flores salieron a recibirles y, seguidos de una gran muchedumbre, entraron en la estación.

Una de las señoras salió de la sala y se dirigió a Kosnichev.

–¿También ha venido usted a despedirles? –preguntó en francés.

–No. Es que voy a descansar al pueblo con mi hermano, Princesa. ¡Usted nunca falta a estas despedidas!

–indicó con imperceptible sonrisa, Kosnichev.

–¡A ninguna! ¡Ya hemos despedido a ochocientos! Malvinsky no quería creerme...

–Más de ochocientos. Si contamos con los que han salido directamente de Moscú, pasan de mil –corrigió Sergio Ivanovich.

–¡Ya lo decía yo! –exclamó con alegría la dama–. ¿Es cierto que se ha recaudado cerca de un millón de rublos?

–Más, Princesa.

–¿Ha leído el telegrama de hoy? Han vuelto a batir a los turcos.

–Lo he leído –contestó él.

Se referían a un despacho que afirmaba que los turcos habían sido batidos durante tres días seguidos en tres puntos y que se aguardaba un combate decisivo.

–A propósito –dijo la Princesa–, hay un joven distinguido que ha querido ir y le han opuesto no sé qué dificultades. Quería pedirle que... Le conozco, ¿sabe? Quisiera que escribiera una carta en su favor. Es recomendado de la condesa Lidia Ivanovna.

Una vez averiguados los detalles que conocía la Princesa sobre el joven aspirante a voluntario, Sergio Ivanovich, pasando la sala de primera clase, escribió la carta a la persona de quien dependía el asunto y se la entregó a la Princesa.

–¿Sabe quién va también en este tren? El conde Vronsky –dijo la Princesa, con significativa y triunfal sonrisa, cuando Sergio, reuniéndose con ella, le entregó la carta.

–Sabía que se iba, pero ignoraba cuándo. ¿En ese tren?

–Le he visto. Sólo le acompaña su madre. Al fin y al cabo, es lo mejor que podía hacer.

–Claro, se comprende.

Mientras hablaban, la gente que rodeaba a los voluntarios se dirigió hacia el mostrador de la fonda de la estación.

Ellos se dirigieron allí también y oyeron a un señor que, en alta voz, con una copa en la mano, arengaba a los voluntarios.

–Servís a la fe, a la Humanidad, a nuestros hermanos –decía aquel hombre subiendo cada vez más el tono de la voz–. Nuestra madre Moscú os bendiga por la gran causa a la que vais a servir. ¡Viva! –concluyó corno un trueno y temblándole el llanto en la voz.

El viva fue contestado por todos, y nuevos grupos de gente afluyeron a la sala. Poco faltó para que derribaran a la Princesa.

–¡Qué entusiasmo, Princesa! –exclamó Esteban Arkadievich, apareciendo radiante, con una alegre sonrisa en los labios–. ¿Verdad que ha hablado bien? Son palabras que llegan al alma. ¡Bravo! ¡Ah, sí, también está aquí Sergio Ivanovich! ¿Por qué no dice usted también algunas frases alentadoras? ¡Lo hace usted tan bien! –añadió con sonrisa suave y afectuosa, tocando ligeramente el brazo de Kosnichev.

–No, me voy.

–¿Adónde?

–Al campo, al pueblo de mi hermano.

–Entonces verá usted allí a mi esposa. Aunque le he escrito, haga el favor de decirle que me ha visto y que all right ! Ella lo entenderá. De todos modos, tenga la amabilidad de indicarle que he sido nombrado miembro de la Comisión Mixta. Sí, ella lo entenderá... Les petites misères de la vie humaine, ¿sabe? –dijo la Princesa, como disculpándose– ¡Ah! La Miagkaya, no Lisa, sino la Biblich, envía mil fusiles y dote hermanas de la caridad. ¿Qué le decía yo?

–Ya lo había oído decir –repuso Kosnichev de mala gana.

–Siento que se vaya usted –agregó Oblonsky–. Mañana damos una comida en honor de dos que se marchan: uno, Dimmer–Bartniansky, de San Petersburgo, y otro un amigo nuestro, Veselovsky. Los dos se van, y eso que Veselovsky se casó hace poco. ¡Qué valiente! ¿Verdad, Princesa? –preguntó a la dama.

La Princesa, sin contestar, miró a Kosnichev. Pero que Sergio Ivanovich y la señora mostraran, ostensiblemente, deseos de deshacerse de él, no parecía turbar a Oblonsky. Miraba, sonriente, ora la pluma del sombrero de la Princesa, ora a un lado y a otro, como recordando algo. Viendo a una señora que llevaba una alcancía para los donativos en pro de los voluntarios, Esteban Arkadievich la llamó y depositó un billete de cinco rublos.

–Mientras me quede dinero no puedo ver con indiferencia esas alcancías –dijo–. ¿Qué me cuentan del telegrama de hoy? ¡Qué valerosos son los montenegrinos!

Cuando la dama le dijo que Vronsky se iba en aquel tren, Oblonsky exclamó:

–¿Qué me dice usted?

Su rostro expresó tristeza por un momento, pero un minuto después, al entrar, alisándose las patinas, en la sala en que estaba el Conde, ya había olvidado su llanto sobre el ataúd de su hermana y sólo veía en Vronksy un héroe y un viejo amigo.

–No se puede negar que, con todos sus defectos, es un temperamento ruso, típicamente eslavo –dijo la Princesa a Kosnichev cuando Oblonsky se alejó de ellos–. Pero temo que a Vronsky le disguste verle. Sea como sea, me conmueve la suerte de ese hombre. Procure hablarle durante el viaje–concluyó.

–Sí, si puedo...

–Nunca he simpatizado con él. Pero este rasgo me hace perdonarle muchas cosas. No sólo va a la guerra él mismo, sino que lleva un escuadrón a sus expensas.

–Ya me lo han dicho.

Sonó la campana. Todos corrieron a las puertas.

–Ahí está –dijo la Princesa, señalando a Vronsky que, con un largo abrigo y un sombrero negro de anchas alas, iba del brazo de su madre, mientras Oblonsky, a su lado, le hablaba con animación.

Vronsky, con las cejas fruncidas, miraba ante sí, como si no oyera a Esteban Arkadievich.

No obstante, seguramente por indicación de su amigo, Vronsky miró hacia la Princesa y Sergio Ivanovich y se quitó el sombrero en silencio. Su rostro envejecido, de doliente expresión, parecía petrificado.

Subió a la plataforma sin hablar, dejó pasar primero a su madre y desapareció en el departamento del coche.

Resonaron las notas del himno nacional.

Se oyó gritar en las plataformas:

–¡Dios guarde al Zar!

Siguieron hurras y vítores. Uno de los voluntarios, un muchacho muy joven, alto, de pecho hundido, saludaba destacándose de los demás, agitando sobre la cabeza su sombrero de fieltro tosco y un ramo de flores.

Tras él, dos oficiales y un hombre ya maduro, de larga barba, tocado con una sucia gorra, saludaban también.