Ana Karenina VIII/Capítulo V
Capítulo V
En las largas sombras que a la luz del sol proyectaban la s pilas de sacos sobre el andén, Vronsky paseaba con el largo abrigo puesto, el sombrero calado sobre los ojos, y las manos metidas en los bolsillos.
Cada veinte pasos se detenía y daba una rápida vuelta.
Sergio Ivanovich, al aproximársele, creyó notar que Vronsky, aunque le veía, fingía no reparar en él. Pero tal actitud le dejó indiferente, porque ahora se sentía muy por encima de aquellas susceptibilidades.
A sus ojos, Vronsky, en aquellos momentos, era un hombre de importancia para las actividades de la causa y Sergio Ivanovich consideraba deber suyo animarle y estimularle. Así se acercó a él sin vacilar.
Vronsky se detuvo, le miró, le reconoció, y, avanzando unos pasos hacia él, le dio un fuerte apretón de manos con efusión.
–Tal vez no tenga usted deseos de ver a nadie –dijo Kosnichev–. ¿Podría serle útil en algo?
–A nadie me sería menos desagradable de ver que a usted –repuso Vronsky–. Perdone, pero es que no me queda nada agradable en la vida.
–Lo comprendo y por eso quería ofrecerle mi ayuda ––dijo Sergio Ivanovich, escudriñando el rostro, visiblemente dolorido, de su interlocutor–. ¿No necesita usted alguna carta de recomendación para Risich o Milán?
Vronsky pareció comprender con dificultad lo que le decía. Al fin contestó:
–¡Oh, no! Si no le importa, demos un paseo. En los coches el aire está muy cargado. ¿Una carta? No; gracias. Para morir no hacen falta recomendaciones. ¿Acaso me sirven para los turcos? –dijo, sonriendo sólo con los labios mientras sus ojos conservaban una expresión grave y dolorida.
–Quizá le facilitará las cosas al entrar en relaciones, necesarias en todo caso, con alguien ya preparado. En fin, como guste... Celebré saber su decisión. Se critica tanto a los voluntarios, que la resolución de un hombre como usted influirá mucho en la opinión pública.
–Como hombre, sirvo, porque mi vida a mis ojos no vale nada –dijo Vronsky–. Y tengo bastante energía física para penetrar en las filas enemigas y matar o morir. Ya lo sé. Me alegra que exista algo a lo que poder ofrendar mi vida, esta vida que no deseo, que me pesa... Así, al menos, servirá para algo.
Y Vronsky hizo con la mandíbula un movimiento de impaciencia provocado por un dolor de muelas que le atormentaba sin cesar, impidiéndole incluso hablar como quería.
–Renacerá usted a una vida nueva, se lo vaticino –dijo Kosnichev, conmovido–. Librar de la esclavitud a nuestros hermanos es una causa digna de dedicarle la vida y la muerte. ¡Que Dios le conceda un pleno éxito en esta empresa y que devuelva a su alma la paz que tanto necesita! –añadió.
Y le tendió la mano.
Vronsky la estrechó con fuerza.
–Como instrumento, puedo servir de algo. Pero como hombre soy una ruina –contestó recalcando las palabras.
El tremendo dolor de una muela le llenaba la boca de saliva y le impedía hablar. Calló y examinó las ruedas del ténder, que se acercaba lentamente deslizándose por los railes.
Y de improviso, un malestar interno, más vivo aún que su dolor, le hizo olvidarse de sus sufrimientos físicos.
Mirando el ténder y la vía, bajo el influjo de la conversación con aquel conocido a quien no hallara desde su desgracia, Vronsky de repente la recordó a «ella» , es decir, lo que quedaba de ella cuando él, corriendo como un loco, había penetrado en la estación.
Allí, en la mesa del puesto de gendarmería, tendido, impúdicamente, entre desconocidos, estaba el ensangrentado cuerpo en el que poco antes palpitaba aún la vida. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, con sus pesadas trenzas y sus rizos sobre las sienes; y en el bello rostro, de roja boca entreabierta, había una expresión inmóvil, rígida, extraña, dolorosa sobre los labios y terrible en los ojos quietos, entornados. Se diría que estaba pronunciando las tremendas palabras que dirigiera a Vronsky en el curso de su última discusión: «¡Te arrepentirás de esto!» .
Y Vronsky procuraba recordarla tal como era cuando la encontró por primera vez, también en la estación, misteriosa, espléndida, enamorada, buscando y procurando felicidad, no ferozmente vengativa como la recordaba en el último momento.
Trataba de evocar sus más bellas horas con Ana, pero aquellos momentos habían quedado envenenados para siempre. Ya no podía recordarla sino triunfante, cumpliendo su palabra, su amenaza de hacerle sentir aquel arrepentimiento profundo e inútil ya. Y Vronsky había dejado de sentir el dolor de muelas y los sollozos desfiguraban ahora su cara.
Después de dar un par de paseos a lo largo de los montones de sacos, Vronsky, una vez sereno, dijo a Kosnichev:
–¿No tiene usted nuevas noticias desde ahora? Los turcos han sido batidos por tercera vez y se espera un encuentro decisivo.
Y después de discutir sobre la proclamación de Milan como rey y de las enormes consecuencias que podía acarrear semejante hecho, al sonar la segunda campanada se separaron y se dirigieron a sus coches.