Ana Karenina VIII/Capítulo XIV

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Capítulo XIV

Levin miraba frente a sí y veía el rebaño de ovejas que pastaba guardado por el mastín y el pastor. Luego vio su tílburi tirado por « Voronoy» y cómo el cochero, al llegar al rebaño, hablaba algo con el pastor. Poco después, oía cerca de él el ruido de las ruedas y los resoplidos del caballo.

Estaba, sin embargo, tan absorto en sus pensamientos, que ni siquiera se le ocurrió que el coche se dirigía hacia él. Únicamente lo advirtió cuando el cochero, hallándose ya a su lado, le habló:

–Me manda la señora. Han llegado su hermano y otro señor.

Levin se sentó en el cochecito y tomó las riendas.

Estaba aún como acabado de despertar de un sueño y durante mucho rato apenas se dio cuenta de lo que hacía ni de dónde estaba. Miraba a su caballo, al que sujetaba por las riendas, cubiertos de espuma las patas y el cuello; miraba al cochero Iván, sentado a su lado; recordaba que le esperaba su hermano; pensaba que su mujer estaría inquieta por su larga ausencia y procuraba adivinar quién era aquel señor que había llegado con su hermano. Y el hermano, y su mujer, y el desconocido se le presentaban ahora en su imaginación de modo distinto a como los veía antes; le parecía que ahora sus relaciones con todos habrían de ser muy diferentes.

«Ahora no habría entre mi hermano y yo la separación que ha habido siempre entre nosotros; ahora no disputaremos ya nunca. Nunca más tendré riñas con Kitty. Con el huésped que ha llegado, quienquiera que sea, estaré amable, seré bueno; lo mismo que con los criados y con Iván. Con todos seré un hombre distinto.»

Reteniendo con las riendas tensas al caballo, que resoplaba impaciente, como pidiendo que le dejaran correr en libertad Levin miraba a Iván, sentado a su lado, el cual sin tener nada que hacer con las manos las ocupaba en sujetarse la camisa, que se le levantaba a hinchaba con el viento.

Levin buscaba pretexto para entablar conversación con él. Quiso decirle que había apretado demasiado la barriguera. Pensó en seguida que esto le parecería un reproche y quería tener una conversación amable; pero ningún otro tema sobre el cual conversar le acudía a la imaginación.

–Señor, haga el favor de guiar a la derecha. Allí hay un tronco –le dijo Iván, con ademán de coger las riendas.

–Te ruego que no toques las riendas y no me des lecciones –contestó Levin ásperamente.

La intervención del cochero le irritó como de costumbre. Y en seguida pensó, con tristeza, que estaba equivocado al creer que su estado de ánimo podía cambiar fácilmente.

A un cuarto de versta de la casa, Levin vio a Gricha y a Tania que corrían a su encuentro.

–Tío Kostia, allí vienen mamá y el abuelito, y Sergio Ivanovich y un señor –decían los niños subiendo al coche.

–¿Y quién es ese señor?

–Un hombre muy terrible que no cesa de mover los brazos. Así –dijo Tania, levantándose del asiento a imitando el gesto habitual de Katavasov.

–¿Es viejo o joven? –preguntó Levin, al cual el ademán de Tania le recordaba a alguien, pero sin poder precisar a quién.

«¡Ah», se dijo, «al menos que no sea una persona desagradable!».

Sólo al dar vuelta al camino y ver a los que iban a su encuentro, Levin recordó a Katavasov, con su sombrero de paja, moviendo los brazos como había indicado Tania.

A Katavasov le gustaba mucho hablar de filosofía, aunque la comprendía mal, como un especialista de ciencias naturales que era que nunca estudiaba filosofía. Durante su estancia en Moscú, Levin había discutido mucho con él sobre estas cuestiones. Lo primero que recordó Levin al verle fueron aquellas discusiones en las que aquél ponía siempre un gran empeño en quedar vencedor.

«No, no voy a discutir, ni a exponer a la ligera mis pensamientos por nada del mundo», se dijo aún.

Saltando del ribulri y, tras saludar a su hermano y a Katavasov, Levin preguntó por Kitty.

–Se llevó a Mitia a Kolok –así se llamaba el bosque que había cerca de la casa–. Ha querido arreglarle allí porque en la casa hace demasiado calor –explicó Dolly.

Levin aconsejaba a su mujer que no llevase el niño al bosque, porque lo consideraba peligroso, por lo cual esta noticia le desagradó.

–Siempre anda llevando al pequeño de un lugar a otro –dijo el viejo Príncipe–. Le he aconsejado que le llevase a la nevera.

–Kitty pensaba ir luego al colmenar, suponiendo que estarías allí. Podríamos ir hacia allá –dijo Dolly.

–¿Y qué estabas haciendo tú? –preguntó Sergio Ivanovich a su hermano, al quedarse atrás con él.

–Nada de particular. Me ocupo, como siempre, de los asuntos de la propiedad –contestó Levin–. ¿Y por cuánto tiempo has venido? –preguntó, a su vez, a Sergio Ivanovich–. Te esperaba hace ya días.

–Por un par de semanas –contestó Sergio–. Tengo mucho que hacer en Moscú.

En esto, los ojos de los dos se encontraron, y no obstante su deseo de estar afectuoso con Sergio y amable y sencillo con el Príncipe, Levin sintió que le irritaba mirar a su hermano y bajó la vista sin saber qué decir.

Buscando temas de conversación que fueran agradables a Sergio Ivanovich, aparte de la guerra servia y la cuestión eslava, a las cuales había aludido de manera velada al hablar de sus ocupaciones en Moscú, se puso a hablarle de la obra que había publicado últimamente.

–¿Y las críticas de tu libro? –le preguntó–. ¿Qué tal te tratan?

Sergio Ivanovich sonrió comprendiendo que no era espontánea la pregunta.

–Nadie se ocupa de él y yo menos que nadie –contestó con displicencia. Y, cambiando de conversación, se dirigió a Dolly:

–Daria Alejandrovna, mire... Va a llover–dijo, indicando con su paraguas unas nubes blancas que corrían sobre las copas de los álamos.

Y bastaron estas palabras para que aquella frialdad que quería evitar Levin en sus relaciones con su hermano se estableciera entre los dos.

Levin se acercó a Katavasov.

–¡Qué acertado ha estado usted decidiéndose a venir!

–Ya hace tiempo que quería haberlo hecho. Ahora podremos discutir con más calma... ¿Ha leído usted a Spencer?

–No lo he terminado –dijo Levin–. De todos modos, ahora no lo necesito.

–¡Cómo! Es interesante... ¿Por qué no lo necesita?

–Quiero decir que la solución de las cuestiones que me interesan en la actualidad no la encontraría en él ni en sus semejantes. Ahora...

Levin iba a decir que le interesaban otras cuestiones más que los temas filosóficos, pero observó la expresión tranquila y alegre que tenía el rostro de Katavasov y, acordándose de sus propósitos, no quiso destruir su buen humor contrariándole con sus nuevas ideas.

–De todos modos, ya hablaremos después –añadió, condescendiente–. Si vamos al colmenar, es por aquí, por este sendero ––dijo, dirigiéndose a los demás.

Al llegar, por el camino estrecho, a una explanada rodeada de brillantes flores de «Juan–María» y donde crecían también espesos arbustos de verde oscuro chenusitza, Levin hizo sentar a sus acompañantes en los bancos y troncos instalados allí para los visitantes del colmenar a la sombra fresca y agradable de unos álamos tiernos, y él se dirigió al colmenar para traer pan, pepinos y miel fresca.

Con gran cuidado y atento al zumbido de las abejas que cruzaban el aire ininterrumpidamente, llegó por un sendero hasta el colmenar.

Al entrar, una abeja se lanzó hacia él zumbando y se le enredó en la barba. Se deshizo de ella y pasó al patio, cogió una redecilla que estaba colgada en una pared, se la puso, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y siguió hacia las colmenas.

En filas regulares, atadas a estaquitas, estaban las colmenas viejas, cada una con su historia, que él conocía; a lo largo de la cerca que rodeaba el colmenar se veían las nuevas instaladas aquel año.

A la entrada de las colmenas revoloteaban nubes de abejas y de zánganos, mientras las obreras volaban hacia el bosque atraídas por los tilos en flor y regresaban cargadas del dulce néctar. Y todo el enjambre, obreras diligentes, zánganos ociosos, guardianas despiertas dispuestas a lanzarse sobre cualquier extraño al colmenar que tratara de acercarse allí, dejaban oír las notas más diversas en el aire encalmado que se confundían en un continuo y bronco zumbido.

En la otra parte de la cerca, el encargado del colmenar cepillaba una tabla.

El viejo campesino no vio a Levin y éste no le llamó.

Estaba contento de quedarse solo para recobrar la tranquilidad de su ánimo, que ya se había alterado en aquel corto contacto con la realidad.

Recordó, con pesar, que se había enfadado contra Iván, que había demostrado frialdad a su hermano y hablado con ligereza a Katavasov.

« ¿Es posible que todo aquello haya sido cosa de momento y que pase todo sin dejar huella?», se dijo.

Y en aquel mismo instante sintió con alegría que algo nuevo a importante acaecía en su alma. Sólo por unos instantes la realidad había hecho desaparecer, como cubriéndola por un negro velo, aquella calma

espiritual hallada por él y que ahora recobraba de nuevo, porque sólo había permanecido oculta en el interior de su alma.

Así como las abejas que volaban alrededor suyo y amenazaban picarle le distraían, le hacían perder la tranquilidad material, obligándole a encogerse, a resguardarse, del "sino modo las preocupaciones que le habían asaltado a partir del momento en que montara en el tílburi con el cochero, habían privado de tranquilidad a su alma; pero esto había durado tan sólo mientras estuvo entre Iván, el Príncipe, Katavasov y Sergio Ivanovich. Lo mismo que, a pesar de las abejas, conservaba su fuerza física, así sentía de nuevo dentro de él la fuerza espiritual que había recibido.