Ir al contenido

Ante un cadáver

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ante un cadáver
de Manuel Acuña

¡Y bien! aquí estás ya... sobre la plancha
donde el gran horizonte de la ciencia
la extensión de sus límites ensancha.

Aquí donde la rígida experiencia
viene a dictar las leyes superiores
a que está sometida la existencia.

Aquí donde derrama sus fulgores
ese astro a cuya luz desaparece
la distinción de esclavos y señores.

Aquí donde la fábula enmudece
y la voz de los hechos se levanta
y la superstición se desvanece.

Aquí donde la ciencia se adelanta
a leer la solución de ese problema
cuyo solo enunciado nos espanta:

ella, que tiene la razón por lema,
y que en tus labios escuchar ansía
la augusta voz de la verdad suprema.

Aquí estás ya... tras de la lucha impía
en que romper al cabo conseguiste
la cárcel que al dolor te retenía.

La luz de tus pupilas ya no existe,
tu máquina vital descansa inerte
y a cumplir con su objeto se resiste.

¡Miseria y nada más¡ dirán al verte
los que creen que el imperio de la vida
acaba donde empieza el de la muerte.

Y suponiendo tu misión cumplida,
se acercarán a ti, y en su mirada
te mandarán la eterna despedida.

Pero, ¡no!... tu misión no está acabada:
que ni es la nada el punto en que nacemos
ni el punto en que morimos es la nada.

Círculo es la existencia, y mal hacemos
cuando al querer medirla le asignamos
la cuna y el sepulcro por extremos.

La madre es sólo molde en que tomamos
nuestra forma, la forma pasajera
con que la ingrata vida atravesamos.

Pero ni es esa forma la primera
que nuestro ser reviste, ni tampoco
será su última forma cuando muera.

Tú, sin aliento ya, dentro de poco
volverás a la tierra y a su seno,
que es de la vida universal el foco.

Y allí, a la vida en apariencia ajeno,
el poder de la lluvia y del verano
fecundará de gérmenes tu cieno.

Y al ascender de la raíz al grano,
tras del vegetal a ser testigo
en el laboratorio soberano;

tal vez, para volver cambiado en trigo
al triste hogar donde la triste esposa
sin encontrar un pan sueña contigo.

En tanto que las grietas de tu fosa
verán alzarse de su fondo abierto
la larva convertida en mariposa,

que en los ensayos de su vuelo incierto
irá al lecho infeliz de tus amores
a llevarte tus ósculos de muerto.

Y en medio de esos cambios interiores
tu cráneo, lleno de una nueva vida
en vez de pensamientos dará flores:

en cuyo cáliz brillará escondida
la lágrima, tal vez con que tu amada
acompañó el adiós de tu partida.

La tumba es el final de la jornada
porque en la tumba es donde queda muerta
la llama en nuestro espíritu encerrada.

Pero en esa mansión, a cuya puerta
se extingue nuestro aliento, hay otro aliento
que de nuevo a la vida nos despierta.

Allí acaban la fuerza y el talento,
allí acaban los goces y los males
allí acaban la fe y el sentimiento:

allí acaban los lazos terrenales,
y mezclados el sabio y el idiota,
se hunden en la región de los iguales.

Pero allí donde el ánimo se agota
y perece la máquina, allí mismo
el ser que muere es otro ser que brota.

El poderoso y fecundante abismo
del antiguo organismo se apodera,
y forma y hace de él otro organismo.


Abandona a la historia justiciera
un nombre sin cuidarse, indiferente,
de que ese nombre se eternice o muera.

El recoge la masa únicamente
y cambiando las formas y el objeto,
se encarga de que viva eternamente.

La tumba sólo guarda un esqueleto;
mas la vida en su bóveda mortuoria
prosigue alimentándose en secreto.

Que al fin de esta existencia transitoria
a la que tanto nuestro afán se adhiere,
la materia, inmortal como la gloria,
cambia de formas; pero nunca muere.