Antony - Artículo segundo
En nuestro primer artículo hemos probado que no siendo la literatura sino la expresión de la sociedad, no puede ser toda literatura igualmente admisible en todo país indistintamente; reconocido ese principio, la francesa, que no es intérprete de nuestras creencias ni de nuestras costumbres, sólo nos puede ser perjudicial, dado caso que con violencia incomprensible nos haya de ser impuesta por una fracción poco nacional y menos pensadora. Pasemos a examinar a Antony, ser moral, falsa alegoría que no ha tenido nunca existencia sino en una imaginación exasperada, cuanto fogosa y entusiasta.
El autor empieza por presentarnos una mujer joven y casada. En la literatura antigua era principio admitido que todo padre era un tirano de su hija, que ésta y aquél nunca tenían en punto a amores el mismo gusto. De aquí pasaba el poeta a pintar la tiranía de la familia, imagen y origen de la del Gobierno: cada hijo puesto en escena desde Menandro acá, en las comedias clásicas, es una viva alusión al pueblo. En la literatura moderna ya no se dan padres ni hijos: apenas hay en la sociedad de ahora opresor y oprimido. Hay iguales que se incomodan mutuamente debiendo amarse. Por consiguiente, la cuestión en el teatro moderno gira entre iguales, entre matrimonios; es principio irrecusable, según parece, que una mujer casada debe estar mal casada, y que no se da mujer que quiera a su marido. El marido es en el día el coco, el objeto espantoso, el monstruo opresor a quien hay que engañar, como lo era antes el padre. Los amigos, los criados, todos están de parte de la triste esposa. ¡Infelice! ¿Hay suerte más desgraciada que la de una mujer casada? ¡Vea usted, estar casada! ¡Es como estar emigrada, o cesante, o tener lepra! La mujer casada en la literatura moderna es la víctima inocente aunque se case a gusto. El marido es un tirano. Claro está: se ha casado con ella, ¡habrá bribón! ¡La mantiene, la identifica con su suerte! ¡Pícaro! ¡Luego, el marido pretende que su mujer sea fiel! Es preciso tener muy malas entrañas para eso. El poeta se pone de parte de la mujer, porque el poeta tiene la alta misión de reformar la sociedad. La institución del matrimonio es absurda según la literatura moderna, porque el corazón, dice ella, no puede amar siempre, y no debe ligarse con juramentos eternos; la perfección a que camina el género humano consiste en que una vez llegado el hombre a la edad de multiplicarse, se una a la mujer que más le guste, dé nuevos individuos a la sociedad; y separado después de su pasajera consorte, uno y otra dejen los frutos de su amor en medio del arroyo y procedan a formar, según las leyes de más reciente capricho, nuevos seres que tornar a dejar en la calle, abandonados a sus propias fuerzas y de los cuales cuide la sociedad misma, es decir, nadie. Porque si la literatura moderna no quiere cuidar de sus hijos, ¿por dónde pretende que quieran tomarse ese cuidado los demás? «¡He aquí, dicen, la Naturaleza!» Mentira. En el aire, en la tierra, en el agua, todo ser viviente necesita padres hasta su completa emancipación; y los animales todos se reúnen en matrimonios hasta la crianza de sus hijos.
Adela, sin embargo, individuo del nuevo orden de cosas, no puede amar a su marido; confianza que hace desde luego a su hermana, en cuya compañía vive. ¿Por qué? No sabemos. Pero motivos tendrá; asuntos son esos de familia en que nadie debe meterse.
Pero no se da corazón que no ame, y en el día con violencia inaudita; las pasiones se han avivado con el trascurso de los tiempos, y en el siglo de las luces una pasión amorosa es siempre un volcán que se consume a sí propio abrasando a los demás.
¿Y quién es el hombre que hubiera hecho la felicidad de Adela, se entiende, no casándose con ella? Antony; ¿quién podía ser sino Antony? ¿Y quién es Antony? Antony es un ejemplo de lo que debían ser todos los hombres. Es el ser más perfecto que puede darse. Empiece usted por considerar que Antony no tiene padre ni madre. ¡Facilillo es llegar a ese grado de perfección! Hijo de sus obras, vulgo inclusero, es la personificación del hombre de la sociedad, como la hemos de arreglar algún día. Los que hemos tenido la desgracia de conocer padre y madre no servimos ya para el paso; somos elementos viejos, de quienes nada se puede esperar para el porvenir. El que quiera, pues, corresponder a la era nueva vea cómo se compone para no nacer de nadie. Lo demás es anularse, es en grande para la sociedad lo que es en pequeño entre nosotros haber admitido empleo de Calomarde.
Antony ha recibido, sin embargo, de los padres que no tiene, una figura privilegiada; ha entrado en el mundo con gran talento, porque todo hombre en la nueva escuela nace hombre grande. Ha recibido una educación esmerada: ¿quién se la ha dado? El autor del drama, sin duda. Todo lo ha estudiado, todo lo ha aprendido, todo lo sabe, y ama mucho, como hombre que sabe mucho; pero este ser, tipo de perfecciones, está en lucha con la sociedad vieja que encuentra establecida a su advenimiento al mundo. Quiere ser abogado, quiere ser médico, quiere ser militar y no puede. ¿Por qué?, preguntarán ustedes. ¿Quién se lo impide? Las preocupaciones de esta sociedad injusta y opresora que halla establecida, sin que se haya contado con él: para que estuviese el mundo bien organizado era preciso que nada antes de Antony se hubiese arreglado de ninguna manera, y que el mundo hubiese esperado para organizarse a que las generaciones futuras viniesen a dar su voto sobre el modo más justo de disponer de los bienes de la sociedad. Antony encuentra todos los puestos ocupados por hombres que han tenido padres, y, según el autor, está todo tan mal arreglado, que un inclusero no puede ser nada. Mentira, pero mentira de mala fe. Desde que hay mundo, en toda sociedad, el camino del predominio ha estado siempre abierto al talento: en la antigüedad, de la plebe han salido hombres a mandar a los demás; en los tiempos feudales, en los del despotismo más injusto, un soldado oscuro, un intrigante plebeyo han salido, siempre que han sabido, de la turba popular para empuñar el cetro del mando. Han alcanzado la corona con el sable y títulos de nobleza con la inteligencia. En los siglos de más desigualdad, un porquero ha cogido las llaves de San Pedro y ha dominando a la sociedad. La teocracia, aristocracia la más injusta, ha sacado siempre sus prohombres -[pág. 4]- del lodo. ¿Quién eran al nacer Richelieu, Mazarino, el cardenal Cisneros? Y si la cuna ha bastado a familias enteras de reyes, el talento ha sobrepuesto a la cuna millares de plebeyos. La inteligencia ha sido en todos tiempos la reina del mundo, y ha vencido las preocupaciones. Pero si acudimos a la sociedad moderna, de quien se queja todavía Dumas, ¿dónde cabrán los ejemplos? ¡Dumas se atreve a sentar que el hombre de nada no puede ser nada, a causa de las preocupaciones sociales! Hable Napoleón, Bernadotte, Iturbide, los mariscales de Francia, la revolución del 91, la revolución de julio, el Ministerio francés, el Ministerio español, la Europa en fin entera, donde los periódicos y la pluma llevan al poder; hablen por ella Talleyrand, Chateaubriand, Lamartine, Thiers; hable el Asia, donde no hay jerarquías; hable la América entera. Hable, en fin, el autor mismo del drama, el mulato Dumas, que ocupa uno de los primeros puestos en la consideración pública. ¿Quién le ha colocado a esa altura? ¿Qué preocupación le ha impedido usufructuar su industria y sobreponerse a los demás? ¿La literatura, la sociedad le han desechado de su seno por mulato? ¿Quién le ha preguntado su color? ¿Pretendía por ventura que sólo por ser mulato, y antes de saber si era útil o no, le festejase la sociedad? Esa sociedad, sin embargo, de quien se queja, recompensa sus injustas invectivas con aplausos e hincha de oro sus gavetas. ¿Y por qué? Porque tiene talento, porque acata en él la inteligencia. ¡Y esa inteligencia se queja y quiere invertir el orden establecido! Decirnos que un inclusero no puede ser nada en la sociedad moderna, la cual no le pregunta a nadie «quién es su padre», sino «cuáles son sus obras»; que no pregunta: «¿tienes apellido?», sino «¿tienes frac?», «¿cuál es tu alcurnia?», sino «¿cuál es tu educación?» , es el colmo de la mala fe.
Una vez expuesta la posición de Antony y de Adela, sigamos el análisis de este diálogo amoroso en cinco actos. Antony se hace anunciar a Adela, quien luchando con su deber le cierra la puerta; pero al salir de su casa sus caballos se desbocan, Antony se arroja a contenerlos, y la lanza del coche, encontrándose con su pecho, le arroja sin sentido en el suelo. Si Adela acierta a no ser persona de coche, o si los coches no tienen lanza, se queda el drama en exposición. En el teatro los acontecimientos deben ser deducción forzosa de algo, la acción ha de ser precisa; lo demás no es convencer, pintando lo que sucede, sino hacer suceder para pintar lo que se quiere convencer. Adela da asilo en su casa al herido, y una escena amorosa pone de manifiesto los sentimientos de estos dos héroes. Pero Adela, siguiendo los caprichos de esta injusta sociedad, dice a Antony, ya vendado, que un hombre enamorado de una mujer casada no puede vivir en su casa a mesa y mantel. Preocupación: ¡cuánto mejor y más natural es vivir en casa de su querida que con una patrona o en una casa de huéspedes! Antony se desespera; pero para vencer a esa sociedad injusta, cuyas leyes despóticas no nos dejan vivir con nuestra Adela aunque sea mujer de otro, se arranca el vendaje exclamando: «¿Con que estando bueno me tengo que marchar a mi casa? Pues bien, ¿y ahora, me quedaré?»
Ya tenemos aquí un medio ingenioso de permanecer en donde nos vaya bien. Efectivamente, ¡ingeniosa alegoría en que no ha pensado el autor! En quitándonos la venda social, en rompiendo la máscara del honor, podemos hacer nuestro gusto.
Antony permanece en la casa del hombre que quiere deshonrar; huésped de su enemigo, le hace la guerra en su terreno; la Naturaleza lo manda así, porque la delicadeza es otra preocupación social. Pero Adela, sin duda para manifestarnos lo interesante y lo digna de lástima que es una mujer que resiste a una pasión, trata de salvarse del peligro corriendo a reunirse con su esposo, plan que lleva a cabo con resolución.
Pero la Naturaleza, dios protector de Antony, lo tiene todo previsto, y el camino de Estrasburgo felizmente no se hizo sólo para las mujeres que huyen de sus amantes. También los amantes pueden ir a Estrasburgo. Antony toma caballos de posta, llega antes a una posada, la toma entera: para una pasión todo es poco; y cuando llega Adela, ni hay caballos para ella ni cuarto; el viajero que ha madrugado más le cede uno, y cuando Adela va a recogerse, éntrasele al amante por la ventana, y el telón, más delicado que el autor, tiene la buena crianza de correrse a ocultar un cuadro que representaría si no, probablemente, una vista interior de una pasión tomada desde la alcoba, cuadro tanto más inútil cuanto que será raro el espectador que necesite de semejantes indirectas para formar de los transportes de Adela y de Antony una idea bastante aproximada. Pero ¿qué importa? ¿No sucede eso en el mundo? ¿No es natural? ¿Pues por qué se ha de andar el autor con escrúpulos de monja en punto tan esencial? Ya sabemos lo que son viajes, lo que son posadas y lo que es trajinar en este mundo. Siempre deduciremos que estas pasiones fuertes no son plato de pobre. Si esa sociedad tan mal organizada no hubiera procurado a Antony dinero suficiente para tomar la posada y la posta, y todo lo que toma en este acto, se hubiera tenido que quedar en París haciendo endechas clásicas. El romanticismo y las pasiones sublimes son bocado de gente rica y ociosa, y así es que bien podemos exclamar al llegar aquí: ¡pobres clásicos!
En el cuarto acto, Adela ha sucumbido, y de vuelta a París asiste a una sociedad, donde las injustas preocupaciones del mundo le preparan amargas críticas; y a este acto, en realidad, sin meternos a escudriñar la intención del autor al escribirlo, le concederemos la cualidad de ser tan moral en su resultado como es en los medios inmoral el anterior. Las que el autor llama preocupaciones son más fuertes que él en este acto, y las humillaciones que sufre Adela responden victoriosamente al drama entero.
En el quinto, el marido, avisado sin duda de la pasión de su mujer, debe llegar de un momento a otro; Antony, sin embargo, en vez de hacer lo que a todo amante delicado inspira en tal circunstancia el amor mismo, en vez de ocultar su desgraciada pasión con una prudencia suficiente, se encierra con Adela, de suerte que pueda el marido venir a llamar él mismo a la puerta de su deshonra; y asiendo de un puñal, que lleva siempre consigo, sin duda porque el andar desarmado es otra preocupación de esta sociedad tan mal organizada, clávasele en el pecho a su amada, exclamando a la vista del marido: ¡La amé, me resistía y la he asesinado!
Ridícula, inverosímil exageración de un honor mal entendido. ¿Qué ha pretendido el autor? Probar que mientras la preocupación social llame virtud la resistencia de una mujer y haga depender de la conducta de ésta el honor de un hombre, ¿una catástrofe se seguirá a un amor indispensable y natural? Pues ha probado lo contrario. Ha probado que, cuando un hombre y una mujer se ponen en lucha con las leyes recibidas en la sociedad, perece el más débil, es decir, el hombre y la mujer, no la sociedad.
Pero la sociedad no se pone en ridículo; la sociedad existe, porque no puede dejar de existir; no siendo sus leyes caprichos, sino necesidades motivadas, hasta sus preocupaciones son justas, y examinadas filosóficamente tienen una plausible explicación: son consecuencia de su organización y de su modo de ser; es preciso que haya pasado y pase aún por las que realmente lo son para llegar a ideas más fijas y justas; porque toda cosa precisa y que no puede menos de existir, es una especie de fuerza, y la fuerza es la única cosa que no da campo al ridículo. Y si preocupaciones existen y han existido, si está escrito que usos en el día adoptados y respetados han de transformarse o caer, ha de ser el tiempo sólo quien los destruya gastándolos, pero no está reservado a un drama el extirparlos violentamente.
Nosotros reconocemos los primeros el influjo de las pasiones; desgraciadamente no nos es lícito ignorarlo; concebimos perfectamente la existencia de la virtud en el pecho de una mujer, aun faltando a su deber; convenimos con el autor en que ese mundo que murmura de una pasión que no comprende, suele no ser capaz del mérito que granjea una mujer, aun sucumbiendo después de una resistencia no menos honrosa por inútil; establecemos toda la diferencia que él quiera entre el caso excepcional de una mujer que se halla realmente bajo el influjo de una pasión cuyas circunstancias sean tales que la dejen disculpa, que la puedan hacer aparecer sublime hasta en el crimen mismo, y el caso de multitud de mujeres que no siguen al atropellar sus deberes más inspiración que la del vicio, y cuyos amores no son pasiones, sino devaneos: ¿quiere más concesiones el autor? Pero semejantes casos son para juzgados en el foro interior de cada uno: queden sepultados en el secreto del amor o de la familia. Porque desde el momento en que erija usted ese caso posible, solamente posible, pero siempre raro, en dogma, desde el momento en que generalizándolo presente usted en el teatro una mujer faltando plausiblemente a su deber, y apoyándose en la Naturaleza, se expone usted a que toda mujer, sin estar realmente apasionada, sin tener disculpa, se crea Adela, y crea Antony su amante; desde ese momento la mujer más despreciable se creerá autorizada a romper los vínculos sociales, a desatar los nudos de familia, y entonces adiós últimas ilusiones que nos quedan, adiós amor, adiós resistencia, adiós lucha entre el placer y el deber, adiós diferencia entre mujeres virtuosas, criminales y mujeres despreciables. Y, lo que es peor, adiós sociedad, porque si toda mujer se creerá Adela, todo hombre se creerá Antony, achacará a injusticia de la sociedad cuanto se oponga a sus apetitos brutales, que encontrará naturales; en gustando de una mujer, dirá: Yo tengo una pasión irresistible que es más fuerte que yo; y convencido de antemano de que no puede vencerla, no la vencerá, porque no pondrá siquiera los medios; creído de que la sociedad es injusta, y de que cierra la puerta a la industria y al talento que no nace ya algo, no será nunca nada, porque desistirá de poner los medios para serlo.
He aquí la grande inmoralidad de un drama escrito, por desgracia, con verdad en muchos detalles y con fuego, pero por fortuna no con bastante maldad para convencer, si bien con demasiados atractivos para persuadir. Y no sólo es execrable este drama en España, sino que hasta en Francia, hasta en esa sociedad con que tiene más puntos de contacto, Antony ha sido rechazado por clásicos y románticos como un contrasentido, como un insultante sofisma.