Ariel/Capítulo VIII

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Ariel
de José Enrique Rodó
Capítulo VIII

Capítulo VIII

Así habló Próspero. Los jóvenes discípulos se separaron del maestro después de haber estrechado su mano con afecto filial. De su suave palabra, iba con ellos la persistente vibración en que se prolonga el lamento del cristal herido, en un ambiente sereno. Era la última hora de la tarde. Un rayo del moribundo sol atravesaba la estancia, en medio de discreta penumbra, y, tocando la frente de bronce de la estatua, parecía animar en los altivos ojos de Ariel la chispa inquieta de la vida. Prolongándose luego, el rayo hacía pensar en una larga mirada que el genio, prisionero en el bronce, enviase sobre el grupo juvenil que se alejaba. Por mucho espacio marchó el grupo en silencio. Al amparo de un recogimiento unánime, se verificaba en el espíritu de todos ese fino destilar de la meditación, absorta en cosas graves, que un alma santa ha comparado exquisitamente a la caída lenta y tranquila del rocío sobre el vellón de un cordero. Cuando el áspero contacto de la muchedumbre les devolvió a la realidad que les rodeaba, era la noche ya. Una cálida y serena noche de estío. La gracia y la quietud que ella derramaba de su urna de ébano sobre la tierra, triunfaban de la prosa flotante sobre las cosas dispuestas por manos de los hombres. Sólo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud. Un soplo tibio hacia estremecerse el ambiente con lánguido y delicioso abandono, como la copa trémula en la mano de una bacante. Las sombras, sin ennegrecer el cielo purísimo, se limitaban a dar a su azul el tono oscuro en que parece expresarse una serenidad pensadora. Esmaltándolas, los grandes astros centelleaban en medio de un cortejo infinito; Aldebarán, que ciñe una púrpura de luz; Sirio, como la cavidad de un nielado cáliz de plata volcado sobre el mundo; el Crucero, cuyos brazos abiertos se tienden sobre el suelo de América como para defender una última esperanza...

Y fue entonces, tras el prolongado silencio, cuando el más joven del grupo, a quien llamaban «Enjolrás» por su ensimismamiento reflexivo, dijo señalando sucesivamente la perezosa ondulación del rebaño humano y la radiante hermosura de la noche:

Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira el cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador.