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Arroz y tartana/VIII

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VIII

La vela del Corpus, con sus anchas listas azules y blancas, sombreaba desde los altos mástiles la plaza de la Virgen.

La muchedumbre, endomingada, agitábase en torno de las rocas, admirando una vez más las carrozas tradicionales que todos los años salían a luz: pesados armatostes lavados y brillantes, pero con cierto aire de vetustez, luciendo en sus traseras, cual partida de bautismo, la fecha de construcción: el siglo XVII.

Recordaban aquellas enormes fábricas de madera pintada, con su lanza semejante a un mástil de buque y sus ruedas cual piedras de molino, las carrozas sagradas de los ídolos indios o los carromatos simbólicos que güelfos y gibelinos llevaban a sus combates.

La gente pasaba revista con una curiosidad no exenta de ternura a la fila de rocas, como si su presencia despertara gratos recuerdos.

Allí estaba la roca Valencia, enorme ascua de oro, brillante y luminosa desde la plataforma hasta el casco de la austera matrona que simboliza la gloria de la ciudad; y después, erguidos sobre los pedestales los santos patronos de las otras rocas: San Vicente, con el índice imperioso, afirmando la unidad de Dios; San Miguel, con la espada en alto, enfurecido, amenazando al diablo sin decidirse a pegarle; la Fe, pobre ciega, ofreciendo el cáliz donde se bebe la calma del anulamiento; el Padre Eterno, con sus barbas de lino, mirando con torvo ceño a Adán y Eva, ligeritos de ropa como si presintiesen el verano, sin otra salvaguardia del pudor que el faldellín de hojas; la Virgen, con la vestidura azul y blanca, el pelo suelto, la mirada en el cielo y las manos sobre el pecho; y al final, lo grotesco, lo estrambótico, la bufonada, fiel remedo de la simpatía con que en pasadas épocas se trataban las cosas del infierno, la roca Diablera; Pintón coronado de verdes culebrones, con la roja horquilla en la diestra, y a sus pies, asomando entre guirnaldas de llamas y serpientes, los Pecados capitales, horribles carátulas con lacias y apolilladas greñas, que asustaban a los chicuelos y hacían reír a los grandes.

Y todos estos carromatos, legados de la piedad jocosa de pasadas generaciones, eran admirados por el gentío, que, con un entusiasmo puramente meridional, se regocijaba pensando en la fiesta de la tarde, cuando las muías empenachadas se emparejasen en la aguda lanza y los carromatos conmoviesen las calles con sordo rodar, exuberantes las plataformas de arremangados mocetones disparando una lluvia de confites sobre el gentío.

Así como avanzaba la mañana aumentaba el hormigueo en torno de las rocas, que, vistas de lejos, destacábanse como escollos sobre el oleaje de cabezas. El primer sol de verano abrillantaba como espejos las barnizadas tablas de los carromatos, doraba los mástiles, esparcía un polvillo de oro en la plaza, daba al gigantesco toldo una transparencia acaramelada, y este cuadro levantino, fuerte de luz, dulcificábase con el tono blanco de la muchedumbre, vestida de colores claros y cubierta con los primeros sombreros de paja.

A las doce, cuando mayor era la concurrencia, las de Pajares salieron de la catedral, devocionario en mano y al puño el rosario de nácar y oro. Regresaban a casa después de oír misa, y al llegar frente a la Audiencia vieron correr la gente, oyendo al mismo tiempo un lejano tamborileo.

—¡La cabalgata! ¡La cabalgata!—gritaba la chiquillería corriendo por la calle de Caballeros. Y las de Pajares tuvieron que detenerse ante la muralla de curiosos agolpados al paso de la cabalgata.

Primero pasaron los portadores de las banderolas, con sus dalmáticas de seda con las barras aragonesas y altas coronas de latón sobre melenas y barbazas de estopa; tras ellos el cura municipal, el famoso «capellán de las rocas», jinete en brioso caballo encaparazonado de amarillo, el manteo de seda descendiendo desde el alzacuello a la cola del caballo, y enseñando la limpia y blanca tonsura al saludar con el bonete al público de los balcones. Y seguían detrás las dansetes, escuadrones de pillería disfrazada con mugrientos trajes de turcos y catalanes, indios y valencianos, sonando roncos panderos e iniciando pasos de baile; las banderas de los gremios, trapos gloriosos con cuatro siglos de vida, pendones guerreros de la revolucionaria menestralía del siglo xvi; la sacra leyenda, tan confusa como conmovedora, de la huida a Egipto; los Pecados capitales, con estrambóticos trajes de puntas y colorines, como bufones de la Edad Media, y al frente de ellos la Virtud, bautizada con el estrambótico nombre de la Moma; los Reyes Magos, haciendo prodigios de equitación; heraldos a caballo; jardineros municipales a pie, con grandes ramos; carrozas triunfales, todo revuelto, trajes y gestos, como un grotesco desfile de Carnaval, y alegrado por el vivo gangueo de las dulzainas, el redoble de los tamboriles y el marcial pasacalle de las bandas.

Detrás, presidiendo la comitiva, como muda invitación hecha al público para asociarse a la fiesta, iban en las carrozas municipales media docena de señores de frac, tendidos en los blasonados almohadones, llevando sobre el vientre, como emblema concejil, la roja cincha y saludando al público con un sombrerazo protector.

—¡Atrás, niñas!—dijo doña Manuela a sus hijas—. ¡Atrás, que vienen esos brutos!

Los brutos eran los de la degòlla: un pelotón de gañanes con la cara tiznada, gabanes de arpillera con furias pintadas, y coronados de hierba, que cerraban la marcha, repartiendo zurriagazos entre los curiosos que ocupaban la primera fila con sus garrotes de lienzo, más ruidosos que ofensivos.

Las de Pajares dejaron que se alejase la cabalgata con su estruendo de tamboriles y dulzainas y siguieron su marcha por las calles cubiertas con espesa capa de arena para el paso de las rocas.

A la hora de la comida llegó Andresito a casa de las de Pajares. Lo enviaban sus papas para hacer el ofrecimiento de todos los años. Ya se sabía que el balcón de Las Tres Rosas era el mejor del Mercado. Además, los señores de Cuadros tenían gran satisfacción en recibir a sus amigos; y más aún ahora que el afortunado bolsista había amueblado a gusto de los tapiceros, y con una brillantez vulgar propia de café o de fonda, sus habitaciones, antes tan lóbregas como desmanteladas.

Doña Manuela y las niñas aceptaron con entusiasmo el ofrecimiento. ¡Vaya si irían! Y la viuda de Pajares, que tan mal había hablado de Teresa, su antigua criada, hacía ahora elogios de ella como si fuese una amiga de la infancia.

A las tres salía la familia con dirección al Mercado.

Concha y Amparito llamaban la atención con sus vestidos de vivos colores y las capotitas de paja, que hacían lucir sobre su cabeza toda una pradera de flores y musgo. La mamá las contemplaba por la espalda, experimentando la satisfacción orgullosa de un artista. Obra suya era aquel lujo, y había que reconocer que las niñas sabían lucirlo. Pero ¡ay, Dios! estremecíase al pensar lo que aquello le costaba y las terribles intranquilidades del porvenir, ¡Siempre el dinero como eterna pesadilla, amargándole la existencia, a ella que tanto había gastado!

Juanito las dejó a la puerta de Las Tres Rosas, para ir en busca de su novia, y ellas, al subir a las habitaciones de los señores de Cuadros, encontráronse con una tertulia formada por todos los amigos de la casa: familias de bolsistas y comerciantes retirados, que imitaban torpemente los ademanes y gestos que habían podido copiar por las tardes en la Alameda, paseando en sus carruajes por entre los de la antigua aristocracia. Hablaban de las modas del verano, «de lo que iba a llevarse», mientras los hombres, formando grupo cerca de los balcones, daban en su conversación eternas vueltas en torno del cuatro por ciento interior y de los billetes hipotecarios de Cuba.

La esposa de Cuadros, que respondía a sus amigas con sonrisas de conejo y parecía muy preocupada por pensamientos tristes y misteriosos, abalanzóse a doña Manuela, saludándola con apretado abrazo y sonoros besos. Parecía una desesperada que encuentra al fin el medio de salvación.

—Tenemos que hablar, doña Manuela—le dijo al oído—. No, ahora no; después se lo contaré todo. ¡Ay, si usted supiera...!

Mientras tanto, las niñas de Pajares, las de López el famoso bolsista y otras amiguitas posesionábanse de los balcones, convirtiéndolos en pajareras con su charla graciosa y sus ruidosas risas.

La plaza era un mar multicolor de cabezas. Los balcones estaban adornados con antiguas colgaduras de sólidos colores, las bocacalles vomitaban sin cesar nuevos grupos en el compacto gentío, y los pájaros que anidaban en los árboles del Mercado huían ante la granujería que, montada en las ramas, silbaba y gritaba a los de abajo, con la confianza del que está en su propia casa. El sol de verano caldeaba la muchedumbre, por entre la cual paseaban las chiquillas despeinadas y en chanclas, con el cántaro en la cadera, pregonando el agua fresca, y los mocetones de brazos hercúleos y arremangados, con pañuelo de seda en la cabeza, sosteniendo a pulso las pesadas heladoras y ofreciendo a gritos la horchata y el agua de cebada.

Ya habían sonado las cuatro. En los balcones abríanse, como flores gigantescas, sombrillas de brillantes colores, agitábanse grandes abanicos con aleteo de pájaro, y abajo la muchedumbre removíase inquieta, chocando con las apretadas filas de sillas que orlaban el arroyo.

Sonó un rugido a un extremo de la plaza, e inmediatamente fue contestado por un griterío general.

—¡Ya están ahí...! ¡ya están ahí!

Y hubo empellones, codazos, remolinos de cabezas, empujando todos al que estaba delante para ver mejor.

A lo lejos, empequeñecida por la distancia, apareció la primera roca, en torno de la cual, como jinetes liliputienses, hacían caracolear sus caballos los soldados encargados de abrir paso. Un alegre cascabeleo dominaba los ruidos de la plaza y las voces enérgicas del postillón en traje de la huerta, que gritaba «¡arre! ¡arre!» manejando con rara maestría una docena de ramales.

Las rocas, una tras otra, fueron desfilando por la plaza, produciendo cada una de ellas una verdadera revolución. Trotaban, arrastrando los pesados armatostes, las docenas de muías gordas y lustrosas salidas de las cuadras de los molinos, con los rabos encintados, las cabezas adornadas con vistosas borlas y entre las orejas tiesos y ondulantes penachos. Cogidos a sus bridas corrían los criados de los molineros, atletas de ligera alpargata, despechugados y con los brazos al aire, que, a la voz de «¡alto!», se colgaban de las cabezadas, haciendo parar en seco a las briosas bestias. Colgando de las traseras de los carromatos balanceábanse racimos de chicuelos, que al menor vaivén caían en la arena, saliendo milagrosamente de entre las patas de los caballos. En las plataformas iban los de la Lonja, tratantes en trigo, molineros, gente campechana y amiga del estruendo, que, en mangas de camisa, botonadura de diamantes y gruesa cadena de oro en el chaleco, arrojaban a los balcones con la fuerza de proyectiles los ramilletes húmedos y los cartuchos de confites duros como balas, con más almidón que azúcar.

Cada roca esparcía el terror y el regocijo a un tiempo. La movible batería de brazos disparaba ruidosa metralla, cubriendo el aire de objetos; los cristales caían rotos, y hasta las persianas quedaban desvencijadas bajo la granizada de confites.

En los balcones, las señoritas cubríanse el rostro con el abanico, temerosas al par que satisfechas de que las acribillasen con tan brutales obsequios. Abajo estaban los bravos, que por un chichón más o menos no querían mostrar miedo e insultaban a los de las rocas cuando se agotaban los proyectiles, hasta que aquéllos les arrojaban a la cabeza los cestones vacíos. Cada vez que caía un cartucho o un ramo sobre la gente, mil manos se levantaban ansiosas, originándose disputas por su posesión.

Pasó por fin la última roca, la Diablura, donde iba la gente de trueno, más atroz en sus obsequios y tenaz en proporcionar ganancias a los almacenes de cristales, y la calma se restableció en la plaza, comenzando a aclararse el gentío.

En casa de Cuadros, las señoras, cansadas de permanecer tanto tiempo de pie en los balcones, iban en busca de los mullidos asientos de las salas. En un balcón, completamente solas, estaban doña Manuela y la señora de Cuadros, cobijándose ambas bajo la misma sombrilla, afectando mirar a los transeúntes y hablando en voz baja con tono grave y misterioso.

La viuda de Pajares mostrábase maternal y daba consejos a su amiga con cierta altiva superioridad. Vamos a ver, ya estaban solas. ¿Qué era aquello? ¿Algún disgusto de familia? Podía hablar con entera franqueza, pues ya sabía el gran interés que le inspiraba todo lo de su casa. Pero doña Manuela, a pesar de su superioridad, no pudo ocultar la sorpresa que le produjo conocer la verdad.

¡Vaya con el señor de Cuadros! ¡Quién iba a imaginarse una cosa así...! Todos los hombres son lo mismo. No hay que fiarse de ellos, y más si han sido tranquilos en su juventud, pues ya es sabido que «el que no la hace a la entrada la hace a la salida». Lo mismo le había ocurrido a ella con el doctor. Se casó, creyendo que un hombre grave, que tan enamorado se mostraba, no podía serle infiel; y sin embargo, ya tenía ella que contar de los últimos años de matrimonio.

—Ni Santa Rita de Casia, amiga Teresa, sufrió tanto como yo con aquel hombre endemoniado. En fin, usted ya lo sabe.... Pero cuente usted. A lo que estamos, que lo mío ya pasó y a nadie interesa.

Y doña Manuela, como persona inteligente en el asunto, escuchaba la relación de la pobre Teresa, que balbuceaba y tenía que hacer esfuerzos para no llorar. Por la mañana lo había descubierto todo. Bien es verdad que ya recelaba algo, en vista del despego con que la trataba su Antonio. Pero ¿quién podía imaginarse que aquel hombre se atreviera a tanto? Ella le creía ocupado únicamente en ganar dinero para su casa; y aquella mañana, al limpiar una de sus chaquetas, había encontrado en el bolsillo interior una carta que le costó gran trabajo leer, porque ella no estaba fuerte en estas cosas.

—¿Y de quién era?—preguntó la viuda con curiosidad ansiosa.

—De una tal Clarita. Pero ¡qué carta, doña Manuela! ¡Qué cosas tan indecentes había en ella! Parece imposible que hombres honrados y con hijos puedan leer tales porquerías.

Y la pobre mujer ruborizábase, mostrando en su cara nacida y lustrosa de monja enclaustrada la misma expresión de vergüenza que si fuese ella la autora de la carta.

—Pero ¿quién es esa Clarita? ¡Valiente apunte será la tal...!

—Aguarde usted; apenas me enteré de todo sentí ganas de irme a la cama, donde todavía estaba Antonio, para arañarle.... No se ría usted, doña Manuela; hubiera querido ser hombre, para hacer una barbaridad.... ¡Pero una vale tan poco...! Además, cuando se es honrada y se quiere al marido, se le tiene respeto y no se atreve una a ciertas cosas. Antonio sabe mucho y es capaz de hacerme ver que lo blanco es negro.

Y la buena Teresa, a pesar de su encono, sentíase dominada por la admiración que profesaba a su marido, aquel modelo, «aunque le estuviera mal el decirlo».

—Pero ¿qué hizo usted?

—Lo primero que se me ocurrió fue averiguar quién era la tal Clarita, y como en su carta le encargaba al mío que fuese a ver al dueño de su casa para pagarle un trimestre, indicándole dónde vive ese señor, fui allá esta mañana, después de oír misa, y supe que la tal inquilina está en la calle del Puerto, en un entresuelito que le han ido pagando en diferentes épocas otros señores de la Bolsa tan imbéciles como mi Antonio.

—¿Y no averiguó usted más?

—¡Buena soy yo para dejarme las cosas a medio hacer! Fui también a la calle del Puerto, hice hablar a la portera, y... ¡ay, doña Manuela, qué cosas supe! Parece imposible que se consienta la vida de unas mujeres así. La tal Clarita es una perdida, ¿sabe usted, doña Manuela? Lo repito tal como me lo dijo aquella mujer. ¡Válgame Dios, y qué cosas me contó! Toda la calle se fija en ella y se burla de su lujo y sus pretensiones. La portera me dijo que hace dos años vendía géneros de punto aquí, en el Mercado; pero ahora se da el tono de una princesa y habla de su mamá, una tianga que cuando no le da un duro le chilla desde el patio y arma escándalo para que se entere toda la calle. ¡Ay, doña Manuela! ¡Que mi marido se haya metido en semejante podredumbre...! Porque si usted la viera, se asombraría de que los hombres puedan caer en tal tentación. La portera me la enseñó estando en su balconcito, con una bata muy lujosa, que bien puedo decir que me la ha robado a mí. ¡Y era fea, doña Manuela, muy fea! Huesos y pellejo nada más; pero con unos ojos de desvergonzada, que es sin duda lo que les gusta a los hombres.... ¡Mi Antonio, un hombre tan serio, con esa mala piel! ¡Ay, doña Manuela de mi alma, yo creo que me va a dar algo!

Y la pobre mujer, no pudiendo resistir más, cubríase con el abanico los lacrimosos ojos, mientras doña Manuela le recomendaba la serenidad.

—No llore usted, Teresa; eso es lo que le gustaba al mío. Los hombres gozan haciéndonos padecer. Todo menos llorar. Cuando usted hable con Antonio, muéstrese seria y altiva. Nada de cariño; si no, los muy pillos se esponjan y se engríen.

—¿Hablarle yo? No señora. No tengo valor para tanto. Además, tiemblo al pensar lo que ocurriría en esta casa si yo hablase. ¿Qué pensaría mi pobre Andresito? ¿Qué diría don Eugenio, que es la honradez personificada? Y la verdad es que debía hablar a mi marido para abrirle los ojos, pues aunque resulte un malvado en casa, es un tonto fuera de ella. Esa mujer le engaña y se burla de él. Me lo ha dicho la portera y lo sabe toda la calle. Antonio es quien sostiene los gastos de la casa; pero cuando él no está entran como visitas los corredores jóvenes, toda la pollería de la Bolsa, que se burla de mi marido. ¡Ay, Señor, qué vergüenza! ¡Y ese hombre tan satisfecho y tan tranquilo, sin acordarse de que tiene mujer y un hijo y que su nombre es muy respetado en la plaza...!

Teresa gimoteaba tras el abanico, y doña Manuela, a pesar de su curiosidad, en fuerza de mirar a la plaza acabó por distraerse.

Comenzaban los preparativos de la procesión. Las bandas militares atronaban las calles inmediatas con sus ruidosos pasodobles, y rompiendo el gentío pasaban los regimientos, con los uniformes cepillados y brillantes, moviendo airosamente al compás de la marcha los rojos pompones de gala y las bayonetas, doradas por los últimos resplandores del sol.

Pasaban los invitados a la procesión caminando apresuradamente, muy satisfechos de atraer la atención de la embobada muchedumbre: unos de frac, luciendo condecoraciones raras; otros con uniforme de Maestranzas y Órdenes de caballería, vestimentas extrañas, con el sombrero apuntado y la casaca de vistosos colorines, que daban a sus poseedores el aspecto de pájaros exóticos.

Las dos amigas volvieron a reanudar su conversación. Doña Manuela, con aire maternal, daba consejos a la desconsolada esposa: ella, en lugar de Teresa, daría un disgusto al esposo infiel echándole en cara su conducta.... ¿Que no se atrevía? Pues esto es lo que ella hacía con el difunto doctor Pajares.... En fin, cada una tiene su carácter.

Pero Teresa, aunque daba por muy acertadas todas las palabras de su amiga, asustábase ante la suposición de tener que reñir al marido por su conducta. ¡Ah, si ella tuviera una persona que se interesase por su suerte y la de la casa, qué gran favor le haría encargándose de sermonear a aquel hombre que, a pesar de sus bigotazos y sus palabras campanudas, se dejaba engañar como un niño! ¡Qué obra tan caritativa lograr que aquel hombre alejado de los afectos de la familia volviese a ser buen padre y buen marido!

Y Teresa miraba ansiosamente a su altiva amiga al formular tales deseos. No necesitó más doña Manuela. Ella se encargaba de ser esa persona que, velando por la moral de la familia, devolviese el marido infiel a los brazos de la esposa resignada. Y la viuda se crecía al hacer tales ofrecimientos, adoptando una actitud teatral y asegurando que realizaría tal conquista, aunque para ello necesitase de algún tiempo.

Las dos mujeres, ya que no pudieron abrazarse en su rapto de enternecimiento, por hallarse en el balcón, se estrecharon conmovidas las manos, y así estuvieron largo rato, hasta que vinieron a sacarlas de su triste arrobamiento los gritos de las jóvenes que ocupaban el balcón, inmediato.

—¡La procesión! ¡Ya está ahí la procesión! A este grito, las señoras mayores abandonaron las butacas de la sala, para apelotonarse en los balcones, teniendo a sus espaldas a los caballeros, que de vez en cuando se alzaban sobre las puntas de los pies para ver mejor.

En el extremo de la plaza aparecieron las banderolas con las rojas barras de Aragón, y sonaron dulzainas pausada y majestuosamente, tañendo las melancólicas danzas del tiempo de los moriscos. Detrás iban los enanos, con sus enormes cabezas de cartón, que miraban a los balcones con los ojos mortecinos y sin brillo. Y entre el repique de las castañuelas y redoble de los atabales, avanzaban las cuatro parejas de gigantes, enormes mamarrachos cuyos peinados llegaban a los primeros pisos y que danzaban dando vueltas, hinchándose sus faldas como un colosal paracaídas.

Entraron en la plaza las banderas de los gremios, llevando en su remate la imagen del santo patrón del oficio; y era de ver el entusiasmo con que aplaudía el público los prodigios de equilibrio de los portadores sosteniéndolas enhiestas sobre la palma de la mano, moviéndolas a compás del redoble de los enormes y viejos tambores que hacían sonar los toques de los tercios obreros en la guerra de las Germanías.

Después comenzó la parte monótona de la procesión. Un desfile de más de cien imágenes con sus correspondientes cofradías y asilos; más de un millar de cabezas que pasaban por debajo de los balcones con la raya partida y el pelo aceitoso o rizado. Al compás de los valses o marchas fúnebres que entonaban las bandas, contoneábanse los devotos cirio en mano; y el desfile de santos continuaba, lento, monótono, aplastante: unos, desnudos, con las carnes ensangrentadas y sin otra defensa del pudor que unas ligeras enagüillas; otros, vestidos con pesados ropajes de pedrería y oro. Pasaban los mártires con el rostro contraído por un gesto de fiero dolor, los místicos con los brazos extendidos y los ojos velados por el éxtasis de la felicidad; y tan pronto aparecía un santo con dorada mitra o rizada sobrepelliz, como lucía otro sobre su cabeza el acerado casco de guerrero.

La multitud se arremolinó, movida por el regocijo, y exclamaciones de alegre curiosidad salieron de muchas bocas. Desfilaba la parte grotesca de la procesión, conservada por el espíritu tradicional como recuerdo de las épocas más religiosas de nuestra historia, que unían siempre el regocijo a la devoción.

En larga fila, contestando a las cuchufletas y carcajadas del gentío con burlescos saludos, aparecían las figuras más salientes del gran poema bíblico. David, con corona de latón, barba de crin y el floreado manto barriendo los adoquines, avanzaba pulsando los bramantes de su arpa de madera; Noé, encorvado como un arco, apoyado convulsivamente en su bastoncillo, enseñaba el palomo que llevaba en su diestra a aquella muchedumbre que reía locamente ante esta caricatura de la vejez; detrás venía Josué, un mozo de cordel vestido de centurión romano, apuntando con una espada enmohecida a un sol de hoja de lata y caminando a grandes zancadas como un pájaro raro; y cerraban el desfile las heroínas bíblicas, las mujeres fuertes del Antiguo Testamento, que salvaban al pueblo de Dios cortando cabezas o perforando sienes con un clavo, representadas todas ellas por mancebos barbilampiños, embadurnadas las mejillas con albayalde y bermellón y vestidos con trajes de odaliscas. Su paso producía escándalo. Las mujeres sonreían, y no faltaban chuscos que requebraban a aquellos mamarrachos, como si realmente fuesen jóvenes disfrazadas.

Después venía la parte seria e interesante de la procesión, y el alboroto del gentío cesó instantáneamente.

Desfilaban los cleros parroquiales con sus áureas cruces; los seminaristas con la frente baja y los ojos en el suelo, cruzadas las manos sobre el pecho; y en toda la extensión de la plaza, a la luz de los cirios, que brillaban con más fuerza en el crepúsculo, veíanse dos filas interminables de deslumbrante blancura, compuestas por los rizados roquetes y las albas de ricas blondas. Entre esta oleada de blanca espuma, pasaban llevadas en andas las reliquias en sus ricas urnas, las imágenes de plata con una ventana en el pecho, tras cuyo vidrio marcábase confusamente el cráneo del bienaventurado.

Luego volvía a reanudarse la parte teatral de la solemnidad. Todas las extraordinarias visiones del soñador de Patmos, cuantas alucionaciones había consignado el evangelista Juan en su Apocalipsis, pasaban ante el gentío, sin que es Le, después de contemplarlas tantos años, adivinase su significación. Desfilaban los veinticuatro ancianos con albas vestiduras y blancas barbas, sosteniendo enormes blandones que chisporroteaban como hogueras, escupiendo sobre el adoquinado un chaparrón de ardiente cera; seguíanles las doradas águilas, enormes como los cóndores de los Andes, moviendo inquietas sus alas de cartón y talco, conducidas por jayanes que, ocultos en su gigantesco vientre, sólo mostraban los pies calzados con zapatos rojos; y cerraba la marcha el apostolado, todos los compañeros de Jesús, con trajes de ropería, en los que eran más las manchas de cera que las lentejuelas; e intercalados entre ellos, niños con hachas de viento, vestidos como los indios de las óperas, pero con aletas de latón en la espalda, para certificar que representaban a los ángeles.

La procesión estaba ya en su última parte. Desfilaban los invitados, una avalancha de cabezas calvas o peinadas con exceso de cosmético, una corriente incesante de pecheras combadas y brillantes como corazas, de negros fracs, de condecoraciones anónimas y de un brillo escandaloso, de uniformes de todos los colores y hechuras, desde la casaca y el espadín de nácar del siglo pasado hasta el traje de gala de los oficiales de marina. Los papanatas asombrábanse ante las casacas blancas y las cruces rojas de los caballeros de las órdenes militares, honrados y pacíficos señores, panzudos los más de ellos, que hacían pensar en el aprieto en que se verían si por un misterioso retroceso de los tiempos tuvieran que montar a caballo para combatir a la morisma infiel.

La muchedumbre permanecía embobada. El aparato religioso, las imágenes de plata, los cleros entonando sus himnos a voces solas, las interminables cofradías, no la habían impresionado tanto como este continuo desfile de grandezas humanas; y sus ojos se iban deslumbrados tras las fajas de los generales, las placas que centelleaban como soles, los bordados de caprichoso arabesco, las empuñaduras cinceladas y brillantes y las bandas de moaré que cruzaban los pechos como un arroyo ondeante de colorines.

Arriba, en los balcones, la curiosidad señalaba con el dedo a los personajes conocidos que se mostraban a la luz de los cirios, y las cabezas erguidas de algunos invitados cruzaban saludos con las señoras, sin perder por esto el gesto de gravedad propio de las circunstancias.

Acercábase el epílogo de la procesión. Sonaba a lo lejos la grave melopea de la marcha solemne y religiosa que entonaba la banda militar. Las cornetas de los regimientos formados en la carrera batían marcha; y mientras los soldados requerían su fusil para inclinarse al paso del Sacramento, la muchedumbre agitábase para ganar un palmo de terreno donde hincar las rodillas.

Estallaban luces de colores, y a su resplandor, tan pronto blanco como rojo, veíanse a lo lejos, terminando la doble fila de cirios, los sacerdotes con capas de oro, manejando los incensarios, con un continuo choque de cadenillas de plata, en el fondo de una nube de azulado y oloroso humo; sobre ella, agitándose dorado y tembloroso entre sus deslumbrantes varas, el palio, que avanzaba lentamente, y bajo la movible tienda de seda, como un sol asomando entre nubes de perfumes, la deslumbrante custodia, que hacía bajar las cabezas, como si nadie pudiera resistir la fuerza de su brillo.

El poético aparato del culto católico imponíase a la muchedumbre con toda su fuerza sugestiva. Las mujeres llevábanse las manos a los ojos, humedecidos sin saber por qué, y las viejas golpeábanse con furia el pecho, entre suspiros de agonizante, lanzando un «¡Señor, Dios mío!» que hacía volver con inquietud la cabeza a los más próximos.

Caía de los balcones una lluvia de pétalos de rosa, volaba el talco como nube de vidrio molido, estallaban luces de colores en todas las esquinas, y entre el perfume del incienso, el agudo reclamo de las cornetas, la grave lamentación de la música, la melancólica salmodia de los sacerdotes y el infantil balbuceo de las campanillas de plata, avanzaba el palio abrumado por la lluvia de flores, iluminado por el resplandor de incendio de las bengalas; y el sol de oro, mostrándose en medio de tal aparato, enloquecía a la muchedumbre levantina, pronta siempre a entusiasmarse por todo lo que deslumbra, e inconscientemente, lanzando un rugido de asombro, empujábanse unos a otros, como si quisieran coger con sus manos el áureo y sagrado astro, y los soldados que guardaban el palio tenían que empujar rudamente con sus culatas para conservar libre el paso.

«Aquello entusiasmaba, abría el corazón a la esperanza»; y por esto el señor Cuadros, que desde que era tan afortunado en la Bolsa se permitía tener ideas conservadoras, murmuró como un oráculo:

—¡Y aún dicen que no hay fe! Por fortuna, la religión de nuestros padres vive y vivirá siempre. Aquí quisiera ver yo a los impíos. La religión es lo único que puede contener a toda esa gente de abajo.

Los otros bolsistas aprobaban con movimientos de cabeza, y su esposa le miró con asombro y escándalo al mismo tiempo. Sin duda pensaba en Clarita, no pudiendo comprender cómo faltaba a sus deberes un hombre que decía cosas tan sensatas y dignas de respeto.

Tras el palio, la gente admiraba un nuevo grupo de capas de oro, sobre las cuales sobresalía la puntiaguda mitra y el brillante báculo. Después, ajustando sus pasos al compás de la marcha musical, desfilaban los rojos fajines y los portacirios de plata de los concejales; y por fin, con un tránsito obscuro de la luz a la sombra, pasaba la negra masa de la tropa, en la cual los instrumentos de música lanzaban amortiguados destellos y los filos de las bayonetas y los sables brillaban como hilillos de luz.

Cuando ya la procesión había salido de la plaza y la escolta de caballería conmovía el adoquinado con su sordo pataleo, los señores de Cuadros y sus amigos abandonaron los balcones, entrando en el salón, profusamente iluminado.

Las burguesas de exuberantes carnes y respiración angustiosa dejábanse caer en los mullidos sillones, fatigadas por tan largo plantón, mientras las niñas correteaban o volvían como distraídas a los balcones, para ver si en la obscura plaza, perfumada de incienso, permanecía aún el grupito de adoradores.

—Pasen ustedes—decía doña Teresa rodando en torno de sus amigas, que no se decidían a abandonar los asientos—. Hagan ustedes el favor de seguirme. Vamos al comedor; allí hace más fresco.

Todos adivinaban lo que significaba tal invitación. ¡Oh, no señora; muchas gracias! Ellos no podían permitir tantas molestias. Pero las mamas abandonaron, sus asientos perezosamente, estirándose el arrugado cuerpo del vestido de seda; y seguidas por las niñas, fueron al comedor, donde ya estaban el señor Cuadros y sus amigos.

¡Magnífica sorpresa! Todos los años se repetía, y no había nadie entre los invitados que no la esperase. Pero había que repetir la frase sacramental, las excusas de rúbrica, y mientras todos aseguraban que no tenían sed y preguntaban con enfado a los dueños de la casa por qué se molestaban, la lengua, seca por el calor, parecía pegarse al paladar, y los ojos se iban tras las tazas de filete dorado que contenían el humeante chocolate, las anchas copas azules, sobre las cuales erguían los sorbetes sus torcidas monteras rojas o amarillas, y las maqueadas bandejas cubiertas de dulces. Había que resignarse y no hacer un desaire a los señores de la casa. Y a los pocos minutos ya estaban amigablemente en torno de la mesa, con el mantel cubierto de migajas de bizcocho, las jícaras de chocolate vacías y clavando barquillos en las entrañas de los sorbetes.

Doña Manuela hablaba con el señor Cuadros, Teresa la había colocado junto a su marido, con la esperanza de lograr su catequización. Aquella señora, que tanto sabía y tan grande experiencia había adquirido en las miserias matrimoniales, era su única esperanza.

La viuda hablaba con su antiguo dependiente, sonriendo. ¡Cómo había cambiado aquel hombre! Doña Manuela, experta conocedora, notaba en él cierto atrevimiento, como el muchacho que se emancipa de la autoridad maternal y se lanza en plena vida de locuras.

La viuda, siempre sonriente, se asombraba de sus frases de doble sentido, de los guiños picarescos con que acompañaba sus palabras, y hasta le parecía ¡oh poder de la ilusión! que había en su persona un perfume extraño que comenzaba a crispar los nervios de doña Manuela, algo del ambiente de aquella mala piel de la calle del Puerto, que el protector se había traído sin duda a su hogar honrado.

Mientras tanto, Teresa, sin dejar de atender a los convidados y de abrumarles con obsequios, no quitaba los ojos de su marido y de la bondadosa amiga. Doña Manuela experimentaba una profunda conmiseración cada vez que se fijaba en la pobre esposa. ¡Bueno estaba su marido para intentar conversiones! El señor Cuadros era un hombre perdido para siempre, un hambriento que había gustado el fruto prohibido, tras muchos años de vida obscura y laboriosa, sin saber lo que era juventud y trabajando como una bestia de carga. Antes moriría que hallarse saciado. Nada podría adelantar su esposa alejándolo de Clarita. Los calaveras cincuentones resultan terribles por su candidez, y aunque los aíslen, son capaces de enamorarse de la criada de la casa.

Doña Manuela afirmábase aún más en esto al notar lo que ocurría en torno de ella. ¿De quién era aquel pie que debajo de la mesa pisaba el suyo? ¿Qué rodilla era la que tan audazmente acariciaba su falda de seda? Del señor Cuadros, de aquel honrado padre de familia que contestaba a sus palabras con melosos gestos y parecía medirla de arriba abajo con sus ojos encandilados.

¡Pobre Teresa! Tal vez se imaginaba que las palabras de doña Manuela conmovían al descarriado, haciéndole entrar en el camino del arrepentimiento; no adivinaba ni aun remotamente que su marido, por una aberración extraña, en la que entraba por mucho el amor propio, comenzaba a entusiasmarse con la belleza algo marchita de la esposa de su antiguo principal.

La viuda sentíase molestada por tales audacias; agitábase nerviosa en su asiento, pero callaba y seguía sonriendo. Pensaba en que la situación imponía disimulo, y que la amistad del matrimonio Cuadros le era muy necesaria para salvarla en sus apuros de señora en decadencia, acosada por las deudas. Además, el porvenir de su hija, de su Amparito, estaba allí, y la viuda lanzaba una mirada de ansiedad maternal al extremo de la mesa, donde estaba la niña junto a Andresito, recibiendo con gestos de gatita mimosa los dulces y las palabras de su novio.

Tras media hora de sobremesa, se disolvió la reunión. Los hombres iban en busca de sus sombreros y las señoras besuqueábanse al despedirse, murmurando todas el mismo saludo:

—Hasta el año que viene. Que Dios nos conserve a todos la salud, para ver la procesión.

Fueron desfilando todas las familias, y al fin quedaron solas las de Pajares, que esperaban a Juanito o Rafael para que las acompañase a casa.

El señor Cuadros seguía acosando a doña Manuela Ésta se había levantado, huyendo de las audaces intimidades por debajo de la mesa, pero el bolsista la seguía para continuar su conversación. Ahora los dos estaban junto a Teresa, y el marido sólo se permitía frases amables y recuerdos sobre la gran amistad que siempre había unido a las dos familias.

—Los chicos tardarán en venir—dijo don Antonio—. Rafael estará con sus amigos; y en cuanto a Juanito, le atraen obligaciones ineludibles. Me han dicho que ahora tiene novia y está loco por ella. ¡La juventud! ¡Oh, qué gran cosa! Ya conozco yo eso, ¿verdad, Teresa?

Y como si presintiese lo que pensaba su mujer y quisiera apaciguarla de antemano, lanzaba a la obesa señora una mirada de ternura, como un hombre honrado y de costumbres intachables recordando su tranquila luna de miel.

Doña Manuela estaba admirada. Decididamente, la tal Clarita había cambiado a aquel hombre. Era un tuno. Y en vez de indignarse por la crueldad con que mentía e intentaba engañar a su mujer, la viuda comenzaba a encontrarlo simpático, viendo en él como una resurrección de su segundo marido, de aquel doctor calavera al que tanto había amado.

—Si ustedes quieren, las acompañaremos Andresito y yo.

Doña Manuela, animada por un instinto pudoroso, intentó excusarse.

—Sí; Antonio las acompañará—se apresuró a decir Teresa.

Ya la pobre mujer la rogaba con su mirada que aceptase, como si fuese para ella una esperanza que su marido prolongase la conversación con la viuda. ¡Quién sabe cuántas cosas podía decir doña Manuela al marido infiel!

No hubo medio de excusarse. Las de Pajares salieron acompañadas por Andresito y don Antonio, siguiéndolas con su vista ansiosa la crédula Teresa. ¡Dios mío, que se ablandara el corazón de aquel hombre, para que no la martirizase escandalizando a la familia y los amigos!

Abajo, en la cerrada tienda, encontraron a don Eugenio, siempre con la gorrita de seda, el cual acogió con gesto huraño a su antiguo dependiente. Las de Pajares y sus dos acompañantes siguieron por una acera del Mercado. Delante, las dos niñas con Andresito; Concha malhumorada y ceñuda porque en todo el día no había visto al elegante Roberto, y Amparo muy satisfecha de poder lucir un novio, para molestia de su hermana. Detrás, el señor Cuadros dando el brazo a doña Manuela, apretándola intencionadamente el codo sobre su cadera cada vez que soltaba una palabrita atrevida y contoneándose como un invencible conquistador.

Fue algo más que acompañar a las de Pajares lo que hicieron el padre y el hijo. Subieron con ellas, permanecieron de visita más de una hora, cantó Amparito para obsequiar a su futuro suegro, y cuando salieron a la calle, el padre y el hijo marchaban como compañeros unidos fraternalmente por una común empresa.

Sólo habían transcurrido algunos meses, pero estaban ya lejanos para Cuadros aquellos tiempos en que el tendero de costumbres tranquilas y rutinarias se indignaba al saber que su hijo iba a los bailes y le esperaba tras la puerta empuñando fieramente la vara de medir.