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Asclepigenia: 13

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Escena XII

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Dichos, ATENAIS.


ATENAIS ayuda a ASCLEPIGENIA a cuidar a PROCLO, aplicando un pomo de esencias a sus narices.


ATENAIS.- Cálmate. No es nada. Ya vuelve en sí.


ASCLEPIGENIA.- ¡Buen susto me he llevado! ¡Pobrecito mío de mi alma! ¡Qué malo se me puso!


PROCLO.- (Se levanta.) Perdóname, amiga. Ha sido un momento de debilidad. (Reparando en ATENAIS.) ¿Quién es esta gallarda doncella?


ASCLEPIGENIA.- Es Atenais, hija de Leoncio.


PROCLO.- ¡La hija de mi docto e ilustre amigo!... ¡El cielo te bendiga, Atenais!


ASCLEPIGENIA.- ¿Me perdonas, Proclo?


PROCLO.- No hablemos más de lo pasado: olvidémoslo.


ASCLEPIGENIA.- ¿Vivirás conmigo?


PROCLO.- No quiero ni puedo vivir ya sin ti. Tú serás el lucero que ilumine con su faz apacible la melancólica tarde de mi existencia. Estas blancas y suaves manos (las toma entre las suyas) cerrarán con amor mis párpados cuando se junten para dormir el último sueño.


ASCLEPIGENIA.- Contigo no echaré de menos ni la riqueza ni la hermosura corporal... ¿Qué más hermosura, qué más riqueza que el tesoro de tu alma? Si es menester, viviremos en la mayor estrechez. Algo se me estropearán las manos de guisar y de remendarte la ropa. La elegancia, el esmero, el perfume de aristocrática distinción se desvanecerán casi por completo cuando vivamos míseramente. ¿Pero qué importa? Yo poseeré tu alma y tú la mía.


PROCLO.- No ha de ser así. No consentiré que se pierda o que se deteriore ni una chispa ni un átomo de toda esa beldad que te dio Naturaleza y que el Arte ha completado y realzado. Yo ganaré riquezas para ti. Para ti tendré hermosura corporal y juventud lozana.


ASCLEPIGENIA.- No te alucines, Proclo. La juventud que se fue, no vuelve nunca. Venus Urania no te visitó sin motivo. En cuanto a la riqueza, doy por cierto que no ganarás jamás un óbolo con toda tu filosofía, a no ser que apeles al milagro.


PROCLO.- Pues bien: al milagro apelo. Ahora vas a ver quién yo soy. ¡Aquí te quiero, oh Teúrgia! Para algo me has de servir. Hasta ahora, Asclepigenia idolatrada, has poseído en Eumorfo y en Crematurgo hermosura, juventud y riquezas, contingentes, limitadas y caducas. De hoy en adelante vas a poseer la juventud, la hermosura y la riqueza, en absoluto y para siempre. Guardad silencio religioso. Ya empieza el conjuro.


(Profundo silencio. PROCLO, agitando su báculo, traza en el aire círculos y otras figuras mágicas, y murmura entre dientes palabras ininteligibles. Óyese música celestial, lenta y sumisa. En el centro del teatro se va cuajando una brillante y cándida nube, con arreboles de carmín, oro y nácar.)


ASCLEPIGENIA Y ATENAIS.- ¡Qué portento!


PROCLO.- Ocultos en esa nube tienes ya, a tus órdenes y para tu servicio, en reemplazo de Eumorfo y de Crematurgo, al flechero Apolo, al más elegante y bonito de los dioses, y al hijo de Jasión y de Ceres, al ciego Pluto, dispensador de las riquezas. ¿Quieres que salgan con séquito de musas, gracias, ninfas y genios, o que salgan solos?


ASCLEPIGENIA.- Que salgan solos. Ya les iré pidiendo, en la sazón conveniente, todo aquello que se me ocurra.


PROCLO.- ¡Apareced, dioses!


(Se abre la nube, y salen de ella, con mucha luz de Bengala, Pluto, cojo, ciego y alado, y Apolo, muy bizarro y airoso, con manto de púrpura, corona de laurel y lira en mano.)


PROCLO.- ¿Qué más tienes que pedir?


ASCLEPIGENIA.- Nada. Yo me contentaba con tu amor.


PROCLO.- Recapacita, sin embargo, si algo te falta.


ASCLEPIGENIA.- Si no me motejases de sobrado pedigüeña y exigente, aún te pediría una cosa.


PROCLO.- ¿Cuál?


ASCLEPIGENIA.- Que te laves.


PROCLO.- Me lavaré.


ATENAIS.- Ya eres dichosa. Posees ciencia, hermosura, juventud, riqueza y hasta aseo. Yo, desvalida y menesterosa, lejos de envidiarte, me regocijo.


PROCLO.- El cielo te premiará, generosa Atenais. Yo, que estoy ahora inspirado, leo en el porvenir tu egregio destino. El joven Teodosio, a quien educa muy bien su hermana Pulqueria, a fin de que brille en el trono imperial, se casará contigo. Así serás Emperatriz de Oriente. Serás feliz y poderosa sin acudir a la magia; pero tendrás que hacerte cristiana. Por último, para que nuestra gloria y nuestra felicidad sean más estupendas y vividoras, después que pasen trece o catorce siglos, contando desde el día de la fecha, aparecerá en la risueña y fértil Bética, cuna de la dinastía reinante y patria de tu abuelo político el Gran Teodosio y de otra infinidad de personas eminentísimas, cierto escritor ingenioso y verídico, el cual ha de componer sobre los sucesos de esta noche un diálogo, donde trate de competir con el divino Platón en lo elevado y grave, y con el satírico Luciano en lo chistoso y alegre.


ATENAIS.- Mucho me he de holgar si tus vaticinios se cumplen.


ASCLEPIGENIA.- Y yo también. Temo, sin embargo, que ese diálogo que Proclo anuncia, sea una extravagancia sin amenidad y sin viveza, donde nosotros figuremos, no como seres reales, sino como personajes alegóricos; donde Proclo y yo representemos la antigua poesía sensual y corrompida y el antiguo saber agotado, desesperado y estéril, que para seguir viviendo juntos se entregan a brujerías y supersticiones.


ATENAIS.- Si esa alegoría puede tener alguna aplicación cuando el diálogo se escriba, tal vez interese el diálogo.


ASCLEPIGENIA.- Suceda lo que suceda, no debe importarnos mucho. Allá se las haya el autor. Nosotros cinco, mortales y dioses, vámonos al triclinio, donde tengo preparada una suculenta y bien condimentada cena.


MORTALES Y DIOSES.- Vámonos a cenar.



Madrid, 1878.