Atalaya de la vida humana/Libro III/I

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Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
I
II

I

Donde refiere todo el resto de su mala vida, desde que a España volvió hasta que fue condenado a las galeras y estuvo en ellas

Despedido Guzmán de Alfarache del capitán Favelo, diciéndole ir a Sevilla, se fue a Zaragoza, donde vio el arancel de los necios

Cuando con algún fin quiere acreditar alguno su mentira, para traer a su propósito testigos, busca una fuente, lago, piedra, metal, árbol o yerba con quien la prueba, y luego alega que lo dicen los naturales. Desta manera se les han levantado millares de testimonios. Él es el que miente y cárgaselo a ellos. Yo aquí haré al revés, porque no mintiendo diré su mentira, y no porque yo afirme que lo sea, sino porque lo parece, y debe de ser verdad, pues Apolonio Tianeo lo toma por su cuenta y dice haber visto una piedra, que llaman pantaura, reina de todas las piedras, en quien obra el sol con tanta virtud, que tiene todas aquellas que tienen todas las piedras del mundo, haciendo sus mismos efectos. Y de la manera que la piedra imán atrae a sí el acero, esta pantaura trae todas las otras piedras, preservando de todo mortal veneno a quien consigo la tiene.

Con ésta se pudiera bien comp[a]rar la riqueza, pues hallarán en ella cuantas virtudes tienen las cosas todas. Todas las atrae a sí, preservando de todo veneno a quien la poseyere. Todo lo hace y obra. Es ferocísima bestia. Todo lo vence, tropella y manda, la tierra y lo contenido en ella. Con la riqueza se doman los ferocísimos animales. No se le resiste pece grande ni pequeño [en] los cóncavos de las peñas debajo del agua, ni le huyen las aves de más ligerísimo vuelo. Desentraña lo más profundo, sobre que hacen estribo los montes altísimos, y saca secas las imperceptibles arenas que cubre la mar en su más profundo piélago. ¿Qué alturas no allanó? ¿Cuáles dificultades no venció? ¿Qué imposibles no facilitó? ¿En qué peligros le faltó seguridad? ¿A cuáles adversidades no halló remedio? ¿Qué deseó que no alcanzase o qué ley hizo que no se obedeciese? Y siendo como es un tan po[n]zoñoso veneno, que no sólo, como el basilisco, siendo mirado, mata los cuerpos, empero con sólo el deseo, siendo cudiciada, infierna las almas; es juntamente con esto atriaca de sus mismos daños: en ella está su contraveneno, si como de condito eficaz quisieren aprovecharse della.

La riqueza de suyo y en sí no tiene honra, ciencia, poder, valor ni otro bien, pena ni gloria, más de aquella para que cada uno la encamina. Es como el camaleón, que toma la color de aquella cosa sobre que se asienta. O como la naturaleza del agua del lago Feneo, de quien dicen los de Arcadia que quien la bebe de noche enferma, y sana si la bebe después del sol salidos. Quien hubiere adolecido atesorando de noche secretamente con cargo de su conciencia, en saliendo la luz del sol, conocimiento verdadero de su pecado, será sano.

Ni se condena el rico ni se salva el pobre por ser el uno pobre y el otro rico, sino por el uso dello. Que si el rico atesora y el pobre codicia, ni el rico es rico ni el pobre, pobre, y se condenan ambos. Aquella se podrá llamar suma y verdadera riqueza, que poseída se desprecia, que sólo sirve al remedio de necesidades, que se comunica con los buenos y se reparte por los amigos. Lo mejor y más que tienen es lo que menos dellas tienen, por ser tan ocasionadas en los hombres. Ellas de suyo son dulces y golosos ellos: la manzana corre peligro en las puyas del erizo.

La Providencia divina, para bien mayor nuestro, habiendo de repartir sus dones, no cargándolos todos a una banda, los fue distribuyendo en diferentes modos y personas, para que se salvasen todos. Hizo poderosos y necesitados. A ricos dio los bienes temporales y los espirituales a los pobres. Porque, distribuyendo el rico su riqueza con el pobre, de allí comprase la gracia y, quedando ambos iguales, igualmente ganasen el cielo. Con llave dorada se abre, también hay ganzúas para él. Pero no por sólo más tener se podrá más merecer; sino por más despreciar. Que sin comparación es mucho mayor la riqueza del pobre contento, que la del rico sediento. El que no la quiere, aquese la tiene, a ese le sobra y solo él podrá llamarse rico, sabio y honrado. Y si el cuerdo echase la cuerda y quisiese medir lo que ha menester con lo que tiene, nuestra naturaleza con poco se contenta y mucho le sobraría; empero, si como loco alarga la soga y quiere abrazar lo que tiene con lo que desea, hincha Dios esa medida, que con cuanto el mundo tiene será pobre. Para el de mal contento es todo poco; mucho le faltará, por mucho que tenga. Nunca el ojo del codicioso dirá, como no lo dicen la mar y el infierno: «Ya me basta.» Rico y prudente serías cuando tan concertado fueses que quien te conociese se admirase de lo poco que tienes y mucho que gastas, y no causase admiración en ti lo poco que puedes y lo mucho que otros tienen.

Vesme aquí ya rico, muy rico y en España; pero peor que primero. Que, si la pobreza me hizo atrevido, la riqueza me puso confiado. Si me quisiera contentar y supiera gobernar, no me pudiera faltar; empero, como no hice uno ni supe otro, por el dinero puse a peligro el cuerpo y en riesgo el alma. Nunca me contenté, nada me quietó; como no lo trabajaba, fácilmente lo perdía: era como la rueda de la zacaya, siempre henchía y luego vaciaba. Estimábalo en poco y guardábalo menos, empleándolo siempre mal. Era dinero de sangre: gastábalo en sepulturas para cuerpos muertos, en obras muertas y mundanos vicios. En tal vino a parar, pues ello se fue con la facilidad que se vino. Perdílo y perdíme, como lo verás adelante. Huyendo del mal que me pudiera suceder, salí de Barcelona por sendas y veredas, de lugar en lugar y de trocha en trocha. Dije que caminaba para Sevilla. Di escusas, inventé votos y mentiras, no más de para desmentir espías y que de mí no se supiese ni por el rastro me hallasen. Las mulas eran mías, el criado nuevo y bozal en mis mañas. Íbame por donde quería, según me lo pidía el gusto y primero se me antojaba; «hoy aquí, mañana en Francia», sin parar en alguna parte, y siempre trocando de vestidos, pues a parte no llegué donde lo pudiese diferenciar, que no lo hiciese: que todo era cien escudos más o menos.

Desta manera caminé por aquella tierra toda hasta venir a dar en Zaragoza con mi persona. Que no me dio pequeño contento aportar en aquella ciudad tan principal y generosa. Como la mocedad instimulaba y el dinero sobraba y las damas della incitaban, me fui deteniendo allí algunos días. Que todos y muchos más fueran muy pocos para considerar y gozar de su grandeza.

Tan hermosos y fuertes edificios, tan buen gobierno, tanta provisión, tan de buen precio todo, que casi daba de sí un olor de Italia. En sola una cosa la hallé muy estraña y a mi parecer por entonces a la primera vista muy terrible. Hízoseme dura de digerir y más de poderse sufrir, porque no sabía la causa. Y fue ver cómo, conociendo los hombres la condición de las mujeres, que muy pequeña ocasión les basta para hacer de sus antojos leyes, formando de sombras cuerpos, las quisiesen obligar a que, perdiendo el decoro y respeto que a sus defuntos maridos deben, las dejen ellos puestas de pies en la ocasión o en el despeñadero, de donde a muchas les hacen saltar por fuerza.

Íbame paseando por una espaciosa calle, que llaman el Coso, no mal puesto ni poco picado de una hermosa viuda, moza y al parecer de calidad y rica. Estúvela mirando y estúvose queda. Bien conoció mi cuidado; mas no se dio por entendida ni hizo algún semblante, como si yo no fuera ni allí ella estuviera. Dile más vueltas que da un rocín de anoria, que no somos menos los que solicitamos locuras tales; empero ni ella se mostra[b]a esquiva o desgraciada ni yo le hablé palabra, hasta que a mi parecer, enfadada de verme necio de tan callado, creo diría entre sí: «¿Quién será este tan pintado pandero, que me ha tenido a terrero de puntería dos horas y no ha disparado ni aun abierto la boca?»

Quitóse de allí. Aguardé que volviese a salir, con determinación de perder un virote, para emendar el avieso; empero ¡a esotra puerta! Fuime a la posada y preguntéle al huésped, a el descuido y dándole señas, quién sería o si la conocía, y respondióme:

-Aquesa señora es una viuda, no una, sino muchas veces muy hermosa.

Quise saber en qué modo, y díjome:

-Tiene muchas hermosuras, que cualquiera bastaba en otra. Es hermosa de su rostro, como por él se deja ver. Eslo también de linaje, por ser de lo mejor de aquesta ciudad. También lo es en riqueza, por haberle quedado mucha suya y de su marido. Y sobre toda hermosura es la de su discreción.

Vi tan llena la medida, que luego temí que había de verter y dije a el huésped:

-¿Cómo sus deudos consienten, si tan principal es, que una señora, y tal, esté con tanto riesgo? Porque juventud, hermosura, riqueza y libertad nunca la podrán llevar por buenas estaciones. ¡Cuánto mejor sería hacerla volver a casar que consentirle viudez en estado tan peligroso!

Y díjome:

-No lo puede hacer sin grande pérdida, pues el día que segundare de matrimonio, perderá la hacienda que de su marido goza, que no es poca, y siendo viuda, será siempre usufrutuaria de toda.

Entonces dije:

-¡Oh dura gravamen! ¡Oh rigurosa cláusula! ¡Cuánto mejor le fuera hacer con esa señora y otras tales lo que algunos y muchos acostumbran en Italia, que, cuando mueren, les dejan una manda generosa, disponiendo que aquello se dé a su mujer el día que se casare, que para eso se lo deja, sólo a fin que codiciosas della tomen estado y saquen su honor de peligro.

Fuelo apretando más en esto y díjome:

-Señor caballero, ¿no ha oído decir Vuestra Merced: «en cada tierra su uso»? Aquesto corre aquí, como esotro en Italia. Cada cuerdo en su casa sabe más que el loco en el ajena.

Volvíle a decir:

-Si acá no hay más ley de aquesa y se dejan gobernar de las de «yo me entiendo», no las apruebo; que por eso también se dijo: «Al mal uso, quebrarle la pierna.» La ley santa, buena y justa se debe fundar sobre razón.

-Esa me parece a mí que la diera muy bien quien supiera della más que yo -me respondió el huésped-; empero la que a mí me parece tener alguna fuerza, que debió mover los ánimos, no fue que la viuda no se casase, mas que siendo viuda no viviese necesitada, y quitarles la ocasión que por el no tener faltasen a su obligación y el usar mal de lo que se instituyó para bien. La culpa es dellas y la pena dellos.

El hombre no me satisfizo. Hice luego discurso, pensando lo que son mujeres, que, si por mal se llevan, son malas; y si por bien, peores y de ninguna manera se dejan conocer. Son el mal y el bien de su casa. Corriendo trompican y andando caen. Su nombre traen consigo: mujer, de mole, por ser blanda, ecepto de condición. Figuráronseme -y perdónenme la humilde comparación- como la paja, que, si en el campo en su natural y en los pajares la dejan, se conserva con el agua y con los vientos; empero, si en algún aposento quieren estrecharla, rompe las paredes. No han de sacar della más de aquel zumo que quisiere dar de sí, como la naranja, o ha de amargar sin ser de provecho. No saben tener medio en lo que tratan y menos en amar o aborrecer, ni lo tuvieron jamás en pedir y desear. Siempre les parece poco lo mucho que reciben y mucho lo poco que dan. Son por lo general avarientas.

Empero con todas estas faltas, desdichada de la casa donde sus faldas faltan. Donde no hay chapines, no hay cosa bien puesta, comida sazonada ni mesa bien aseada. Como el aliento humano sustenta los edificios, que no vengan en ruina y caigan, así la huella de la mujer concertada sustenta la hacienda y la multiplica. Y como el tocino hace la olla y el hombre la plaza, la mujer, la casa.

No es aqueste lugar para tratar sus virtudes; vengo a las mías, que aquel tiempo eran más que las del tabaco. Estúveme un rato entreteniendo con el huésped, que me hacía relación de muchas cosas de aquella ciudad, sus previlegios y libertades, de que iba tan gustoso y tenía tan suspendido con su buena plática, que no me hacía falta otro buen entretenimiento. ¡Mis pecados, que lo hicieron!

Yo había salido de la mar con un grande romadizo y no se me había quitado. Saqué de la faltriquera un lienzo para sonarme las narices y, cuando lo bajé, mirélo, como suele ser general costumbre de los hombres. El traidor del huésped, como era decidor y gracioso, díjome luego:

-Señor, señor, huya, huya, escóndase presto.

Pobre de mí, pues, como estaba ciscado, a cada paso parecía que me ponían a los cuatro vientos. Apenas me lo dijo, cuando en dos brincos me puse tras de una cortina de la cama. Él, que no sabía mi malicia, parecióle aquello inocencia y riéndose me volvió a decir:

-No tiene gota en los pies. A fe que es bien ligero. Salga Vuestra Merced acá. Quiso Dios que no fue nada. Ya es ido. Bien puede salir seguro.

Salí de allí sin color, el rostro ya difunto. Maravíllome mucho, según mi temor y turbación, con semejante susto cómo no me arronjé por las ventanas a la calle. Salí perdido y aun casi corrido; empero procurélo disimular, por no levantar alguna polvareda que no me viniese a cuento. Preguntéle qué había sido aquello, y díjome:

-Sosiéguese Vuestra Merced y mándeme dar luego un par de sueldos.

Dile un real en los aires y, como lo vi sosegado, riéndose con mucho espacio, le volví a preguntar para qué lo había pedido y qué había pasado. Él, entonando más la risa, el rostro alegre, me dijo:

-Yo, señor, tengo aquí una procuración, sostituida de los administradores del hospital, para cobrar cierto derecho de los que a mi posada vienen y lo deben. De aquí adelante podrá Vuestra Merced andar por todo el mundo con mi cédula, sin que se le haga más molestia ni le pidan otra cosa. Con este real está ya hecho pago de la entrada y tiene licencia para la salida.

Cuando esto me decía, estaba yo de lo pasado y con lo presente tan confuso, que se me pudiera decir lo que a cierta señora hijadalgo notoria que, habiendo casado con un cristiano nuevo, por ser muy rico y ella pobre, viéndose preñada y afligida como primeriza, hablando con otra señora, su amiga, le dijo: «En verdad que me hallo tal, que no sé lo que me diga; en mi vida me vide tan judía.» Entonces la otra señora con quien hablaba le respondió: «No se maraville Vuestra Merced, que trae el judío metido en el cuerpo.»

A fe que yo estaba de manera entonces, que, si la risa y trisca del huésped no me sacara presto de la duda, creo que allí me cayera muerto. Alentóme su aliento, alegróme su alegría y, viéndolo tan de trisca, le dije:

-Ya cuerpo de mí, pues tengo pagada la pena, quiero saber cuál fue mi culpa, que habrá sido rigurosa sentencia de juez condenarme por el cargo que nunca me hizo ni me recibió descargo. Que aún podría ser que, oídas las partes, me volviesen mi dinero. Y si acaso pequé, razón será saber en qué, para poder adelante corregirme.

-Por parecerme Vuestra Merced caballero principal y discreto, le quiero leer el arancel que aquí tengo para la cobranza de las penas con que son castigados los que incurren en ellas. El real es de la entrada para el muñidor. Espere Vuestra Merced un poco, en cuanto vuelvo con él.

Fuese y trujo consigo un libro grande, que dijo ser donde asentaba las entradas de los hermanos, y sacando dél unos pliegos de papel, que tenía sueltos, comenzóme a leer unas ordenanzas, de las cuales diré algunas que me quedaron en la memoria, con protestación que hago de poner después con ellas las que más me fueren ocurriendo, y decían así:

ARANCEL DE NECEDADES

«Nós, la Razón, absoluto señor, no conociendo superior para la reformación y reparo de costumbres, contra la perversa necedad y su porfía, que tanto se arraiga y multiplica en daño notorio nuestro y de todo el género humano; para evitar mayores daños, que la corrupción de tan peligroso cáncer no pase adelante, acordamos y mandamos dar y dimos estas nuestras leyes a todos los nacidos y que adelante sucedieren, por vía de hermandad y junta para que como tales y por Nós establecidas, las guarden y cumplan en todo y por todo, según aquí se contiene y so la pena dellas.

»Otrosí, porque lo que primero se debe y conviene prevenir para la buena expedición y ejecución de justicia son oficiales de legalidad y confianza, tales cuales convenga para negocio tan importante y grave, nombramos y señalamos por jueces a la Buena Policía, Curiosidad y Solicitud, nuestros legados, para que, como Nós y representando nuestra persona misma, puedan administrar justicia, mandando prender, soltando y castigando, según hallaren por derecho. Y Nós desde aquí señalamos por hermanos mayores desta liga los que fueren celosos, cada uno en su lugar y el que lo fuere más que los otros. Nuestro fiscal será la Diligencia y el muñidor la Fama.

»Primeramente, a los que fueren andando y hablando por la calle consigo mesmos y a solas o en su casa lo hicieren, los condenamos a tres meses de necios, dentro de los cuales mandamos que se abstengan y reformen, y, no lo haciendo, les volvemos a dar cumplimiento a tres términos perentorios, dentro de los cuales traigan certificación de su emmienda, pena de ser tenidos por precitos. Y mandamos a los hermanos mayores los tengan por encomendados.

»Los que paseándose por alguna pieza ladrillada o losas de la calle fueren asentando los pies por las hiladas o ladrillos y por el orden dellos, que, si con cuidado hicieren, los condenamos en la misma pena.

»Los que, yendo por la calle, por debajo de la capa sacaren la mano y fueren tocando con ella por las paredes, admítense por hermanos y se les conceden seis meses de aprobación, en que se les manda se reformen, y si lo hicieren costumbre, luego el hermano mayor les dé su túnica y las demás insignias, para ser tenidos por profesos.

»Los que jugando a los bolos, cuando acaso se les tuerce la bola, tuercen el cuerpo juntamente, pareciéndoles que, así como ellos lo hacen lo hará ella, en su pecado morirán: declarámoslos por hermanos ya profesos. Y lo mismo mandamos entenderse con los que semejantes visajes hacen, derribándose alguna cosa. Y con los que llevando máxcaras de matachines o semejantes figuras van por dentro dellas haciendo gestos, como si real y verdaderamente les pareciese que son vistos hacerlos por fuera, no lo siendo. Y con los que los contrahacen sin sentir lo que hacen o, cortando con algunas malas tijeras o trabajando con otro algún instrumento, tuercen la boca, sacan la lengua y hacen visajes tales.

»Los que cuando esperan a el criado habiéndolo enviado fuera, si acaso se tarda, se ponen a las puertas y ventanas, pareciéndoles que con aquello se darán más priesa y llegarán más presto, los condenamos a que se retraten, reconosciendo su culpa, so pena que no lo haciendo se procederá contra ellos como se hallare por derecho.

»Los que brujulean los naipes con mucho espacio, sabiendo cierto que no por aquello se les han de pintar o despintar de otra manera que como les vinieron a las manos, los condenamos a lo mesmo. Y por causas que a ello nos mueven, se les da licencia que, sin que incurran en otra pena, sigan su costumbre, con tal condición, que cada vez que viere a el hermano mayor o pasare por su puerta, haga reconocimiento con descubrirse la cabeza.

»Los que cuando están subidos en alto escupen abajo, ya sea por ver si está el edificio a plomo, ya para si aciertan con la saliva en alguna parte que señalan con la vista, los condenamos a que se retraten y reformen dentro de un breve término, pena de ser habidos por profesos.

»Los que yendo caminando preguntan a los pasajeros cuánto queda hasta la venta o si está lejos el pueblo, por parecerles que con aquello llegarán más presto, los condenamos en aquella misma pena, dándoles por penitencia la del camino y la que van haciendo con los mozos de las mulas y venteros. Lo cual se ha de entender teniendo firme propósito de la emmienda.

»Los que orinando hacen señales con la orina, pintando en las paredes o dibujando en el suelo, ya sea orinando a hoyuelo, se les manda no lo hagan, pena que, si perseveraren, serán castigados de su juez y entregados a el hermano mayor.

»Los que cuando el reloj toca, dejando de contar la hora, preguntan las que da, siéndoles más decente y fácil el contarlas, lo cual procede las más veces de humor colérico abundante, mandamos a los tales que tenga[n] mucha cuenta con su salud y, siendo pobres, que el hermano mayor los mande recoger al hospital, donde sean preparados con algunas guindas o naranjas agrias, porque corren riesgo de ser muy presto modorros.

»Los que, habiendo poco que comer y muchos comedores, por hablar se divierten a contar cuentos, gustando más de ser tenidos por lenguaces, decidores y graciosos, que de quedarse hambrientos, por ser tintos en lana y batanados, los remitimos con los incurables y mandamos que se tenga mucha cuenta con ellos, porque están en siete grados y falta muy poco para ser necesario recogerlos.

»Los que por ser avarientos o por otra cualquier causa o razón que sea, como [no] nazca de fuerza o necesidad -que no se deben guardar leyes en los tales casos-, cuando van a la plaza, compran de lo más malo, por más barato, como si no fuese más caro un médico, un boticario y barbero todo el año en casa, curando las enfermedades que los malos mantenimientos causan, condenámo[s]los en desgracia general de sí mismos, declarándolos, como los declaramos, por profesos, y les mandamos no lo hagan o que serán por ello castigados de los curas, del sacristán y sepolturero de su parroquia, más o menos, conforme a el daño causado de su necedad.

»Los que las noches del verano y algunas en el invierno se ponen con mucho espacio, ya sea en sus corredores y patios, ensillados, ya en ventanas o en otras algunas partes, enfrenados, y de las nubes del aire fueren formando figuras de sierpes, de leones y otros animales, los declaramos por hermanos; empero, si aquel entretenimiento lo hicieren para dar en sus casas lugar o tiempo a lo que algunos acostumbran por sus intereses, para ver el signo de Tauro, Aries y Capricornio, lo cual es torpísimo caso y feo, condenámoslos a que, siendo tenidos por tales hermanos, no gocen de los previlegios dellos, no los admitan en sus cabildos ni se les dé cera el día de su fiesta.

»Los que llevando zapatos negros o blancos, ya sean de terciopelo de color, para quitarles el polvo que llevan o darles lustre, lo hicieren con la capa, como si no fuese más noble y de mejor condición y costosa y, por limpiarlos a ellos, la dejan a ella sucia y polvorosa, los condenamos por necios de vaqueta y, siendo nobles, por de terciopelo de dos pelos, fondo en tonto.

»Los que habiéndose pasado algunos días que no han visto a sus conocidos, cuando acaso se hallan juntos en alguna parte, se dicen el uno a el otro: '¿Vivo está Vuestra Merced?' '¿Vuestra Merced en la tierra?', no obstante que sea encarecimiento, los nombramos por hermanos, pues tienen otras más proprias maneras de hablar, sin preguntar si está en la tierra o vivo el que nunca fue a el cielo y está presente, y les mandamos poner a los tales una señal admirativa y que no anden sin ella por el tiempo de nuestra voluntad.

»Los que, después de oída misa y cuando rezan las avemarías, a la campana de alzar o en otra cualquier hora que en la iglesia se hace señal, en acabando sus oraciones, dicen: 'Beso las manos a Vuestra Merced', aunque se suponga ser en rendimiento de gracias, habiendo dado la cabeza dellos los buenos días o noches, los condenamos por hermanos, y les mandamos que abjuren, a pena de la que siempre traerán consigo, siendo señalados con su necedad, pues en más estiman un 'beso las manos' falso y mentiroso -que ni se las besan ni se las besarían, aunque los viesen obispos, y más las de algunos que las tienen llenas de sarna o lepra, y otros con unas uñas caireladas, que ponen asco mirarlas-, que un 'Dios os dé buenas noches' o 'buenos días'. Y lo mismo les mandamos a los que responden con esta salva cuando estornuda el otro, pudiéndole decir: 'Dios os dé salud'.

»Los que buscando a uno en su casa y preguntando por él, se les ha respondido no estar en ella y haber ido fuera, vuelven a preguntar: '¿Pues ha salido ya?', dámoslos por condenados en rebeldes contumaces, pues repiten a la pregunta que ya les tienen satisfecha.

»Los que habiéndose llevado medio pie o, por mejor decir, los dedos dél en un canto y con mucha flema, llenos de cólera, vuelven a mirarlo de mucho espacio, los condenamos en la misma pena y les mandamos que la quiten o no la miren, pena que se les agravará con otras mayores.

»Los que sonándose las narices, en bajando el lienzo lo miran con mucho espacio, como si les hubiese salido perlas dellas y las quisiesen poner en cobro, condenámoslos por hermanos y que cada vez que incurrieren en ello den una limosna para el hospital de los incurables, porque nunca falte quien otro tanto por ellos haga.»

Cuando aquí llegó, me pareció que sólo le faltó la campanilla. Diome tanta risa y el papel era tan largo, que no le dejé pasar adelante y preguntéle:

-Ya, señor huésped, que me ha hecho amistad en avisarme para saber corregirme, dígame agora: ese hospital que dice, ¿dónde está, quién lo administra o qué renta tiene?

Respondióme:

-Señor, como son los enfermos tantos y el hospital era incapaz y pobre, viendo ser los sanos pocos y los enfermos muchos, acordóse que trocasen las estancias, y así es ya todo el mundo enfermería.

-Pues los discretos y cuerdos -le pregunté-, ¿dónde tendrán alojamiento que puedan estar seguros del contagio?

A esto me respondió:

-Uno solo se dice que sea sólo el que no ha enfermado; pero hasta este día no se ha podido saber quién sea. Cada cual piensa de sí que lo es; mas no para que los más estén satisfechos dello. Lo que por nueva cierta puedo dar es que dicen haberse hallado un grandísimo ingeniero, el cual se ofrece a meter en un huevo a cuantos deste mal de todo punto se hubieren hallado limpios y que juntamente con sus personas meterá sus haciendas, heredamientos y rentas y que andarán tan anchos y holgados, que apenas vendrán a juntarse los unos con los otros.

Ya no lo pude sufrir y dije:

-Malicia es ésa y no menos grande que la casa de los necios.

Empero, bien considerado, conocí su verdad, viendo que somos hombres y que todos pecamos en Adán. La conversación pasara más adelante y el arancel se acabara de leer si la noche no viniera tan apriesa. Porque me picaba mucho la viuda y quería dar una vuelta, para ver qué mundo corría por aquellos barrios. Empero, dejando para el siguiente día lo que aquél no dio lugar, pedí un vestidillo galán que tenía y, mi espada debajo del brazo, salí por la ciudad a buscar mis aventuras.

Íbame paseando por la calle muy descuidado que hubiera quien ganármela pudiese, aunque le diera siete a ocho, y al trasponer de una esquina, en unas encrucijadas, encontréme con dos mozuelas, de muy buen talle la una, y la otra parecía su criada. Lleguéme a ellas y no me huyeron. Detúvelas y paráronse. Comencé a trabar conversación y sustentáronla con tanto desenfado y cortesanía que me tenían suspenso. A cuanto a la señora le dije me tuvo los envites, no perdiéndome surco ni dejándome carta sin envite. Comencéme a querer desvolverme de manos, y como a lo melindroso hacía la hembra que se defendía; empero de tal manera, con tal industria, buena maña y grande sutileza que, cuanto en muy breve espacio truje ocupadas las manos por su rostro y pechos, ella con las suyas no holgaba. Que, metiéndolas por mis faltriqueras, me sacó lo poco que llevaba en ellas. Con aquel encendimiento no lo sentí ni me fuera posible, aun en caso que fuera con cuidado. Porque nunca en tales tiempos hay memoria ni entendimiento; sólo se ocupa la voluntad.

Ella, en el mismo punto, cuando tuvo su hacienda hecha y sacándome importancia hasta cien reales, dijo:

-Mira, hermanito, déjame agora, por tu vida, y haz lo que te dijere, por amor de mí. Aguárdame a la vuelta desta calle por donde venimos, que la segunda casa es la mía. No vamos más de por una poca de labor a una casa cerca de aquí y al momento seré contigo. Luego volveremos y entrarás en mi casa, que no estamos más de yo y mi criada solas, y verás cómo te sirvo de la manera que mandares, y oirásme cantar y tañer, de manera que digas que no has visto mejores manos en tu vida en una tecla. Ponte aquí a esta vuelta, para que no te sientan ir comigo, que aún soy mujer casada y de buena opinión en el pueblo. No querría perderla; pero parécesme de tal calidad, que cualquiera cosa se puede arriscar por ti.

Creíla todo cuanto me dijo; por tan cierto lo tuve, como en las manos. Hice lo que me mandó; púseme tras la esquina y desde las ocho y media de la noche hasta las once dadas no me quité del puesto, paseando. Todo se me antojaban bultos y que venían; mas así me pudiera estar hasta este día, que nunca más volvió. Cuando ya vi ser tarde, sospeché que tendría su galán y que, habiendo ido a su casa, no la dejaría volver. Culpábala y no mucho, que lo mismo me hiciera yo, si por mis puertas entrara. Vi que no había sido más en su mano, y dije: «'Aún serán buenas mangas después de Pascua'. Esto aquí nos lo tenemos y cierto está. Un día viene tras otro.» Dejéle señalada la puerta y pasé con mi estación adelante, donde me llevaban los deseos. Cuando allá llegué, todo estaba muy sosegado, que ni memoria de persona parecía por toda la calle ni en puerta o ventana.

Estuve mirando y asechando por una parte y otra. Di vueltas, hice ruido, tosí, desgarré; mas como si no fuera. Ya después de buen rato, cuando cansado de pasear y esperar me quise volver a la posada, desesperado de cosa que bien me sucediese, salió a una ventana pequeña un bulto, a el parecer y en la habla de mujer, cuyo rostro no vi ni, cuando lo viera, pudiera dar fe dél, por hacer tan oscuro. Comencéle a decir mocedades -o necedades, que no eran ellas menos- y díjome no ser ella con quien yo pensaba que hablaba, sino criada suya, fregona de las ollas. Sea quien hubiere sido, tan bien hablaba, de tal manera me iba entreteniendo, que me olvidé por más de dos horas, pareciéndome un solo momento.

Veis aquí, si no lo habéis por enojo, cuando a cabo de rato sale un gozque de Bercebut, que debía de ser de alguna casa por allí cerca, y comenzónos a dar tal batería, que no me fue posible oír ni entender más alguna palabra. La ventana estaba bien alta, la mujer hablaba paso, corría un poco de fresco. Tanto ladraba el gozque y tal estruendo hacía, que, pensándolo remediar, busqué con los pies una piedra que tirarle y, no hallándola, bajé los ojos y devisé por junto de la pared un bulto pequeño y negro. Creí ser algún guijarro. Asílo de presto; empero no era guijarro ni cosa tan dura. Sentíme lisiada la mano. Quísela sacudir y dime con las uñas en la pared. Corrí con el dolor con ellas a la boca y pesóme de haberlo hecho. No me vagaba escupir. Acudí a la faltriquera con esotra mano para sacar un lienzo; empero ni aun lienzo le hallé. Sentíme tan corrido de que la mozuela me hubiese burlado, tan mohíno de haberme así embarrado, que, si los ojos me saltaban del rostro con la cólera, las tripas me salían por la boca con el asco.

Quería lanzar cuanto en el cuerpo tenía, como mujer con mal de madre. Tanto ruido hice, tanto dio el perro en perseguirme, que a la mujer le fue forzoso recogerse y cerrar su ventana y a mí buscar adonde lavarme. Arrastré los dedos por las paredes como más pude y mejor supe. Fuime con mucho enojo a la posada, con determinación de volver la noche siguiente a los mismos pasos, por si acaso pudiera encontrarme con aquella buena dueña que nos vendió el galgo.