Atalaya de la vida humana/Libro III/VI

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Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
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Llegaron a Sevilla Guzmán de Alfarache y su mujer. Halla Guzmán a su madre ya muy vieja, vásele su mujer a Italia con un capitán de galera, dejándolo solo y pobre. Vuelve a hurtar como solía

Como los que se escapan de algún grave peligro, que pensando en él siempre aún les parece no verse libres, me acuerdo muchas veces y nunca se me olvida mi mala vida -y más la del discurso pasado-, el mal estado, poca honra, falta de respeto que tuve a Dios todo aquel tiempo que seguí tan malos pasos. Admirándome de mí, que fuese tan bruto y más que el mayor de los hombres, pues ninguno de todos los criados en la tierra permitieran lo que yo: haciendo caudal de la torpeza de mi mujer, poniéndola en la ocasión, dándole tácita licencia y aun expresamente mandándole ser mala, pues le pedía la comida, el vestido y sustento de la casa, estándome yo holgando y lomienhiesto. ¡Terrible caso es y que pensase yo de mí ser hombre de bien o que tenía honra, estando tan lejos della y falto del verdadero bien! ¡Que por tener para jugar seis escudos, quisiese manchar los de mis armas y nobleza, perdiendo lo más dificultoso de ganar, que es el nombre y la opinión! ¡Que, profanando un tan santo sacramento, usase de manera dél que, habiendo de ser el medio para mi salvación, lo hiciese camino del infierno, por sólo tener una desventurada comida o por un triste vestido! ¡Que me pusiese a peligro que a espalda vuelta y aun rostro a rostro, me lo pudiesen dar por afrenta, obligándome a perder por ello la vida!
Que un hombre no pueda más, que lo sepa y disimule, o por el mucho amor o por el mucho dolor o por no dar otra campanada mayor, no me admira. Y no solamente pudiera no ser esto vicio; mas virtud y mérito, no consintiéndolo ni dando favor o entrada para ello. Mas que, como yo, no sólo gustaba dello, mas que, si necesario era, les echaba, como dicen, la capa encima, no sé si estaba ciego, si loco, si enhechizado, pues no lo consideraba, o cómo, si lo consideré, no le puse remedio, antes lo favorecía. ¡Oh loco, loco, mil veces loco! ¡Qué poco se me daba de todo, sin reparar en lo mal que se compadecían honra y mujer guitarrera ni que diese solaz a otros que a mí con ella! Suelen los hombres para obligar a las damas darlas músicas y cantarles en las calles; pero mi mujer enamoraba los hombres yéndoles a tañer y a cantar a sus casas. Bien claro está de ver que tales gracias de suyo son apetecibles. ¿Pues cómo, convidando con ellas, no me las habían de codiciar? ¿Qué juicio tiene un hombre que a ladrones descubre sus tesoros? ¿Con qué descuido duerme o cómo puede nunca reposar sin temor que no se los hurten? ¡Que fuese yo tan ignorante, que, ya que pasaba por semejante flaqueza, viniese por interés a dar en otra mayor, loar en las conversaciones en presencia de aquellos que pretendían ser galanes de mi esposa, las prendas y partes buenas que tenía, pidiéndole y aun mandándole que descubriese algunas cosas ilícitas, pechos, brazos, pies y aun y aun... -quiero callar, que me corro de imaginarlo- para que viesen si era gruesa o delgada, blanca, morena o roja! ¡Que ya todo anduviese de rompido, que aquello que en otro tiempo abominaba, con el uso y frecuentación se me hiciese fácil y entretenimiento! ¡Que le consintiese visitas y aun se las trujese a casa y, dejándolas en ella, me volviese a ir fuera, y sobre todo quisiese hacerlos tontos a todos, para que me diesen a entender que creían ser aquello bueno y lícito, siendo depravado y malo! ¡Que la hiciese salir a solicitar comisiones y buscarme ocupaciones a casa de personajes que la codiciaban, y que me diese por desentendido de la infamia con que a su casa volvía con ellas o sin ellas! ¡Que, dándole tantos banquetes, joyas, dineros y vestidos quisiera yo creyesen se los daban a humo muerto y por sus ojos bellidos, por amistad sola, sencilla, sin doblez y sin otra pretensión! ¿Qué puedo responderme o qué podía esperarse de mí, que no sólo lo consentía, mas juntamente lo causaba?

Tuvo mucha razón el que, viéndome algo medrado en Madrid, en la cárcel y en mi presencia dijo: «Veisme a mí aquí, que ha tres años que estoy preso por ladrón, por falsario, por adúltero, por maldiciente, por matador y otras mil causas que me tienen acumuladas, que con todas ellas muero de hambre; y el señor Guzmán, con sólo dar a su mujer una poca de licencia, vive libre, descansado y rico.» ¿Qué podréis creer que sentí? ¡Oh maldita riqueza, maldito descanso, maldita libertad y maldito sea el día que tal consentí, ya fuese por amor, por necesidad, por privanza o algún otro interés! Mas para que se conozca el paradero que tiene lo que así se granjea y el desdichado fin de tales gustos, contaré mis desdichas, discurso de mi amarga vida y en mi mal empleada.

Caminábamos a Sevilla, como dicen, al paso del buey, con mucho espacio, porque se le mareaba en el coche una falderilla que llevaba mi mujer, en quien tenía puesta su felicidad y era todo su regalo, que es cosa muy esencial y propria en un dama uno destos perritos y así podrían pasar sin ellos como un médico sin guantes y sortija, un boticario sin ajedrez, un barbero sin guitarra y un molinero sin rabelico. Cuando allá llegamos, con el deseo de aquellos peruleros y de ver nuestra casa hecha otra de la Contratación de las Indias, barras van, barras vienen, que pudiera toda fabricarla de plata y solarla con oro, ya me parecía verlos asobarcados con barras, las faltriqueras descosidas con el peso de los escudos y reales, todo para ofrecer a el ídolo. Con aquello me vengaba del que nos enviaba desterrados y entre mí le decía: «¡Oh traidor, que por donde me pensaste calvar te dejé burlado! A tierra voy de Jauja, donde todo abunda y las calles están cubiertas de plata, donde, luego que llegue, nos vendrán a recebir con palio y mandaremos la tierra.» Con estos y otros tales pensamientos, a el emparejar con San Lázaro, se me refrescó en la memoria cuanto allí me pasó cuando de Sevilla salí. Vi la fuente donde bebí, los poyos en que me quedé dormido, las gradas por donde bajé y subí. Vi su santo templo y deste acá fuera dije: «¡Ah glorioso santo! Cuando de vos me despedí, salí con lágrimas, a pie, pobre, solo y niño. Ya vuelto a veros y me veis rico, acompañado, alegre y hombre casado.»

Representóseme de aquel principio todo el discurso de mi vida, hasta en aquel mismo punto. Acordéme de la ventera y venta, donde me dieron aquella buena tortilla de huevos y el machuelo de Cantillana; mas ya lo había dejado a la mano derecha. Entré por aquella calzada real. Dimos vuelta por el campo, cercando la ciudad hasta el mesón de los carros, donde por fuerza los míos habían de parar. Y como todos aquellos eran pasos muchas veces andados en mi niñez y tierra conocida donde recebí el ser, alegróseme la sangre, como si a mi madre misma viera.

Reposamos allí aquella noche, no muy bien; mas a la mañana me levanté con el sol para buscar posada y despachar mi ropa del aduana y también a procurar si por ventura hubiera quien de mi madre nos dijese. Mas, por buena diligencia que hice, no fue de provecho ni della tuve rastro. Creí hallarlo todo como lo había dejado, mas aun sombra ni memoria dello había. Que unos mudados, ausentes otros y los más muertos, no había piedra sobre piedra. Dejélo hasta más de propósito, por la priesa que tenía entonces de acomodarme. Y andando buscando adónde, vi una cédula sobre la puerta de una casa en los barrios de San Bartolomé. Pedí que me la enseñasen, vila y parecióme buena por entonces. Concertéla por meses y, pagando aquél adelantado, hice pasar a ella toda mi ropa. Descansamos dos días, comiendo y durmiendo, hasta que ya le pareció a Gracia que no era justo haber llegado a ciudad tan ilustre, de tanta fama por todo el mundo, y dejar de salir a pasearla. Fuime a Gradas. Concertéle un escudero de quien se acompañase, por que supiese andar las calles y fuese adonde más gustase, sin rodear o perderse ni andar preguntando, y en más de quince días no dobló el manto, que mañana y tarde siempre salía y nunca se cansaba ni hartaba de ver tantas grandezas. Porque, aunque se había hallado bien todo el tiempo que residió en Madrid y le parecía que hacía la corte ventajas a todo el mundo, con aquella majestad, grandezas de señores, trato gallardo, discreción general y libertad sin segundo, hallaba en Sevilla un olor de ciudad, un otro no sé qué, otras grandezas, aunque no en calidad -por faltar allí reyes, tantos grandes y titulados-, a lo menos en cantidad. Porque había grandísima suma de riquezas y muy en menos estimadas. Pues corría la plata en el trato de la gente, como el cobre por otras partes, y con poca estimación la dispensaban francamente.

A pocos días llegó la cuaresma y vio la semana santa de la manera que allí la celebran, las limosnas [que] se hacen, la cera que se gasta. Quedó pasmada y como fuera de sí, no pareciéndole que aquello pudiera ser y exceder mucho en las obras a lo que antes le habían dicho con palabras. Ya en este tiempo y pocos días después que a la ciudad llegué, con mucha solicitud, por señas y rodeos vine a saber de mi madre y se pudo decir haberla hallado por el rastro de la sangre. Pues tratando mi mujer con otras amigas damas y hermosas, preguntando por ella, vino a saber cómo asistía en compañía de una hermosa moza, de quien se sospechaba ser madre por el buen tratamiento que le hacía y respeto con que la trataba. Mas verdaderamente no lo era ni tuvo más que a mí. Lo que acerca desto hubo sólo fue que, como se viese sola, pobre y que ya entraba en edad, crió aquella muchacha para su servicio. Y salióle acaso de provecho y así se valían las dos como mejor podían. Yo, cuando supe della hice mucha instancia para traerla comigo, por la mala gana con que dejaba su mozuela, tanto por haberla criado, cuanto por no venir a manos de nuera. Y siempre que se lo rogaba, me respondía que dos tocas en un fuego nunca encienden lumbre a derechas; que no era tanto el dolor que con la soledad padecía un solo, cuanto la pena que recibe quien tiene compañía contra su gusto, que, pues, nunca nuera se llevó a derechas con su suegra, que mejor pasaría mi mujer sola comigo que con ella. Mas el amor de hijo pudo tanto, que la hice venir en mi deseo.

Era mi madre, deseaba regalar y darle algún descanso. Que, aunque siempre se me representaba con aquella hermosura y frescura de rostro con que la dejé cuando della me fui, ya estaba tal, que con dificultad la conocieran. Halléla flaca, vieja, sin dientes, arrugada y muy otra en su parecer. Consideraba en ella lo que los años estragan. Volvía los ojos a mi mujer y decía: «Lo mismo será désta dentro de breves días. Y cuando alguna mujer escape de la fealdad que causa la vejez, a lo menos habrá de caer por fuerza en la de la muerte.» De mí figuraba lo mismo; empero, en estas y otras muchas y buenas consideraciones que siempre me ocurrían, hacía como el que se detiene a beber en alguna venta, que luego suelta la taza y pasa su camino. Poco me duraban. Túvelas en pie siempre; nunca les di asiento en que reposasen. Porque las que había en la posada estaban ocupadas de la sensualidad y apetito.

A instancia mía se vinieron a juntar suegra y nuera. Mi madre ya la conocistes y, si no de vista, por sus famosas obras, pudiérasele sujetar cualquiera otra de muy gallardo entendimiento, así por serlo el suyo como por la dotrina con que fue criada y sobre todo las experiencias largas de sus largos años. Dábale buenos consejos: que no admitiese mocitos de barrio, que demás de infamar, decía dellos que son como el agua de por San Juan, quitan el provecho y ellos no lo dan; acaban en sus casas de comer, no tienen qué hacer, viénense a la nuestra, quieren que los entretengan en buena conversación, estánse allí toda la tarde, tres necios en plata y un majadero en menudos, no con más fundamento que ser del barrio. De pajes de palacio y estudiantes decía lo mismo: son como cuervos, que huelen la carne de lejos y de otra cosa no valen que para picarla y pasearla. Decíale que hiciese cruces a su puerta para los casados: que de ningún enemigo podría resultarle algún otro mayor daño, porque las mujeres con el celo hacen muchos desconciertos y, cuando más no pueden, se van a un juez y con cuatro lágrimas y dos pucheritos alborotan el pueblo y descomponen el crédito.

Tan ajustada la tenía y tales leciones le daba, como aquella que del vientre de su madre nació enseñada. Sacábala siempre tras de sí, no dejando estación por andar, fiesta por ver ni calle por pasear. Cuando venían a casa, unas veces volvían con amadicitos, otras con alanos, y dellos escogían los que más a mi madre le parecían de provecho, que como tan baquiana en la tierra, todo lo conocía, y como sabia, todo lo tracendía. Decía de los caballeritos que ni por lumbre: porque por el yo me lo valgo, mi alcorzado y copete, mi lindeza lo merece, aun creían que les habían de convidar con ello y hacerles una reverencia. Harto hizo y trabajó porque no la conociesen los de la plaza de San Francisco, temiéndose de su trato. Pues, en comenzando los escribanos de la justicia, no paraban hasta el que asiste al cajón, a quien les parecía debérseles todo de derechos. Empero no pudieron escaparse dellos, que por bien o por mal, por fieros y amenazas, como absolutos y disolutos -digo algunos- hacen más tiranías que Totile ni Dionisio, como si no hubiese Dios para ellos.

La flota no venía, la ciudad estaba muy apretada, cerradas las bolsas y nosotros abiertas las bocas, muriendo de hambre, vendiendo y comiendo y sobre todo pechando. Íbamos mal, porque aun con esto a cada repelón destocaban la muchacha, por cada niñería nos hacían mil fieros. No había pícaro que no se nos atreviese, unos con «mi señor don Fulano» y otros con «don Zutano». Mi mujer andaba temerosa y muy cansada de tanta suegra, porque comigo estuvo siempre con tanta libertad y se hallaba con ella sujeta, sin ser señora de su voluntad. Si la una hablaba, la otra rezongaba. De cada pulga fabricaban un pueblo. Levantábase tal tormenta, que por no volverme a ninguna de las partes tomaba la capa en viendo los delfines encima del agua; salíame huyendo a la calle y dejábalas asidas de las tocas. Tanto se indignaba mi mujer que no volviese por ella, pareciéndole que, a tuerto [o] a derecho, ayude Dios a los nuestros, que con razón o sin ella me había de poner contra mi madre; mas no era lícito. Fueme cobrando tal odio, aborrecióme tanto que, hallándose con la ocasión de cierto capitán de las galeras de Nápoles, que allí estaban, trocó mi amor por el suyo y, recogiendo todo el dinero, joyas de oro y plata con que nos hallábamos entonces, alzó velas y fuese a Italia, sin que más della supiese por entonces.

Yo había oído decir que aquel era verdaderamente loco que buscaba su mujer habiéndosele ido, o que a el enemigo se le había de hacer la puente de plata por donde huyese. Parecióme que solo me iría mejor que mal acompañado. Que, aunque sea verdad que todo lo consentía y dello comía, ya me cansaba, porque cada cual me acosaba. ¡Ved la fuerza del uso! Como siempre me crié sujeto a bajezas y estuve acostumbrado a oír afrentas, niño y mozo, también se me hacían fáciles de llevar cuando era hombre. Mi mujer se me fue; merced me hizo, porque, fuera de la obligación de consentirla, estaba libre del pecado cotidiano. Yo no la eché; por su gusto se ausentó. Seguirla era imposible, por el riesgo que corría si a Italia volviera. Recogíme con mi madre. Fuimos vendiendo para comer las alhajas que nos quedaron; mas, como nos quedaron más días que alhajas, al cabo de poco nos dieron alcance. San Juan y Corpus Christi cayeron para mí en un día. Faltó qué vender, dinero con que comprar. Halléme roto, sin qué me vestir ni otro remedio con que lo ganar, sino con el antiguo mío. Salíame las noches por esas encrucijadas y, cuando a mi casa volvía, venía cubierto con dos o tres capas, las que con menos alboroto y riesgo podía cativar. A la mañana, ya entre los dos, amanecían hechas rodillas. Dábamoslas a vender en Gradas o buscábamos modo como mejor salir dellas.
No le contentó este trato a mi madre, por no haberlo jamás usado y por no verse afrentada en su vejez. Así acordó de volverse a su tienda con la mozuela que antes tenía. La cual, así se alegró cuando la vio en su casa, como si por sus puertas entrara todo su remedio. Yo me acomodé con otras camaradas para pasar la vida, en cuanto se llegase otro mejor tiempo. Servíales de dar trazas, ayudábales con mi persona en las ocasiones. Íbamos por las aldeas y pueblos comarcanos. Nunca faltaba por los trascorrales algunas coladas, que con las canastas mismas trasponíamos en los aires. Teníamos en los arrabales y en Triana casas conocidas, adonde sin entrar en la ciudad hacíamos alto y después, poco a poco, lavado y enjuto, lo íbamos metiendo, ya por las puertas o por cima de los muros, después de media meche, cuando la justicia estaba retirada. Para los vestidos de paño y seda que resgatábamos, teníamos roperos conocidos a quien lo dábamos a buen precio, sin que perdiésemos blanca del costo. Y una vez entregados, ya sabían bien que aquellos eran bienes castrenses, ganados en buena guerra y que los habían de disfrazar para que nunca fuesen conocidos, o su daño. Que no teníamos más obligación que darle la mercadería enjuta y bien acondicionada, puesta las puertas adentro de sus casas, libres de aduana y de todos derechos, y allá se lo hubiesen. La ropa blanca tenía buena salida, por la buena comodidad que se ofrecía las noches en el baratillo; ganábase de comer honrosamente y de todo salíamos bien.

Una temporada del invierno fueron las aguas tan continuas, que nadie salía de su casa ni daba lugar a que se la visitásemos. Andábamos estrechos de dineros. Como pasando por una calle viese que se había caído toda la delantera de una casa, pregunté cúya era. Dijéronme ser de una señora viuda. Fue a su casa y díjele que, pues allí no había morador, me diese licencia para entrarme dentro y se la guardaría. Ella, temerosa de que no se me cayese toda encima, dijo que mirase bien lo que hacía, porque se venía por el suelo. Y respondíle que no importaba, porque allí había un aposento alto, seguro, en que poderme recoger, que los pobres no tenían qué temer ni qué perder, pues aun traen sobrada la vida. Diome licencia de muy buena gana y dentro de cuatro días ya no le había dejado por quitar puerta ni cerradura. Otro día me fui a la plaza de San Salvador y hice pregonar que quien quisiese comprar cuatro mil o cinco mil tejas, que yo se las vendería. No se hallaba entonces una por ningún precio. Vinieron a mí desalados tres o cuatro albañíes, y a cuál primero las había de comprar, no faltó sino acuchillarse. Concertélas a cinco maravedís y, llevándolos a mi casa, les enseñé los tejados, diciendo ser yo el mayordomo y que mi ama quería hacer la casa de terrados. A vueltas de los míos, también les enseñé algunos de los vecinos paredaños de donde las habían de quitar. Diéronme seiscientos reales a buena cuenta de lo que montasen hasta cinco mil y quedaron de venir para otro día. Cuando tuve mi dinero cobrado, fuime a la señora de la casa y díjele que por qué consentía tan grande lástima, que su mayordomo había vendido ya las puertas todas y las tejas de los tejados. Ella se alborotó, diciendo que no tenía mayordomo ni sabía quién tal pudiese haber hecho. Yo entonces le dije:

-Pues para que Vuestra Merced vea quién lo hace, ya me han mandado salir della y hoy me mudo a otra parte, porque mañana por la mañana vendrán a quitar y a llevar las tejas. Mande Vuestra Merced enviar o ir allá y verán lo que pasa.

Con esto me despedí della y otro día desde lejos, puesto a una esquina, me puse a ver el alboroto, que fue muy para ver: los unos a destejar, la buena señora por defender su hacienda. En resolución, dio querella del albañí pobre y, no sólo no quitó las tejas, empero le pagó las puertas. Con esto pasé algunos días encerrado en casa, con muy gentil brasero, hasta que ya no me buscaban, pasado aquel primero movimiento.

Hacíase un día en San Augustín una fiesta y, como las tales lo eran para nosotros, acudí a ella y sentíle a un hidalgo bulto de dineros en la faltriquera, debajo de la espada, y a el pasar por un paso estrecho levantésela un poco, y metiendo la garra, dile tumbo en ella sin que real se me escapase. Mas la inquietud me impedía poder sacar la mano llena, que venía colmada, y fue forzoso caérseme mucha parte dellos en el suelo. Pues, como estaba ladrillado el claustro y hiciesen a el caer mucho ruido, dejélos caer todos y, metiendo la mano en mi faltriquera, allí en un punto saqué della un lienzo y, dando voces a la gente que se desviase, porque por sacar aquel lienzo se me había derramado aquel dinero, todos hicieron lugar, y el buen señor a quien se los había robado, movido de caridad, oyendo mis lástimas, que decía irlos a pagar a un mercader, se bajó comigo a el suelo y me los ayudó a recoger, sin que faltase blanca. Dile las gracias por ello y fuime muy contento a mi casa. De aquí le nació el pico a el garbanzo: este hurtillo fue mi perdición, siendo el último que hice y el que más caro de todos me costó. Porque, aunque algunas veces me habían tenido preso por semejantes heridas, de todas había salido a buen puerto. Con dineros negociaba cuanto quería y allí no se trata de otra cosa, sino de buscar de comer cada uno; mas esta vez no me valieron trunfos que los había ya renunciado.

Como me vi con dineros, quise prevenir, primero que se gastasen, de dónde valerme de otros. Porque, siempre que con mi habilidad podía socorrer la necesidad, no buscaba pesadumbres. Yo me hallaba con algunos bolsos de los que había cortado y algunas piececillas que dentro dellos había cogido. Di a guarnecer uno, el mejor que me pareció y, metiéndole dentro seis escudos en tres doblones de oro, cincuenta reales en plata, un dedal de plata y cuatro sortijas, lo llevé a mi madre y se lo enseñé muy de espacio y aun se lo di por escrito, que lo fuese decorando, sin que se le pudiese olvidar letra, por lo que importaba la buena memoria. Y bien instruida en lo que después había de hacer, me fui a la celda de cierto famoso predicador, en opinión de un santo, y díjele:

-Padre mío, yo soy un pobre forastero, vine a esta ciudad y estoy en ella muy necesitado. Deseo de acomodarme, si hallase alguna casa honrada donde tuviese una poca de quietud en el alma, que sólo eso pretendo y no repararía en el salario, porque con un honesto vestido y una limitada comida para poder pasar, no tengo ni quiero más granjería. Y aunque me veo tan afligido y roto, que por mal vestido no hallaré quien de mí se quiera servir y pudiera muy bien valerme, socorriendo mi necesidad en esta ocasión, tengo por mejor padecerla esperando en el Señor, que condenar mi alma ofendiendo a su divina majestad en usurpar a nadie su hacienda. No permita el Señor que bienes ajenos me saquen de trabajos corporales, dejándome dañada la conciencia. Yo salí esta mañana de mi casa para ir a buscar dónde trabajar, con qué comprar un pan que comer, y me hallé aquesta bolsa en medio de la calle. Quise ver qué tenía dentro y, cuando sentí ser dineros, la volví a cerrar con temor de mi flaqueza, no me obligase a hacer cosa ilícita. Vuestra paternidad la reciba y, pues el domingo ha de predicar, la publique: podría ser que pareciese su dueño y tener della más necesidad que yo. Ayúdele Dios con ella, que no quiero más bienes de aquellos con que su divina majestad mejor ha de ser de mí servido.

El fraile, cuando me oyó y vio tan heroica hazaña, creyó de mí ser algún santo, sólo le faltó besarme la ropa, y con palabras del cielo me dijo:

-Hermano mío, dadle a Dios muchas gracias, que os ha dado claro entendimiento y sciencia de lo poco que valen los bienes de la tierra. Confiad que quien os ha comunicado ese tal espíritu, también os dará lo que le cuesta menos y tiene dada su palabra. El que a los gusanillos, a las más desventuradas y tristes gusarapas y sabandijuelas no falta, también os acudirá con todo aquello de que os viere necesitado. Esta es obra sobrenatural y divina, que pone admiración a los hombres y da motivo a los ángeles que le alaben, por haber criado tal hombre. Don suyo es, reconocédsela y dadle por todo alabanzas, perseverando en la virtud. Yo haré lo que me pedís y volvé por acá un día de la semana que viene, que yo confío en el Señor que os ha de hacer mucho bien y merced.

Cuando aquesto me decía daba lanzadas en el corazón, porque, considerada su santidad y sencillez con mi grande malicia y bellaquería, pues con tan mal medio lo quería hacer instrumento de mis hurtos, reventáronme las lágrimas. Creyó el buen santo que por Dios las derramaba y también como yo se puso tierno. Esto se quedó así hasta el domingo, que fue día de Todos los Santos. Y cuando fue a predicar, gastó la mayor parte de su sermón en mi negocio, encareciendo aquel acto, por haber sucedido en un sujeto de tanta necesidad. Exagerólo tanto, que movió a compasión a cuantos allí se hallaron para hacerme bien. Así le acudieron con sus limosnas que me las diese. Luego lunes por la mañana, mi madre fue a la portería. Preguntó por aquel padre, diciendo tener con él un caso importantísimo. Y como la vio el portero tan angustiada, se lo llamó al momento. Cuando se vio con él, asióle de las manos y de los hábitos, echándose de rodillas por el suelo, hasta querer besarle los pies y díjole que la bolsa era suya, que se la diese por un solo Dios. Diole las señas de todo, como quien bien las tenía estudiadas. Y el fraile se la entregó, conociendo ser verdaderas. Cuando mi madre la vio en sus manos, abrióla y, sacando un doblón de los tres que dentro tenía, se lo dio a el padre, que me lo diese de hallazgo, y cuatro reales para dos misas a las ánimas de purgatorio, a quien dijo que la tenía encomendada. Cobró con esto su bolsa y llevómela luego a la posada sin faltar ni un alfiler de toda ella, que aun con cuidado le metí dentro un papelillo dellos, por que pareciese todo ser cosa de mujer.

Después de pasado esto, de allí a dos días, miércoles por la tarde, fui a visitar a mi fraile, que ya me tenía un cofre lleno de vestidos, que pudiera bien romper diez años, y dineros que gastar por algunos días. Diómelo con alegre rostro y mandóme que volviese otro día, que tenía una buena comodidad que darme. Fuime y volví cuando me había dicho y después de preguntarme si sabía escrebir y que lo enteré de mi habilidad, me dijo que cierta señora que tenía su marido en las Indias, buscaba una persona tal, que le administrase su hacienda en la ciudad y en el campo, que si era cosa de mi gusto, le avisase para que tratase dello. Yo, luego después de darle las gracias, dije:

-Padre mío, lo que toca el trabajo de mi persona, la solicitud y fidelidad que se debe, sólo eso podré ofrecer; empero no soy desta tierra ni tengo quien me conozca. Si esa señora me tiene de fiar su hacienda, querrá juntamente quien a mí me fíe y no lo tengo. Sólo este inconveniente hallo. Vea vuestra paternidad lo que fuere servido que haga.

Él respondió que sería mi fiador y por aquello no lo dejase. Acetélo de buena voluntad, viendo ir por aquel camino mi negocio bien guiado. Que no hay cosa tan fácil para engañar a un justo como santidad fingida en un malo.