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Aurora roja/Parte I/VII

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VI
Aurora roja
de Pío Baroja
VII

VII

El amor y la debilidad - Las intermitentes y las golondrinas - El bautizo de S.M. Curda I en una imprenta


A consecuencia de la fatiga y de las preocupaciones, Manuel comenzó a encontrarse malo. Sentía un gran desmadejamiento en todo el cuerpo; apenas dormía y estaba siempre febril. Una tarde la fiebre se hizo tan alta, que tuvo que guardar cama.

Pasó la noche con un calenturón terrible, en una somnolencia extraña, despertándose a cada momento con sobresaltos y terrores.

A la mañana siguiente se encontraba mejor; sólo de cuando en cuando algún escalofrío le recorría el cuerpo.

Estaba dispuesto a salir, cuando sintió que de nuevo le empezaba la fiebre. Le pasaban los escalofríos por la espalda como soplos de aire helado.

La Salvadora estaba con sus discípulas y Manuel llamó a la Ignacia. Avísale a Jesús. Si no está ahora colocado, que vaya a la imprenta. Estoy muy mal. Yo no sé lo que tengo.

Se acostó con la cabeza pesadísima. Sentía un latido en la frente, que se comunicaba a todo el cuerpo. Se imaginaba que le llevaban debajo de un martillo de fragua y le ponían en el yunque; unas veces boca arriba, otras de costado. Cesaba esta impresión y escuchaba dentro de su cerebro el ruido de la prensa y del motor eléctrico, y esto le producía una angustia enorme. Después de dos o tres horas de una fiebre alta, se encontró de nuevo bien.

Por la noche, Jesús y el señor Canuto fueron a verle. Habló Manuel con Jesús de los asuntos de la imprenta, y le recomendó que no los abandonara. El señor Canuto salió y vino poco después con unas hojas de eucalipto, con las cuales la Ignacia hizo un cocimiento para Manuel. Algo mejoró con esto, pero los accesos de fiebre seguían y hubo que llamar a un médico. Se encontraba además Manuel en un estado de excitación que no le dejaba descansar un momento.

-Tiene intermitentes y una gran depresión nerviosa -dijo el médico-. ¿Trabaja mucho?

-Sí, mucho -contestó la Salvadora.

-Pues que no trabaje tanto.

Recetó el médico y se fue. Toda la noche estuvo la Salvadora al lado del enfermo. A veces Manuel la decía:

-Acuéstate -pero estaba deseando que no lo hiciera.

Le atendía la Salvadora con una solicitud de madre; se molestaba continuamente por él. Era pródiga de sus atenciones y avara de las ajenas. Manuel, hundido en la cama, la miraba, y cuanto más la miraba, creía encontrar en ella nuevos encantos.

-¡Qué buena es! -se solía decir a sí mismo-. La molesto a cada paso y no me odia. -Y este pensamiento de que era buena, le daba ideas fúnebres, porque pensaba qué sería de él si ella se casara. Era una idea egoísta; nunca había sentido como entonces tanto miedo a morirse y a quedar desamparado.

A los dos días, la Ignacia dijo que para que la Salvadora pudiese atender a sus quehaceres, lo mejor sería llamar a la mujer del señor Canuto, una vieja emplastera, que asistiría muy bien a Manuel. Éste no replicó, pero mentalmente se deshizo en insultos contra su hermana; la Salvadora repuso que no había necesidad de traer a nadie, y Manuel se sintió tan emocionado, que las lágrimas le brotaron de los ojos.

Se encontraba Manuel en un estado de impresionabilidad extraño; la cosa más insignificante le producía un arrebato de cariño o de odio. Entraba la Salvadora y mullía el almohadón o le preguntaba si necesitaba alguna cosa, e inmediatamente Manuel sentía un agradecimiento tan grande, que hubiera querido exponer su vida por ella; en cambio, venía la Ignacia y le decía: «Hoy parece que estás mejor»; y sólo por esto, Manuel temblaba de ira.

-Así deben ser los perros, como yo soy ahora -pensaba algunas veces.

A los seis días, Manuel se levantaba. Era el mes de agosto; solían estar las maderas del balcón cerradas; por una rendija entraba un rayo de sol; nadaban en su luz los corpúsculos del aire y pasaban las moscas, atravesando aquella barra de oro como gotas de un metal incandescente. Se sentía la calma enorme de los alrededores desolados, y en aquellas horas de siesta, venía de la tierra calcinada como un soplo de silencio; todo estaba aletargado; sólo se oía el lejano silbido de algún tren y el chirriar de los grillos...

Los sábados invariablemente, por las mañanas, debajo del balcón en donde trabajaba la Salvadora, solía ponerse un ciego a cantar, acompañándose de una guitarra de son cascado, canciones antiguas.

Era un ciego bien vestido, con gabán y sombrero hongo, que llevaba un perrillo blanco como guía. Solía cantar con muy poca voz, pero afinando siempre, aquella habanera de Una vieja: «¡Ay, mamá, qué noche aquella...!», y algunas otras romanzas sentimentales.

Manuel llamaba al ciego el Romántico, y por este nombre le conocían en la casa; la Salvadora solía echarle todos los sábados diez céntimos desde el balcón.

Por las tardes, Manuel, desde el comedor, oía a las discípulas de la Salvadora cuando entraban. Notaba sus conversaciones en el portal, el crujido de los peldaños viejos de la escalera; luego sentía el beso que daban a la maestra, el ruido de la máquina, el chasquido de los bolillos y un murmullo de risas y de voces.

Cuando las niñas se marchaban, entraba Manuel en la escuela y charlaba con la Salvadora. Abrían el balcón, las golondrinas trazaban rápidos círculos alegres y locos en el cielo rarificado; el aire de la tarde se opalizaba, y Manuel sentía lánguidamente el paso de las horas y contemplaba los crepúsculos tristes de cielo anaranjado, cuando en la callejuela solitaria se encendían los faroles y pasaban, haciendo sonar las esquilas, algunos rebaños de cabras.

Un día Manuel tuvo un sueño que luego le preocupó mucho; soñó con una mujer que estaba a su lado, pero esta mujer no era la justa; era delgada, esbelta, sonriente. En su sueño se desesperaba por no comprender quién era aquella mujer. Se acercaba a ella, y ella huía, pero de pronto la alcanzaba y la tenía en sus brazos palpitante. Entonces la miraba muy de cerca y la reconocía. Era la Salvadora. Desde aquel instante comenzó una nueva preocupación por ella...

Una tarde, en la convalecencia, cuando aún Manuel se encontraba débil, hizo un calor bochornoso. El cielo estaba blanquecino,

anubarrado; polvaredas turbias se levantaban de la tierra. A veces se ocultaba el sol, y el calor entonces era más sofocante. En el interior de la casa los muebles crujían con estallidos secos. Desde la ventana veía Manuel el cielo, que tomaba tintes amarillos y morados; después comenzó a oírse el rodar lejano de los truenos. Llegaba un olor fuerte a tierra mojada. Manuel, con los nervios en tensión, sentía una gran angustia. Brilló un relámpago en el cielo y comenzó a llover. La Salvadora cerró la ventana y quedaron en la semioscuridad.

-¡Salvadora! -llamó Manuel.

-¿Qué?

Manuel no dijo nada; le agarró la mano y la estrechó entre las suyas.

-Déjame que te bese -le dijo Manuel en voz baja.

La Salvadora inclinó la cabeza y sintió en la mejilla el beso de los labios de Manuel, que quemaban, y él sintió en sus labios una frescura deliciosa. En aquel momento entró la Ignacia.

A medida que Manuel iba restableciéndose, la Salvadora volvía a ser como habitualmente, igual en su carácter, tan amable para unos como para otros. Manuel hubiera querido una preferencia.

-La hablaré, pensó.

En casa no era fácil, porque la Ignacia se creyó en el caso de vigilarles a los dos.

-Ya no falta más que esto -decía indignado Manuel-; pero, en fin, cuando salga nos entenderemos.

De cuando en cuando, Manuel preguntaba a Jesús:

-¿Qué tal la imprenta?

-Bien -contestaba él invariablemente.

Jesús comía en la casa y dormía en un cuarto próximo al desván, en donde la Ignacia le había puesto una cama.

El primer día que Manuel se sintió con fuerzas, se marchó a la imprenta. Entró. No había nadie.

-¿Qué demonios pasa aquí? -se dijo.

Se oían voces en el patio. Manuel se asomó a una ventana a ver lo que ocurría. Estaban los tres cajistas, Jesús y el aprendiz, todos vestidos de mamarracho, cantando y paseándose por el patio.

Abría la marcha el aprendiz, con un embudo en la cabeza y golpeando en una sartén. Tras de él iba uno de los cajistas, que llevaba una falda de mujer, unos trapos arrebujados en el pecho y en los brazos un palo envuelto en una tela blanca, como su fuera un niño. Después marchaba Jesús, vestido con una dalmática de papel y en la cabeza un birrete con un barboquejo; luego, uno de los cajistas, que llevaba una escoba como un fusil, y, al último, el otro cajista, con una espada de madera en el cinto.

Todas las vecinas habían salido a las ventanas a presenciar la ceremonia. Después de los cánticos, Jesús se subió a un banco, cogió una bota de vino y lo derramó sobre la cabeza del muñeco.

-En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo -gritó-, te bautizo y te doy el nombre de Curda I, rey de todas las Cogorzas, príncipe de la jumera, conde de la Tajada y señor de la Papalina.

El de la sartén comenzó a golpearla furiosamente.

-¡Silencio! -exclamó Jesús con voz vibrante-. Pueblo de Madrid: ¿juras defender a su majestad Curda I, a todas horas y en todos los momentos?

-Sí, sí -gritaron los cuatro, enarbolando escobas, espadas y sartenes.

-¿Reconoceréis como vuestro legítimo rey y soberano a su majestad Curda I?

-Sí, sí.

-¿Juráis dar vuestras haciendas y vuestras vidas a su majestad Curda I?

-Sí, sí.

-¿Juráis derramar vuestra sangre en los campos de batalla por su majestad Curda I?

-Sí, sí. 55 -¿Juráis no reconocer nunca ni aun en el tormento, otro rey que su majestad Curda I?

-Sí, sí. -Pues, bien; pueblo inepto, pueblo nauseabundo, si así lo hacéis, Dios os lo premie, y si no, os lo demande. ¡Sus! ¡Papalina y cierra España! ¡Muera el infiel marroquí! Acordaos de que vuestros padres tuvieron la honra de morir por los Papalinas, de ser destripados por los Papalinas, de ser violados por los Papalinas. ¡Vivan los Papalinas!

-¡Vivan los Papalinas! -gritaron todos.

-Ahora que comience la libación -dijo Jesús-. ¡Que rompan a tocar las músicas! ¡Que arda en festejos el pueblo!

Luego con su voz natural, le dijo al chico:

-¡Anda, trae unos vasos!

El aprendiz entró en la imprenta; Manuel le cogió del brazo y le dijo:

-Dile a ése que estoy aquí.

Con la orden se acabó inmediatamente la ceremonia y volvieron los obreros al trabajo.

-Muy bien dijo Manuel-; muy bien -y engarzó una serie de blasfemias-.

Ahora se van ustedes todos a la calle. De manera que dejan ustedes esto solo y se ponen a armar escándalo, para que el amo de la casa le despida a uno...

-Es que el chico ayer pescó la primera curda -dijo Jesús-, ¿sabes?, y la hemos celebrado.

-Haberla celebrado en otra parte. Bueno. A trabajar, y otra vez estas fiestas las hacen ustedes en los Cuatro Caminos.

Jesús fue a las cajas, pero al poco rato volvió.

-Dame la cuenta -le dijo a Manuel muy fosco.

-¿Por qué?

-Me marcho; no quiero trabajar aquí.

-¿Pues qué hay?

-Eres un cochino burgués que no piensas más que en el dinero. No tienes alegría.

-Mira, sigue ahí, si no quieres que te meta el componedor por la boca, ¡ladrón!

-Eres un mal compañero...; además, siempre me estás insultando.

-¿Y me vas a dejar ahora que todavía estoy malo?

-Bueno, me quedaré hasta que te cures.


de la Primera parte